sábado, 10 de diciembre de 2022

Antes roto que sencillo

  

Pedro Sánchez ha señalado que una de las cosas por las que pasará a la Historia es por haber exhumado los huesos del dictador Francisco Franco. Tal cual; sin asomos de modestia. O sea, que ya se ve elegido por la musa Clío para ocupar un renglón notorio en el rollo donde se escribe el devenir humano. Tela, telita, tela. Ahora me explico los posados en el Falcon con camisa de blancura inmaculada, corbata oscura lloviznada de puntitos, gafas de sol con lentes polarizadas y gesto serio de estadista grande. Eran fotografías tomadas para la posteridad; un testimonio icónico de su paso por la Moncloa. A Pedro Sánchez lo inspira un afán trascendente que asoma la nariz en cuanto las endorfinas se le van de madre, lo cual viene a ocurrir cada dos por tres. Probablemente, fue durante uno de esos episodios espiritosos cuando se le ocurrió la idea de darse aires de figurón histórico protagonizando un documental que toma como argumento su papel al frente del gobierno. Como siga por esos derroteros, el día menos pensado se nos arranca a hablar de sí mismo en tercera persona, igual que el Julio César de Asterix. Tiempo al tiempo.

Y ya que hablamos de romanos, me viene en mente una costumbre que se estilaba en la ciudad del Tíber en tiempos de los Césares. Cuando un general victorioso celebraba un triunfo desfilando por las calles de la Ciudad Eterna, le ponían detrás un esclavo para que le fuese repitiendo durante el trayecto “Respice post te! Hominem te esse memento!” (“¡Mira tras de ti! ¡Recuerda que eres un hombre!”, según traducción de Google), frase que le recordaba las limitaciones de la naturaleza humana a fin de prevenirlo contra la soberbia. La cosa viene a cuento porque no me imagino yo a Pedro Sánchez dejándose amonestar por un subalterno con puntillitas de ese tenor. Él accedió a la presidencia con la intención de hacer valer sus ínfulas de mandamás y no parece que vaya a consentir que nadie le baje ese soufflé con pamplinas. Antes roto que sencillo. Para mí que, siendo todavía un niño, dejó seco de un zapatazo al pepito grillo que lo llamaba a la humildad, atentado que selló a las malas un destino en el que le decía adiós, adiós a cualquier filtro contra la arrogancia. Y de esos polvos, estos lodos. A la postre, el personaje nos ha salido todo vanidad, desde las plantas de los pies hasta la coronilla, llegando su engreimiento a tal punto que ya se vislumbra elevado a los altares de la eternidad por obra y gracia de una Historia que se rinde a sus encantos.

Sin embargo, ese presunción pincha en hueso. Nadie sabe lo que guardará el futuro del pasado. A lo peor, en virtud de sus méritos, podría ingresar en el panteón de hombres ilustres por su soberbia, como Tarquinio, lo cual tendría su gracia; pero hasta eso lo tiene difícil. Si algo enseña la Historia es que la mayor parte de los mortales dejamos un rastro efímero que el tiempo elimina sin mayor dificultad. Los cementerios están llenos de gentes cuya fama se fue diluyendo en las aguas hambronas de los siglos sin dejar para la posteridad otro recuerdo salvo un nombre sobre el mármol. También Pedro Sánchez, muy posiblemente, tendrá que pedir la vez para ocupar su puesto en la fila de los damnificados por mucho que le duela. Torres más altas han caído. Teniendo en cuenta lo mucho que pesa el olvido, me arriesgo a vaticinar que en cuatro generaciones, cinco a lo sumo, a nuestro presidente actual no lo conoce ni el tato. Y no le va a librar de ese destino el asunto menor de haber movido un revoltijo de huesos entre Cuelgamuros y Mingorrubio.

