domingo, 15 de junio de 2025

Groucho, Enrique IV y el sanchismo líquido




Pedro Sánchez ha demostrado con creces que carece de escrúpulos. Es un tipo devorado por la soberbia que se aviene de buena gana a cualquier trama, componenda o viraje que lo mantenga por encima del común. Todo lo fía a un objetivo personalísimo: seguir siendo, en palabras de Óscar Puente, "el puto amo". Para ello, justifica el empleo de cualquier medio, recurriendo con soltura a medias verdades, falsedades y cambios de opinión. De estos últimos hemos tenido a porrillo. Una montonera. Tantos que, nuestro presidente, podría suscribir sin dificultad aquella célebre ironía atribuida a Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”.

Y, cuando no cambia de opinión, retuerce las reglas del juego a su antojo. Tomás Gómez, exsecretario general del PSOE de Madrid, declaraba hace poco: “He visto a Sánchez coger una urna y meterla detrás de un biombo para intentar cambiar el resultado de una votación. Alguien que hace eso delante de todos los dirigentes del PSOE fíjese usted el sentido que tiene de la democracia y de las instituciones". No parece que Gómez le tenga mucho aprecio. Por lo visto, lo considera un fullero de marca mayor que caece de los más elementales principios éticos. La acusación siembra dudas sobre un estilo de liderazgo que algunos consideran opaco y calculador. A cambio, hay que reconocerle a Sánchez una capacidad poco común de resistencia ante las vicisitudes del juego político, a la que ha sabido sacarle, además, partido editorial.

Escribió para la imprenta su ya famoso Manual de resistencia, pero podría haber escrito con mayor autoridad un Manual del perfecto arribista porque sabe un rato largo de alcanzar objetivos a cualquier precio. Al precio incluso de desmentirse, apelando sin el menor rubor a aquella vieja máxima popular que reza: donde dije digo, digo Diego. Resulta rara la afirmación que no ha sido negada a posteriori por otra en sentido contrario: desde el rechazo a incluir ministros de Podemos en su gobierno hasta la inconstitucionalidad del procés, por poner sólo dos ejemplos notorios. Todas estas mudanzas responden a su enorme ansia de poder, que es un motor potente que tira millas dejando atrás principios y valores. París bien vale una misa, que diría Enrique IV de Francia.

Lo siguiente es una obviedad: a Pedro Sánchez le gusta más presentar credenciales de presidente que vestir de fiesta. Tiene una alta opinión de su persona. Muy alta. Cree a pies juntillas que nadie sobre el suelo patrio merece más que él la poltrona presidencial. Y combina esa nitroglicerina del ego con un empeño obsesivo por dejar escritas de su puño y letra dos o tres páginas de la Historia. Màxim Huerta, ministro fugaz de su Gobierno, y testigo circunstancial de sus ínfulas, no me dejaría mentir sobre el particular. Vanitas vanitatum, omnia vanitas. Y es que el actual jefe del Ejecutivo se considera un líder providencial; un elegido de los dioses que, además, luce cañón en los salones del poder. Sin embargo, vista la degradación de las instituciones del país desde su llegada a la Moncloa, más parece que fuera, a ojos de muchos, un troyano enviado por el destino para reventar nuestro sistema político desde dentro.

No obstante, en los últimos días crece la sensación de que la legislatura agoniza. Los casos judiciales que salpican al entorno más próximo del presidente, el desgaste social, las tensiones territoriales y la parálisis legislativa dibujan un panorama sombrío, casi inevitablemente abocado a las urnas. Aun así, él se empeña en seguir al frente del pandemonio dos años más. A estas alturas, nadie sabe si le alcanzaran las fuerzas -ni los apoyos parlamentarios- para cumplir su propósito. Hay serias dudas al respecto, incluso entre los suyos. Mientras tanto, traga quina y resiste, intentando ganarle días a un final que se intuye próximo y fatal. Todo apunta a que, más pronto que tarde, se verá obligado a convocar elecciones anticipadas y a retirarse a regañadientes a los páramos de la irrelevancia. Su despedida, más que solemne, será turbia. No en olor de multitudes... sino de corrupción.


jueves, 1 de mayo de 2025

María Jesús Montero: polémica sobre la presunción de inocencia


María Jesús Montero no escatima en títulos de relumbrón: vicepresidenta segunda, ministra de Hacienda y candidata por su partido a la presidencia de la Junta de Andalucía. Ahí es nada. Una y trina, se sabe poderosa y se ve a sí misma divina de la muerte en los espejos versallescos de la gobernación, pero, contra la derecha, luce melena de gorgona y verborrea de mitinero incendiario. Habla mucho María Jesús Montero, ... mucho y ligero. Las palabras no se le hacen bola ni pasan por los filtros de la mesura, máxime cuando sabe que los suyos se conjuran para jalearla en los actos de partido. En tales ocasiones, deja aparte cualquier atisbo de prudencia y se lanza con la bayoneta calada de su verbo febril contra los monstruos que pueblan el infierno retro de la carcundia. Puesta a repartir estopa, no deja títere con cabeza, aunque, a veces, sus diatribas pierden el pie y acaban en metedura de pata. Algunos dirán que se equivoca a menudo, otros que jamás de los jamases: cuestión de perspectivas, supongo, o de saber llevar la cuenta. Sin embargo, cosa insólita en este tinglado de las dos Españas en el que vivimos, se ha logrado un acuerdo casi unánime a la hora de criticar uno de sus últimos desahogos. Hace pocos días, María Jesús Montero se pronunció enérgicamente contra la sentencia que absolvía a un futbolista del delito de agresión sexual por falta de pruebas. Recurriendo a una retórica gestual mussoliniana, clamó desde el estrado que era una vergüenza poner la presunción de inocencia por delante del testimonio de jóvenes valientes que se deciden a denunciar “a los poderosos, a los grandes, a los famosos”. Lo dijo tal cual, pero, al día siguiente, vista la reacción negativa de la mayoría del respetable, rectificó sus palabras con la boca chica, como quien se desdice a regañadientes de algo que tiene por cierto sólo para evitarse una recriminatoria pública mayor.

La vicepresidenta se ganó esa censura por radical, sobra decirlo. María Jesús Montero tiene el defecto de los caracteres extremosos: habla siempre ex cathedra, como guiada de un espíritu santo enfermo de ego, utiliza un tono airado y sentencioso, y jamás acepta, bajo ningún concepto, que una vuelta de lógica les quite adrenalina a sus desatinos. Tal vez por eso, sus palabras del otro día dejaron en muchos la impresión de que ella no cree en la presunción de inocencia; mejor dicho, dieron a entender que considera tal derecho de forma discriminatoria, o sea, según quién sea el sujeto acusado y el tenor del delito del que se le acusa. Si el tal es un varón -poderoso, grande, famoso-, señalado por una mujer como agresor sexual, lo tiene crudo: de cabeza a la trena sin pasar por el “presunto”. Poco importa que la Declaración de Derechos Humanos y el resto de la legislación vigente consagren el carácter universal del derecho a la presunción de inocencia. María Jesús Montero, siguiendo la doctrina de esa sororidad patológica que insiste a machamartillo con el dichoso “hermana, yo si te creo”, considera que, ante una acusación por delito sexual, no hay milongas que valgan. En tales supuestos, según ella, sólo existe un principio para tener en cuenta: la palabra de una mujer joven y valiente es palabra de Dios; razón que obliga a dictar sobre el acusado, sin necesidad de probar los hechos denunciados, una sentencia sumarísima de culpabilidad. Visto desde ese ángulo torcido y retorcido, la presunción de inocencia es un incordio legal, un remilgo de juristas y leguleyos, que sólo sirve para poner palos en las ruedas a la verdad verdadera. María Jesús Montero, una y trina, lo tiene claro. ¡Madre mía, qué nivel!

sábado, 8 de marzo de 2025

Nosferatu: sin novedad en la cripta





En el mundo de la vampirología, el conde Orlok, vale también decir Nosferatu, es un contradiós expresionista de aspecto desgarbado, feo de solemnidad, orejudo, calvo y barbilampiño, que posee dos incisivos, afilados como agujas, con los que pincha vena para sangrar a sus víctimas. Así lo imaginó Murnau, padre de la criatura, consagrando en el celuloide un arquetipo que Werner Herzog respetó, cincuenta años después, en una revisión del mito caracterizada por su ritmo pausado -ojo con el eufemismo- y una austeridad cisterciense. Robert Eggers nos ofrece ahora una nueva versión; la tercera en la línea sucesoria. Arriesgando mucho en la caracterización del personaje, apuesta por romper con su imagen icónica para proponernos un vampiro cuyo aspecto remeda al de un antiguo noble transilvano de la época de Vlad Tepes, o, mejor sería decir, a lo que queda de él tras pasarlo por el pudridero unos cuantos siglos.

El argumento del Nosferatu odierno sigue casi al pie de la letra, con ligeras variantes, al clásico de Murnau, el cual, a su vez, plagiaba sin rubor, pero con mucho arte, el contenido de la celebérrima novela “Drácula” de Bram Stoker, que pasa por ser una de las piedras angulares, tal vez la principal, del ciclo vampírico. De todas las versiones cinematográficas dedicadas a tan particular maligno, la de Eggers resulta, sin género de dudas, la más oscura. En sentido literal, quiero decir. Las escenas diurnas resultan marginales y, cuando tienen lugar, se desarrollan, para más inri, en entornos neblinosos y grises de un indudable sabor romántico. Todo lo demás, o sea, la mayor parte del metraje, evoluciona bajo el imperio de la noche. El argumento se presta a que las sombras tomen mando en plaza; incluso, podríamos convenir, lo demanda. Eggers, desde luego, participa de esa creencia y, en consecuencia, aprovecha la corriente a su favor para concederles a sus nocturnos un protagonismo incontestable. Marca de autor, sin duda, a tenor de lo visto en sus anteriores trabajos. Tanto en “La bruja” como en “El hombre del norte” -dejo fuera de comentario “El faro”, por rarita e insufrible-, el director norteamericano ya demostró que le gusta rodar a tientas y que se mueve a sus anchas sobre escenarios donde la luz se diluye en oscuridades untuosas de mal augurio. Pero le faltaba un Nosferatu, o similar, para elevar esa querencia hasta el paroxismo. Ahora, ha cumplido el objetivo.

Con creces, me atrevería a decir, porque Robert Eggers, con ese talento que la naturaleza le dio para recrear atmósferas tenebristas, lóbregas e inquietantes, nos ofrece con “Nosferatu” una fantasía gótica que resulta impecable en su factura y muy meritoria en los aspectos técnicos y estéticos. Tanto la fotografía, como la elección de localizaciones o la recreación historicista de ambientes decimonónicos llevan la película a su nota máxima: sobresaliente. Sin embargo, pese a sus evidentes virtudes, la cinta adolece de una dependencia excesiva, obvia en ocasiones, de las fórmulas ensayadas por sus modelos cinematográficos. Pecado venial, si se quiere, pero pecado al fin y al cabo, porque, a la postre, tal dependencia, que apela tanto al encofrado argumental de los Nosferatu previos como a la imaginería rabiosa y delirante del Drácula de Francis Ford Coppola, obliga al espectador a lidiar con una recurrente sensación de déjà vu que resulta incómoda y fastidiosa. Tal vez, por culpa de ese obstáculo, la película, a pesar de su impecable factura formal, no consigue verse libre de la sombra de sus mayores ni dejar poso a largo plazo. Una lástima, porque Nosferatu, mito y figura, merecía una aparición de impacto más duradero después de cincuenta años criando malvas.

lunes, 23 de diciembre de 2024

Parthenope (lo último de Sorrentino)



Tuve ocasión de ver “Parthenope” en la última edición del festival de cine italiano de Madrid. La votación del público le otorgó a la película una nota media de 8,7. Sobresaliente. Lo cual confirma que gustó. Y mucho. A mí, en cambio, me hizo la gracia justa; o sea, poca. No le niego los méritos.
La fotografía, por ejemplo, es preciosista y subyugante. Posee una belleza y una potencia visual que deslumbra, incluso en los momentos en que se entrega al feísmo. Además, la cinta tiene en su haber escenas con una indudable potencia dramática, incluso alguna divertida. Pero el guion, en su conjunto, es un disparate, un despropósito entregado a la recreación de un microcosmos napolitano profundamente personal y de tintes barrocos, cuya exuberancia, aunque fascinante, acaba devorando cualquier posibilidad de coherencia narrativa y asfixiando a los personajes.