martes, 22 de noviembre de 2022

Escasita, sectaria y malencarada




Lo que más le pone a Irene Montero es vestirse de raspa desde por la mañana. El viernes pasado, con motivo de las primeras reducciones de penas por delitos sexuales producidas en aplicación de la nueva ley del “solo sí es sí”, la ministra, que no había previsto esa eventualidad, se tomó muy a mal lo sucedido y montó una tremendina de las suyas. Apareció en los medios como suele, más cabreada que una mona que diría un castizo, y no tuvo mejor ocurrencia en ese estado de enajenación transitoria que emprenderla contra los jueces. Que no entienden de qué va la cosa, dijo; que se dejan llevar en sus sentencias por una mentalidad machista que ensucia el espíritu de su ley; que deberían ser internados en un campo de reeducación para que aprendan cuales son los principios que han de regir la justicia en los tiempos que corren. Esto último no sé si lo dijo tal cual o se sobreentiende en el contexto de su diatriba. En cualquier caso, la frase podría pasar por verdadera dado que la ideología extremosa de nuestra ministra lleva de serie en el código genético la querencia a recluir en gulags a reticentes y heterodoxos.

Me parece a mí que Irene Montero paga con quien no debe la frustración de ver su ley haciendo aguas. El sentido común, que es una especie rara de ciencia infusa a la que nos confiamos la gente normal para evitar líos y salir de apuros, sugiere que, si una ley produce esperpentos jurídicos en su aplicación, lo más probable es que falle algo en el texto de la norma. Sentido común, ya digo, que en este caso se pone de parte de la opinión previa del Consejo General del Poder Judicial para el cual, a la vista del anteproyecto que le sometieron a examen en su día, la cosa estaba mal cuajada y podría derivar en las anomalías que hoy vemos. Eso no fue obstáculo para que la ministra, aun avisada de los peligros, decidiera seguir adelante con la ley de marras sin variar una coma. La verdad, Irene Montero tiene un carácter imposible. Pertenece a ese tipo de personas, devoradas por la soberbia, que no admiten que nadie les señale una falta y, menos aún, que les enmienden la plana. Ella es muy reinona en lo suyo y, puesta a elegir, prefiere hacer caso omiso de las advertencias ajenas y fiarse solo de la camarilla que le da bola y le dice amén a todo. Así ha salido el invento.

En plena escandalera, lo que les pide el cuerpo a muchos es cargar las tintas contra Irene Montero. Normal. También a mí me viene esa tentación por oleadas. Me parece una ministra escasita, sectaria y malencarada a la que resulta fácil echarle las culpas de casi cualquier cosa. Sin llegar a tanto, lo que no se le puede negar es un papel protagonista en el follón que nos ocupa; protagonismo que comparte al alimón, o casi, con quien, teniendo el mando, le otorgó su confianza y puso a su disposición un ministerio en dónde realizar ensayos de demiurgia. Me refiero a Pedro Sánchez, claro. Fue él quien la nombró ministra y a él le toca ahora, en consecuencia, tomar cartas en el asunto y disponer lo necesario para corregir las deficiencias de una ley que ha producido salpullidos al tocar tierra. Dijo Giulio Andreotti en cierta ocasión -o se dice que lo dijo- aquello de “gobernar no consiste en solucionar problemas, sino en hacer callar a los que los provocan”. Pedro Sánchez haría bien en darle dos vueltas largas a esa sentencia. Lo digo porque en su gobierno abundan los ministros que le tienen cogido el gusto a liarla parda. La que más, Irene Montero, que ya arrastra piedras en su currículum como para hundir el crédito de cualquiera. Y es que ella misma, con toda su mismidad rota a hervir, es una fuente inagotable de problemas y discordias. Justo por eso, porque resta más que suma en un gobierno necesitado de aciertos, se ha ganado a pulso que su superior, siguiendo la máxima de Andreotti, la haga callar poniéndole el cese por delante. Y, sin embargo, ahí sigue en su puesto. Ver para creer.

viernes, 28 de octubre de 2022

Se vende voto. Razón aquí.