La primera víctima de esa apuesta es la propia Parthenope. Indudable la belleza de Celeste Dalla Porta, joven actriz que interpreta su primer papel protagonista. Durante dos horas y diecisiete minutos la cámara se pone a su servicio y le toma las hechuras con la intención de transformarla en objeto de deseo. Pero a mí, con todo, no logra seducirme. Y cargo las culpas de esa anomalía en el hecho de que Sorrentino, obsesionado con levantar un políptico de fantasmagorías extravagantes a mayor gloria de su particular universo estético, se olvida de poner en primer plano la arquitectura del personaje. La cosa resulta regular tirando a mal porque, Parthenope, paga ese descuido sufriendo de indefinición crónica. Al menos, a mí me lo parece. Todo en su conducta me resulta errático, caprichoso y vacuo. No alcanzo a comprender si alberga un propósito de vida, lo mismo que se me escapan las motivaciones de sus actos. Pasada media hora, o quizás antes, me deja de interesar su historia. Me resultan indiferentes sus deslices, ya sean heterosexuales o lésbicos, me agotan sus vaivenes existenciales y me hastían hasta el infinito sus vagabundeos por geografías impregnadas de olor a salitre. Llega un momento, incluso, después de sufrir un vía crucis de estaciones oníricas, en el que no me importa nada si consigue finalmente encontrarle respuesta a esa pregunta del millón -¿qué es la antropología?- que funciona como leitmotiv durante buena parte del metraje.

No soy de los que odian el cine de Sorrentino. Vaya por delante que disfruté mucho “La grande bellezza”. Pero en esta ocasión, no puedo alabarle el gusto. “Parthenope” es una película pretenciosa y abigarrada que no me toca la fibra. A ratos exhibe una solemnidad impostada y cargante que abunda en lo artificioso. Probablemente, gustará a los amantes de su cine. Y mucho. Paolo Sorrentino cuenta con un público fiel que celebra con entusiasmo sus ejercicios de estilo. Bien, nada que objetar. Me alegro de que lo disfruten. No es mi caso. A mí la película me resultó de digestión complicada. Por decirlo suavemente. Un ejemplo de cine que se recrea demasiado en sí mismo y acaba perdiendo de vista al espectador común.

sábado, 19 de octubre de 2024

Los 35' de Sánchez en el Vaticano




El pasado 11 de octubre, Pedro Sánchez viajó al Vaticano. Le alabo el gusto, al Vaticano no le faltan atractivos: el abrazo monumental de la columnata de Bernini; la propia basílica: un pasote; las estancias vaticanas, pintadas al fresco por los mejores maestros del Renacimiento; la legión de mármoles clásicos que inundan pasillos y salas imponiendo la vigencia arqueológica de la Antigüedad. Y, para los católicos, el premio gordo: la tumba de San Pedro, el apóstol sobre el que Jesucristo edificó su Iglesia, ahí es nada. Pero Pedro Sánchez no ha visitado el Vaticano para regalarse los ojos con tanta maravilla. Lo suyo no era simple turisteo; él tenía un objetivo más elevado: entrevistarse con el Papa Francisco para tratar la crisis migratoria y aunar esfuerzos por la paz en Oriente Próximo. Al menos, eso proclaman desde Moncloa. Treinta y cinco minutos de entrevista para desfacer los entuertos del mundo. Más que suficiente, ¿o no?

Es la segunda vez en cuatro años que Pedro Sánchez visita el Vaticano. La repetición se me hace rara en un tipo que no da puntada sin hilo. ¿Pretenderá nuestro presidente algo que se calla? En ese viaje hay gato encerrado, seguro. Le doy mil vueltas al tema y, al final, se me ocurre una pregunta: ¿no será que busca que el Papa lo canonice? ¡Ostras, sí! Va a ser por eso que, un tipo tan sobrado como él, hace votos de sencillez y se digna visitar de nuevo, todo humilde, al Santo Padre. Por el interés te quiero, Andrés. Probablemente, Pedro Sánchez se ve volviendo algún día a España en olor de santidad para disputarle el protagonismo en los altares a San Juan de la Cruz o a santa Teresa, santos rancios y tridentinos, austracistas hasta la médula, muy del gusto de la fachosfera. Él, en cambio, atesora méritos de otro tenor: líder indiscutido de la parte mollar del progresismo; derrengador de tiranos -preferiblemente muertos y medio sazonados para el infierno-; santificador de terrenos impuros tomados por la carcundia y el fango. ¿Pueden San Juan de la Cruz, santa Teresa o santo Domingo de Guzmán, pongamos por caso, alegar méritos semejantes? Ni de coña. Si nos metemos en comparaciones, que ya son ganas de andar liándola, no hay color. Nadie, y cuando digo nadie es nadie, que conste, se merece tanto la canonización como él (nota: consultar en Fundéu si, una vez alcanzado el extremo laudatorio, convendría escribir el pronombre con mayúscula). Si Francisco le cumple el deseo, lo cual sería de justicia, a él le gustaría conservar, eso sí, sus derechos de imagen: nada de casullas, tonsuras o nimbos dorados. Hay que romper con esas tradiciones iconográficas que tienen a la Iglesia anclada en la Edad Media. Él, querría pasar al santoral, y a la Leyenda Dorada -capítulo 178-, como santo laico, ejemplo y culmen de toda laicidad, y aparecer en los altares en pelota picada, al natural, luciendo tipín en plan Apoxyomenos. ¡Qué talle! ¡Qué donaire! ¡Qué apostura! Guapo guapo, guapo a rabiar, guapo de dar envidia.