Pedro Sánchez se ha puesto estupendo y ha decidido regar el solar patrio con una lluvia de millones que tiene como objetivo fundamental limar asperezas con esa parte del paisanaje que antes lo tenía en buena estima y, ahora, en cambio, lo mira con recelo. Pedro Sánchez parece dispuesto a dejarse un potosí en el intento de recuperar el cariño -y donde digo cariño digo voto- de sus conciudadanos. La situación de partida se presenta chunga habida cuenta de que el presidente cotiza, ahorita mismo, a la baja. Eso dicen las encuestas, aunque el C.I.S., que se dedica en los últimos tiempos a enmendar a todo Cristo, diga justo lo contrario, o sea, que Pedro Sánchez cuenta con el favor incondicional de buena parte del país y que llegará sobrado a las próximas elecciones. José Félix Tezanos, en calidad de director del observatorio, se lo curra para hacer méritos ante el jefe supremo siguiendo a rajatabla aquella vieja fórmula acuñada por Bertrand du Guesclin: ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor. Lo mismo acierta sus pronósticos, quien sabe, aunque sea de chiripa. Por si acaso, nuestro presidente, que no se fía ni de su sombra -menos aún de un C.I.S. que se obliga a rendirle homenaje contra los vientos y las mareas de la opinión pública- ha pensado poner todos los recursos del Estado a su servicio a fin de que la próxima cita de los españoles con las urnas se resuelva a su favor. Un sujeto como él, tan pagado de sí mismo que se concibe en su fuero interno sin verbo ni predicado, no contempla la posibilidad de que una mayoría ciudadana pueda darle boleto a las primeras o a las segundas de cambio. Él, tan guapo-guapo, tan telegénico, tantán de todo, no valora otra opción salvo salir a hombros por la puerta grande de las Generales con una victoria holgada y dos orejas de regalo, como los toreros en las tardes de gloria.

El porrillo de asesores que hormiguean en los aledaños de la Moncloa, y en la Moncloa misma, trabaja afanosamente en maquinar de qué forma se le puede sacar mayor provecho al gasto con vistas a conseguir ese objetivo. Después de mucho discurrir y devanarse los sesos, que para eso les han puesto piso, han tirado por lo fácil para ponerse de acuerdo en dos sentadas largas. Acuerdo de máximos, se entiende; o sea, de dispendio a lo loco. Lo mejor, según ese gremio creciente de eventuales, es repartir el maná del presupuesto público a pellizquitos entre el común para tener comiendo de la mano, o casi, a una muchedumbre agradecida. El problema es que suma que te suma, de poco en poco, muchas veces, el resultado final de la cuenta asciende a una pasta gansa que deja las arcas pelonas. Un pastizal, que dicen ahora. Pero, bien mirado, ¿a quién le importa el dinero? Lo importante de verdad es que cale en la opinión pública la idea de que nos gobierna un líder providencial y providente dispuesto a restaurar el orden natural y justo de las cosas que una confabulación masónico-liberal ha puesto del revés. En ese plan, se pueden librar millones a tutiplén sin pasar por derrochones. Yo estoy por seguirles el rollo hasta el final para ver si puedo sacar tajada. El verme reducido a paganini de un jolgorio que nos va a dejar en pelotas y tiritando ha liquidado mis escrúpulos previos -juro que los tenía- a la vez que ha disparado la proyección de mi alter ego más pesetero y oportunista. Lo cual viene a significar que tengo un plan; en realidad, una propuesta. Ahí va: a cambio de un convoluto que me permita liquidar el pico largo de hipoteca que todavía tengo pendiente de pago, pongo mi voto a disposición de Pedro Sánchez. Tan mal como suena, sí señor, pero lo he cavilado a fondo. En cualquier otra circunstancia, quiero decir, con otro inquilino en la Moncloa, no me haría ilusiones de prosperar por esa vía, pero a Pedro le tengo confianza: ha demostrado que, a la hora de gastarse el capital ajeno, o sea, el nuestro, no hay tipo tan rumboso como él siempre que le pueda sacar algún provecho al desembolso. Y, ahí, justo ahí, es donde mi propuesta puede tocarle la fibra. Por cuatro perras chicas no creo que me niegue el trato.

Yo, por si acaso, dejo fijado el precio de mi voto: barato, barato. Si la cosa cuela, que ojalá sí, a más de uno se le van a caer los dientes de la envidia.