Después de lo dicho, me reafirmo en mis intuiciones. Yo creo que Pedro Sánchez ha visitado el Vaticano para resolver lo suyo; lo de la santidad, digo. Lo otro, aquello de arreglar el mundo a pachas con el Santo Padre, era una mera excusa para no ir de cara. El objetivo real se colaba de tapadillo y estaba trufado de picardías políticas. Nuestro presidente pretendía, sospecho, que Francisco lo elevara a santo porque esa condición le podría hacer ganar votos y devotos entre los remisos que, de forma inexplicable, se le resisten e, incluso, ganan terreno. A un santo, ya se sabe, no hay persona de bien que le niegue la hospitalidad de su corazón. Pero el Papa Francisco no está por la labor de subirlo a los altares. Desconfía de un personaje que anhela con tanto ahínco los amores de una musa pagana y trompetera como Clío, así que ha despachado el asunto de un plumazo tirando de diplomacia vaticana. “No es no”, supongo que diría la traducción aprox. del concluyendo de la entrevista. Más vale una vez rojo que cien colorado. Luego del palo, el Sumo Pontífice, que es persona muy educada y de gran corazón, habría cerrado el coloquio con una despedida afable para limar posibles asperezas. Y sanseacabó la mandanga. Contra el vicio de pedir, la virtud de no dar.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Dictadura en Venezuela.



Nicolás Maduro no quiere mostrar las actas del último proceso electoral en Venezuela. Lo cual da que pensar. Y, ya puestos, por hacer honor al dicho que reza “piensa mal y acertarás”, arriesgo la teoría de que las oculta adrede para no tener que reconocer su derrota en los comicios. Ante una sospecha de ese calibre, que se propone a sí misma como certeza, sobran las cantinelas. De nada vale que Maduro se autoproclame vencedor delante de gentes crédulas, pensionados del régimen o devotos de su persona. Sin el aval de unas actas en regla -las dichosas actas, sí; esos documentos incómodos que duermen el sueño de los justos en el cajón de su escribanía- puede cantarle milongas al lucero del alba. En realidad, a falta de datos verificables, gana enteros la conjetura de su derrota electoral, máxime cuando nadie, salvo ingenuos o afines al poder, puede obviar que, caso de haber ganado las elecciones, tal como él mismo predica, no habría desperdiciado la oportunidad de airear los resultados con la mayor diligencia para reivindicarse ante los propios venezolanos, y ante la comunidad internacional entera, como presidente electo legítimo. Sin embargo, ha pasado más de un mes desde que se cerraron las urnas en Venezuela y, de las actas, seguimos sin saber nada de nada.

Mientras tanto, el gobierno responde a las demandas de transparencia que le exigen las fuerzas opositoras desencadenando una campaña de represión que no desdeña el uso de la violencia extrema. No parece que Nicolás Maduro le haga ascos a derramar en las calles la sangre de aquellos conciudadanos suyos que lo cuestionan. Las víctimas mortales producidas durante la disolución de las últimas manifestaciones celebradas en Venezuela se cuentan por decenas. Y eso es sólo la punta del iceberg. En su informe de 2023, Amnistía Internacional cifra en varios centenares las víctimas mortales causadas por presuntas ejecuciones extrajudiciales. Los objetivos de esa violencia criminal, como dicta la lógica perversa de la purga política, fueron, mayoritariamente, opositores y disidentes: piezas de caza mayor. Ya veremos cómo queda ese recuento al cierre de 2024, todavía en curso. En cualquier caso, me arriesgo a vaticinar un suma y sigue que aumentará el saldo de los “presuntos” del año anterior. Tiempo al tiempo.

Ante semejante situación, no podemos llamarnos a engaño sobre la naturaleza del régimen que gobierna Venezuela. Conviene hablar claro al respecto, sin tapujos, tal como ha hecho, por ejemplo, el Alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, quien ha calificado al régimen venezolano como autoritario y dictatorial. Con independencia de las declaraciones de Borrell, no puede existir duda sobre este asunto. Venezuela, hoy en día, es una dictadura. Tal como suena. Poco importa que se convoquen en el país procesos electorales o que la Constitución, después de invocar la protección del Altísimo, defina a la República Bolivariana como un “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia”. La realidad, cruda e inmisericorde, niega esas engañifas con las que pretenden darnos gato por liebre. Un Estado donde se conculcan las libertades de los ciudadanos, donde los líderes opositores se ven obligados a pasar las de Caín antes de dar con sus huesos en la cárcel, o en el exilio, donde las elecciones acaban en fraude, y donde el gobierno fomenta cribados de población para modelar la sociedad a su antojo, no es una democracia ni de lejos.

Y conviene decirlo. Alto y claro.

martes, 27 de agosto de 2024

Natassja Nicolaevna




En 1872, Turgeniev escribió “Aguas primaverales”. Se trata de un drama sentimental, de corte realista, cuyo argumento tiene como protagonista a Dimitri Sanin, un joven terrateniente ruso que se enamora de Gemma, una joven italiana a la que conoce en Frankfurt. Ella le corresponde y ambos deciden contraer matrimonio. A fin de obtener liquidez para hacer frente a los gastos de su nueva vida, Dimitri decide vender las propiedades que posee en su tierra natal. Le ofrece la compra a María Nicolaevna, esposa de un antiguo compañero de escuela. María, mujer fascinante y turbadora, acepta valorar la oferta, pero entretiene la resolución del negocio varios días con la intención de seducir a Dimitri durante el compás de espera.

El drama de Turgeniev fue posteriormente trasladado a la gran pantalla en una película que lleva por título “El año de las lluvias torrenciales” (“Torrents of spring”, en inglés). Es una película de finales de los años ochenta (1989); o sea, reciente, más o menos. Mi amiga Alba, sin embargo, diría que es antigua. Teniendo en cuenta que ella toma como divisoria del binomio antiguo/moderno la fecha precisa en la que vino al mundo, no le falta razón. En 1989, no había nacido aún, luego, según sus particulares parámetros, deberíamos clasificarla como vieja; revieja, casi antediluviana, para centennials y generación alfa, que son lo último de lo último por el momento. Sin embargo, si pasamos por alto los prejuicios derivados de la subjetividad cronológica, la película tiene su morbo.

Dirige la cosa, Jerzy Skolimowski. El cineasta, de origen polaco, traslada a la pantalla la novela del autor ruso recreando ambientes decimonónicos con una fotografía elegante de planos fijos que deja un cierto regusto a cine clásico. La película, digo, sigue el curso de la obra de Turguenev de una forma lineal, aunque se permite omisiones y licencias no siempre acertadas. En general, resulta correcta en sus aspectos formales, pero adolece durante buena parte del metraje de una especie de apatía autocomplaciente que lastra el curso narrativo.

A partir de la aparición de María Nicolaevna, la película despega y cobra un interés creciente porque, como ocurre en la novela, ella llega para poner del revés, patas arriba, el orden previo de las cosas. Interpreta a María la hermosa actriz alemana Nastassja Kinski, que ya nos había enamorado encarnando a Tess, la melancólica y desgraciada Tess, en la película homónima de Roman Polansky. Turgeniev nunca hubiera podido imaginar que su María Nicolaevna cobraría una vida tan de veras, fuera de la letra impresa, por obra y gracia de una actriz en la flor de su talento. Nastassja Kinski se mete en la piel, en el alma y hasta en la cadena del ADN del personaje e incendia cada plano con una interpretación que hace de la seducción una materia maleable a su antojo. Su María Nicolaevna despliega en la pantalla una voluptuosidad ligera y antojadiza que convierte los devaneos con Dimitri, cuajados de miradas frívolas y tornadizas, en un juego tóxico, deliciosamente tóxico, capaz de volver del revés cualquier certeza. Pero si María Nicolaevna se nos muestra irresistible cuando coquetea con él, resulta aún más cautivadora cuando le regala el cristal fino de sus confidencias, propiciando espacios de una intimidad furtiva en la que no caben terceros.

Hay escenas de la película que no aparecen en la obra de Turguenev. El baile en la boda de los zíngaros, por ejemplo, es una de ellas. Skolimowski introduce ese episodio como preámbulo poético al encuentro carnal entre María y Dimitri. Licencia del guion, ¿por qué no? El añadido rezuma un romanticismo exótico y funciona a mayor gloria de Natassja Kinski, convertida, ya para entonces, en la protagonista indiscutible de la película. Protagonista y objeto de deseo, vale añadir. Quien viéndola bailar, libérrima y sensual, no sienta por dentro la mordiente de la pasión es que no tiene sangre en las venas. Ni sangre ni restos de bilirrubina en las cepas de la libido.

Otra de las escenas añadidas, tiene peor encaje. Hacia el final de la película, el director nos obliga a sufrir durante cinco minutos una fantasmagoría onírica -maldita la gracia- con la que pone en juego su vena más surrealista. La secuencia es un delirio de difícil digestión que traiciona el ritmo, el aroma y el espíritu de una película concebida, hasta ese momento, como un melodrama romántico de época sin asomos de heterodoxia. Hay que pasar el trago, sin más, igual que se pasa una fiebre mala. Luego, recobrada la cordura, y, con ella, el hilo del relato, una voz en off nos informa del final de los personajes en la última escena.

El affaire entre Dimitri y María acaba mal, rematadamente mal. Y es que la pasión es una hipérbole de los deseos, y los deseos, que diría un estoico, conducen a la decepción y al hastío. María Nicolaevna muere el mismo año que seduce a Dimitri; éste, tras haber quemado las naves de su verdadero amor en brazos de quien no debía, regresa a su Rusia natal para acabar lamentando, al cabo de los años, semejante locura. Sólo Gemma Rosselli, criatura inocente y bondadosa, logra escapar al infortunio -justicia poética, supongo- y rehacer su vida en América.

En definitiva: mucho drama, aderezado con su pizquita de moralina antañona y su guinda de pesismismo. Sin embargo, las vicisitudes de los personajes no logran arañar, más que superficialmente, el corazoncito del espectador común. La cinta no alcanza, ni por asomo, la altura emocional de películas como “Orgullo y prejuicio” o “Sentido y sensibilidad”, estas sí, capaces de lograr que se enternezca, incluso, ese tío Camuñas que todos llevamos dentro. “El año de las lluvias torrenciales” vuela a cota más baja, a ras de tedio con frecuencia. Los actores, como contagiados por esa deriva, mantienen a duras penas el tipo de sus personajes tirando de oficio, excepción hecha de Natassja Kinski, que nos regala una María Nicolaevna inolvidable de puro arrebatadora. Menos mal. Aunque solo fuera por ese mérito, la película -antigua, Alba, sí, te lo concedo- merecería un visionado.


sábado, 6 de julio de 2024

Sánchez y Milei: tensión entre los polos



Empiezo con una obviedad: Pedro Sánchez y Milei se tienen tirria. Incompatibilidad de caracteres, supongo, o de ideologías. Ellos sabrán. El caso es que no pierden ocasión de buscarse las vueltas con cualquier excusa. Peor aún: involucran a los suyos en batallas populistas sin futuro.

El antepenúltimo ataque tiene sello de la Moncloa. Oscar Puente, ministro de bastos del gobierno de Sánchez, tachó de “drogata” al presidente argentino en un coloquio sobre comunicación y redes sociales. ¿Un calentón? La lindeza suena, más bien, a estrategia de confrontación salpimentada con una buena pizca de inquina. En cualquier caso, en la Casa Rosada tomaron nota de este desprecio y de algunos otros anteriores: arrieritos somos. La revancha se presentó con ocasión de un aquelarre organizado por VOX en la parte de acá del globo. Milei tomó el avión, cruzó el charco, que se le hizo chiquito pensando en el desquite, y subió al estrado con el memorial de agravios bulléndole en la sesera. Tenía intención de liarla y la lió parda. Olvidándose de la etiqueta a la que se debe un mandatario de su rango, devolvió las anteriores cortesías de nuestro Gobierno llamando «mujer corrupta» a la santa del presidente. La respuesta del gobierno español, que acusa cierta histeria cuando pierde la hegemonía del insulto, no tardó en llegar. El ministro de Exteriores dictó la retirada de nuestro embajador en Argentina en tiempo récord; sin contemplaciones. Para entonces, sin embargo, Milei ya le había tomado el gusto a medirse en la gresca con un gobierno de zurdos, que diría él. Y en eso sigue.

Milei y Sánchez son dos tipos que han nacido para la confrontación. Por avatares del destino imposibles de desentrañar, ambos han coincidido en este primer cuarto del siglo XXI para tenérselas tiesas. ¿Mala voluntad de los dioses o una conjunción planetaria picada por el morbo? Quien sabe. Sin embargo, por mucha tremolina que organicen desde Moncloa, o desde la Casa Rosada, a cuenta de los exabruptos del gil de turno, nada oscurece la evidencia de que, tanto Sánchez como Milei, son almas gemelas que viven y se alimentan de la tensión entre los polos. Ninguno de los dos entiende esa política de matices y medias tintas donde se forjan acuerdos con vocación integradora. Por el contrario, uno y otro ejercen un maniqueísmo vicioso en el que los rivales, reunidos bajo la misma categoría del mal -ultraderecha o socialismo, según quien enhebre la aguja-, no merecen la mínima consideración. La cosa, pues, según su perspectiva, se reduce a resolver una sola cuestión: conmigo o contra mí; blanco o negro. Punto y sanseacabó. Las complejidades, dentro de semejante desquicie, constituyen anatema; mandangas de flojos y tibios que carecen del coraje para enfrentarse a la Bestia. Sin embargo, pese a los gestos de repulsa que tanto Milei como Sánchez se dedican en público, en privado no dejan de echarse en falta. Aunque no lo digan, o lo nieguen con la boca chica, en el fondo, muy en el fondo, están encantados de haberse conocido. ¿La razón?: ambos saben que su némesis los engrandece como líderes alfa de sus respectivas militancias.




jueves, 23 de mayo de 2024

Las clarisas de Belorado





A veces, los cismas son como los sustos: no se les ve venir. El último episodio de este tipo, protagonizado por una decena de monjas clarisas de los conventos de Belorado y Orduña, ha pillado por sorpresa a propios y extraños. El conflicto, al parecer, viene de lejos, aunque no lo sabíamos, y hunde sus raíces en una disputa inmobiliaria que se ha ido enredando y envenenando con el tiempo hasta terminar como el rosario de la aurora. Y tanto, porque las hermanas, tras culpar a la jerarquía eclesiástica de estorbarles la compraventa del monasterio de Orduña, han tomado la decisión drástica, inducidas -¿o no?- por terceros, de abandonar la Iglesia Católica para someterse a la tutela y jurisdicción de la Pía Unión Sancti Pauli Apostoli, simulacro de iglesia preconciliar, de cuño personalísimo, organizada en torno a un personaje que se proclama obispo sin serlo.

No deja de ser curioso, o chocante, que las clarisas de Belorado, y las de Orduña, hayan recorrido en su empeño rupturista el camino inverso al que anduvo en su día San Francisco, santo de cabecera de la orden desde que santa Clara siguiera su ejemplo. Mientras San Francisco viajó a Roma, entonces un villorrio sin acentos renacentistas ni galanuras barrocas, para buscar que el Papa Inocencio III aprobase su regla de vida mendicante, nuestras monjas clarisas, ocho siglos y pico después, se olvidan de aquel empeño y vuelven sus pasos sobre los del santo con el propósito expreso de romper la comunión con la Iglesia católica, apostólica y romana. Ni reglas ni arreglos.

En este camino tortuoso del cisma se atisban, además, según dije al principio, intereses -o preocupaciones económicas, si se prefiere- que ponen en solfa aquel espíritu de pobreza que anhelaban tanto San Francisco como Santa Clara. No quiero imaginar que hubieran pensado ellos de las disputas de las hermanas en torno a asuntos tan mundanos como la propiedad de algunos bienes raíces. Probablemente hubiesen sufrido un soponcio, o una apoplejía, o un jamacuco, o un parraque por el estilo. Ha llovido mucho desde que il Poverello d’Assisi, fundase su orden en la porziuncola sobre una iglesita de reducidísimas dimensiones y arquitectura más que humilde. Un poquitín menos desde que Santa Clara se recluyera en San Damiano, convento prestado que distaba mucho, pero mucho mucho, de resultar medianamente confortable. A ninguno de los dos les hizo falta declarar patrimonio para ganarse un sitio a la diestra del Padre; ambos murieron pobres, magros y en olor de santidad. Pero, en los tiempos que corren, ya no estilan aquellas alegrías medievales de la pobreza sin paliativos, con noches sobre jergón de paja, que allanaban el camino del Cielo.

jueves, 28 de marzo de 2024

El noviazgo de Ayuso: nitroglicerina política




A la política hay que procurar llevarse novios íntegros, porque, de lo contrario, a la mínima ocasión, el diablo los carga con nitroglicerina para que le estallen a uno en las narices. Para evitarse líos y disgustos, mejor echarse un ligue, tipo pibón o similar, que anidar en relaciones formales, porque la biografía de los novios, digo, resulta a menudo un compuesto inestable de esos que deflagran al primer encontronazo con unos adversarios a los que les sobra inquina para marchitar amores en flor. Los novios no traen cuenta; no rentan, que dirían los jóvenes de ahora. Puestos en la tesitura de honrar la decencia, a menudo salen rana por culpa de unos currículos que no cumplen con las reglas de ejemplaridad que exige la etiqueta pública de sus parejas. Y es que no siempre la baza a la que se entrega el corazón de un político se atiene al espíritu de aquella vieja máxima juliana que reza: “la mujer del César, además de ser honesta, debe parecerlo”. No hay más que echar un vistazo a la actualidad para darse cuenta de su vigencia. Isabel Díaz Ayuso, sin ir más lejos, ha probado en sus propias carnes, en los últimos días, los disgustos que ocasiona secundarse en lo privado de un partenaire cuya honestidad ha sido sometida a la prueba del algodón a raíz de una denuncia que lo acusa de haber cometido fraude fiscal.

El asunto está en los tribunales, y ya veremos cómo acaba la historia. De momento, hay que añadirle a cualquier conjetura sobre la comisión del delito el adjetivo de “presunta”. Pero con independencia del resultado procesal de este embrollo -pleitos tengas y los ganes, ironiza un refrán popular-, lo que me deja perplejo a la hora de buscarle tangentes al caso es el desahogo con el que algún miembro del Gobierno, la vicepresidenta primera para ser más exacto, ha decido -con el beneplácito de su jefe, se entiende- denunciar la conducta impropia de Alberto González Amador, novio de Isabel Díaz Ayuso, utilizando para ello medios de dudosa legalidad, como la filtración de informaciones relativas a su situación tributaria. Todo vale, al parecer, a la hora cumplir con el objetivo final de la denuncia, que no es otro sino atacar por el flanco a la lideresa top de la derecha; una lideresa correosa, imbatible hasta la fecha en las urnas, a la que la izquierda -y muy especialmente Pedro Sánchez- le tiene unas ganas a rabiar. Por esa razón, y siguiendo la tufarada de esa inquina, me da en la nariz que, de no haber sido Alberto González Amador el novio de la presidenta madrileña, los españolitos no sabríamos nada sobre los intríngulis del enredo y seguiríamos en la inopia, que es el lugar donde dormimos de ordinario cuando a nuestros políticos no les conviene aventar sus vergüenzas. O sea, que, visto el asunto sin enhebrarle la pasión de las siglas, la cosa del novio de marras, en su explosión mediática, tiene más de jauría humana, organizada con fines espurios desde las altas esferas del poder, que de otra cosa.

Lo cual, teniendo presente las dosis de mala leche que inundan el solar patrio, me lleva de nuevo a lo del principio: a la política es preferible llevarse novios íntegros de currículo aseado. O mejor, no llevárselos, que es la manera segura de evitar que los contrarios se afilen los colmillos con algún “presunto” rastrojado en el histórico de aquellos. Quien evita la ocasión evita el peligro, dice otro refrán popular que encapsula en siete palabras un tratado sobr
e la prudencia, pero todos sabemos que, cuando el corazón se enreda en pasiones, acaba tiñendo la realidad con los colores del deseo y, así, no hay forma de ponerse en lo peor para prevenir daños futuros. Luego, pasa lo que pasa, y no digo más.

viernes, 16 de febrero de 2024

Milagro con virguerías




Hace algún tiempo arriesgué el comentario de que Carles Puigdemont, pasando de president a fugado, se había convertido en un cadáver político. Está claro que no podría ganarme la vida como adivino. La realidad, a hechos probados, ha desmentido mis torpes augurios. Normal. El vaticinio olvidó tomar en cuenta que al frente de este vodevil que llamamos España estaría un tal Pedro Sánchez al que ningún accidente le arruina un buen enredo.

Hay que reconocer que Pedro Sánchez tiene un don; un ramalazo divino que ha conseguido devolverle la vida a Puigdemont y quitarle el tufo a cadaverina que se gastaba por las calles de Waterloo. De la noche a la mañana, no sólo lo puso a caminar, como hizo Cristo con Lázaro, si no que además, para adornar su milagro con virguerías, lo convirtió en el prota indiscutible del salseo político nacional. Pero no lo hizo por amor al prójimo, ni por tirarse el pliego de mesías ante el mundo mundial. En realidad, Sánchez necesitaba a Puigdemont vivito y coleando para que le concediese los siete votos que necesitaba a fin de garantizarse una presidencia del gobierno que la aritmética parlamentaria le había puesto al filo de lo imposible.

Pero, como hay gentes de muy mal conformar, el reviniente, apenas recobró el pulso civil y la palabra, le salió a Sánchez altanero y pedigüeño: no sólo exigió su rehabilitación plena y que lo pusieran bajo palio, sino que pretendió entonces, y sigue pretendiendo ahora, alcanzar los maximalismos que la realidad le negó antes de su deceso político. Ni que decir tiene que esas pretensiones no atienden a pudores legislativos ni judiciales, lo cual pone a nuestro presidente del gobierno en una tesitura difícil, porque para seguir en el poder, desarrollando su particularísimo proyecto político, está obligado a cavilar cómo forzar los límites de la Constitución al objeto de encajar en la misma algunas intransigencias, como la dichosa amnistía, que hasta hace dos días no entraban ni a la de tres en nuestro ordenamiento jurídico.

Por cosas de esta índole, el acuerdo de legislatura que suscribieron ambos, haciendo de la necesidad virtud, ha derivado, a la corta, en una relación tóxica que sigue el espíritu y la letra de la copla: ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio... O sea, que, tanto el uno como el otro, se ven obligados a sobrellevar de mala gana la carga de su mutua dependencia. Y es que en el pecado les sube la penitencia. Pedro Sánchez, tendrá que seguir comulgando con ruedas de molino si quiere mantenerse en el poder a expensas de los siete votos que le ofrece Puigdemont como pago a sus demandas, mientras este, por su parte, sufrirá de vértigos cada vez que quiera darle la vuelta a un imposible por temor a que su resucitador, harto de exigencias y mohines, decida romper relaciones y privarlo del aliento que lo mantiene en el candelero.

De momento, nuestro independentista de cabecera va ganando la partida a juzgar por las ocasiones en las que Pedro Sánchez ha renegado de sus propias negativas anteriores –donde dije digo, digo Diego- con el propósito de facilitar una entente. Es probable, incluso, que, después de las elecciones gallegas, consiga la tan ansiada amnistía. Pero no puede arriesgarse a dar un paso en falso. Peligro. Al fin y al cabo, Puigdemont ya ha probado en Waterloo qué solos se quedan los muertos, y sabe, que, si cambian las tornas, podría volver a vestir la mortaja de sus peores días.

jueves, 26 de octubre de 2023

Vita da spensierato

 

Yo desconecto. Tenemos un mes por delante que va a ser un horror. He puesto el despertador para el 27 de noviembre. Mientras tanto, a seguir el ejemplo del oso pardo: breve período de hibernación, aunque estemos fuera de época. Pero, ahora que lo pienso, mejor me olvido de esa ocurrencia, que lo de los plantígrados te resta días de vida a lo tonto y resulta aburridísimo. Recurro al plan B; o sea, el de darse a la vida alegre. “Marcha, marcha”, que decía el entrañable y efervescente Julien, rey de los lémures en la película “Madagascar”.

Lo dicho, que desconecto y me abono al carpe diem. De entrada, necesito un relax para ir abriendo boca. Me noto tenso. Hay un sitio en Madrid, donde la gente se relaja lanzando hachas –franciscas o similares- contra una diana puesta a diez metros. Juro que es cierto. No es mal plan, sobre todo si tenemos en cuenta que ese ejercicio nos permite, además de liberar adrenalina por un tubo, aprender el oficio de bárbaro; lo que podría resultar de utilidad el día de mañana en caso de tener que ocupar la vida asaltando monasterios en Northumbria. Ahí lo dejo. Luego, una vez relajado, me gustaría inaugurar mi nuevo estilo de vida embolingándome en cualquier antro con un par de ginebras de garrafón, o dándome a la fiesta y al noctambuleo errático entre locales de moda y tugurios de mala muerte, o escogiendo algo más fino a gusto del tercio lunar de mi espíritu, como cursar visita a cualquier museo o entrar de puntillas en una sala de cine. Por cierto, hablando del séptimo arte, han estrenado película Woody Allen y Martin Scorsese (por ese orden), Ridley Scott está al caer con su “Napoleón” y Coppola (padre) nos promete “Metrópolis” para más adelante. Sólo falta Eastwood para redondear el geriátrico. Un quinteto de ancianos venerables que sigue haciendo cine a pesar de la edad. Eso sí que me pone.

Insisto, antes del 27 de noviembre, vita da spensierato. Y advierto: que nadie venga a importunar mis desahogos con noticias de la crónica parlamentaria. La advertencia va en serio. Háblenme de lo que quieran: arte, moda, urbanismo, alza de precios, cotilleos, geografía polar o austral, etología, marranadas.... Propónganme desafíos, aventuras o locuras, mándenme a paseo si lo prefieren, pero, por favor, el rollo de la política me lo dejan a un lado hasta que se acabe el vodevil de la investidura. No tengo cuerpo para esa jota. Menudo tostón. Cuando finalmente proponente y demás tropa tengan todo firmado y rubricado, que me avisen del resultado enviándome un mapa de cómo queda el país y una brújula para orientarme. Yo, mientras tanto, a buscarme distracciones con las que darme un gustazo.

domingo, 24 de septiembre de 2023

Acuerdos y desacuerdos tras la resaca electoral


El resultado de las elecciones ha dejado un panorama incierto. El PP ha ganado las elecciones con una victoria pírrica que no le consiente gobernar en solitario mientras que el PSOE, que soñaba con una remontada de última hora para llegar a la Moncloa, se encontró con que las urnas le otorgaron a la postre el papel de segundón. Ante ese panorama, con un vencedor justito al que no le llegan los votos para gobernar en solitario, y un PSOE que se encuentra dieciséis golpes bajo par, Pedro Sánchez podría haber aprovechado sus ciento veintidós escaños para hacerlos cotizar al alza en una negociación que, a cambio de posibilitar la investidura del candidato popular, introdujese en el programa político del futuro gobierno materias sensibles al alma socialdemócrata de sus votantes. Las virtudes de tal acuerdo serían evidentes: encontraría, con toda probabilidad, el respaldo de una muy amplia mayoría social y otorgaría estabilidad al futuro gobierno.

Esa podría haber sido una solución airosa y sensata a la aritmética electoral que nos han dejado las urnas. La alternativa, por contra, deja ver un camino que se adentra en terrenos difíciles y escabrosos en los que fallar un paso supondría poner al país en riesgo de fractura. Sin embargo, a Pedro Sánchez no le ha faltado ánimo para hacer valer una decisión personalísima y arriesgada que apuesta por la ruta más difícil: aquella de rechazar cualquier acuerdo con el PP para buscar apoyos a su propia candidatura. Desde luego, no se ha encomendado a la prudencia a la hora de cruzar su particular Rubicón a lomos de un “no es no” con el que espera ganarle la mano a su adversario. A fin de justificar tal decisión, viene deslizando la especie de que, con esta derecha carpetovetónica, tan cerrada en lo suyo, no se puede negociar ni la hora de patio. Lo curioso del caso es que, mientras exhibe una intransigencia reventona con su principal oponente alegando lo expuesto, no deja de pretender los votos de un partido tan de derechas como el PNV -que ya le ofreció su apoyo durante la recién vencida legislatura- o en exhibir sintonía en Europa, por ejemplo, con una política de raza como Giorgia Meloni, la cual, aparte de primera ministra italiana, es la máxima dirigente de un partido –Fratelli d’Italia- que tiene en su ADN trazas genéticas del fascismo de pura cepa. Dan qué pensar esas confianzas.

Teniendo en cuenta lo anterior, parece que, en este caso, la hostilidad de Pedro Sánchez hacia el PP no se debe principalmente a la imposibilidad de alcanzar un acuerdo –siquiera de mínimos- con esa fuerza política por razones ideológicas o programáticas, sino más bien a su interés personal por explorar soluciones que faciliten su propia investidura tras el previsible fracaso de la ronda de Santiago Feijoo. Echando números, la cosa, suma que te suma, después de buscar y rebuscar votos hasta debajo de las piedras, le sale por la mínima siempre y cuando logre contar con el apoyo unánime de una ristra de fuerzas políticas más larga que la lista de los reyes godos. Algunas de estas fuerzas, especialmente Junts per Catalunya, tienen un interés común declarado por finiquitar el Estado en su forma hodierna y no van a dejar pasar la oportunidad de exigir un precio muy alto a cambio de su apoyo. En el buzón de entrada de Ferraz ya figuran tanto la satisfacción de demandas que, hasta anteayer, según el propio Sánchez, no tenían encaje en el marco constitucional –la famosa amnistía- como la adopción, en un sentido favorable a los intereses de los demandantes, de soluciones valientes –supongo que también “imaginativas”- para redefinir el sujeto de soberanía al cual le incumbe decidir el destino de aquellas comunidades autónomas adjetivadas como “históricas” en nuestro ordenamiento jurídico. La deriva pactista de alto voltaje en la que se ha embarcado Sánchez, y en la que insiste a despecho de la opinión contraria de esa disidencia en la que milita una parte importante del socialismo histórico, podría interpretarse como un ejercicio de ambición personal desmedida, el golpe de timón de un político de moral líquida dispuesto a cualquier arreglo con tal de regalarse unas cuantas jornadas de gloria.

En cualquier caso, en pocos días se comenzarán a disipar las dudas sobre este asunto, dejándonos ver si, tras fallar la investidura del candidato propuesto por el monarca en primera instancia, Pedro Sánchez se muestra capaz de cuadrar el círculo de la suya. Pero, tal vez, la incógnita principal a despejar sea si la mayor parte de la ciudadanía española tomará como asumible el coste, todavía por detallar, de los pactos que suscriba el líder socialista con sus futuros socios. Difícil cuestión. Tal vez por eso, los pronósticos, incluso los más favorables, anuncian tiempos revueltos. Normal. Al fin y al cabo, vivimos una época de borrascas otoñales.