domingo, 3 de julio de 2022

Olivares dolidos de Jaén


Apenas deja uno atrás las quebradas de Despeñaperros y se interna en antiguas tierras de la morisma, los olivos dibujan sobre la piel de la tierra un paisaje a rayas que tiene mucho de industrioso y poco de campo bravío. En Jaén, se han pasado sus buenos siglos poniendo olivos a poco que hubiera suelo y trabajándolos, como aprendió cada cual de sus mayores, para obtener un fruto que, luego, a fuerza de prensa e hilando fino con alquimias de ritmo lento, da lugar a ese aceite virgen extra que se viste de verde y oro cuando lo embotellan. La memoria no da para echar cálculos del tiempo que llevan los naturales de por allí afanándose en esa tarea. Siglos enteritos y un buen pico, sin exagerar, incluyendo en la cuenta un cambio de era al que le pilló la cosa ya adelantada. Tanta labor, como no podía ser de otra manera, ha dejado su impronta en el paisaje, conformándolo según los patrones de una agricultura que pide escuadra y cartabón para tirar líneas; también en los olores, que le imponen al entorno fragancias no siempre delicadas; lo digo mayormente por el alpechín o jalima, claro, un residuo líquido de color negruzco, derivado del proceso de producción del aceite, que huele a pestes más que a rayos, sobre todo cuando aprieta el calor. 

Otra cosa tiene el olivo que no lo favorece: su mala sombra. Penita da verla. Y todo por culpa de una copa desmadejada que no acierta a cerrarle al sol las vías de las que se sirve para cumplir su aspiración de tocar suelo. De resultas, los rayos del astro rey se filtran a través de las hojas, como dardos, dejando flechado, igual que a un san Sebastián, a todo cristiano al que se le ocurra, que ya es ocurrencia, protegerse de la chicharrera bajo la arboladura de sus ramas. Le falta a la sombra del olivo, raquítica y despeluchada, lo que le sobra a la del castaño, o sea, unas apreturas que no le dejen resquicios al Lorenzo para andarse con juegos. Por ese motivo el castaño resulta un árbol muy propicio para combatir las calorinas estivales mientras el olivo se queda corto en esa misma tarea. No podemos pedirle al pobre imposibles. Ya resulta un milagro que soporte sus penas sin quebrarse, porque bajo la corteza le bulle un fondo de mucho tormento que lo lleva a retorcerse como un ángel caído. Esa es la razón por la que, cuando lo ponen a formar filas dentro de una hilera, crece echando los brazos al cielo con mucha desesperación y aullando un quejío silencioso, que, de tener voz, cantaría por martinetes o seguidillas. Su alma leñosa es toda ella un ovillo de nudos y escorzos que mezcla la savia con el reconcomio de soportar, año tras año, que le devuelvan los favores de su prodigalidad bajándole la carga a palos.

La cosa viene de antiguo porque el olivo, ahí donde lo vemos, es un árbol milenario cuyo origen, que sabemos antediluviano gracias al relato de Noé, no se ha visto libre de adornos literarios que dejan siempre en el tintero, queriendo o sin querer, cualquier mención al inicio de los maltratos. Allá por el siglo V a. C., en el Ática y aledaños se creía a pies juntillas, o eso daban a entender sus naturales a los forasteros, que el olivo lo había introducido en la región la mismísima Atenea, divinidad olímpica a la que le distinguían, entre otras cualidades, sus refrenos de puritana. El relato continuaba diciendo que los lugareños, por agradecerle a la diosa un regalo que les abría las puertas del comercio internacional y de la alta cocina mediterránea, decidieron proclamarla oficialmente su patrona así como ponerle al poblachón de calicanto y barro que habitaban el nombre de Atenas en su honor. Al menos eso dice la leyenda, a la cual, como al resto de fábulas y hablillas de la Grecia clásica, hay que concederle el crédito justo porque es bien sabido que los homeros y los hesíodos de antaño cargaban cualquier tontuna con tintes mitológicos para tirarse el pisto de poetas ante sus enemigos persas, ¿o no eran persas, todavía, sino una purrela de pueblos bárbaros?

En realidad, tanto da que da lo mismo que los tales fueran persas, tirios, troyanos o bárbaros del infierno porque, en Jaén, que es el epicentro por dónde comenzaron y siguen mis divagaciones, el común no se ocupa de movimientos de pueblos rayanos con la prehistoria ni se alarga contando milongas sobre diosas vestidas con peplum. Ya tienen bastante con ocuparse de lo suyo, principalmente del olivar, que es un bien inestimable al que hay que tratar con mucho arte arreándole las tundas justas a su debido tiempo para aliviarlo de peso y volverlo a su ser. Más de uno se ha dejado los lomos en esa tarea lo mismo que otros han sudado la gota gorda en el afán de agrandar el patrimonio olivarero poblando con un sinfín de plantones tanto las cuestas de los cerros como el fondo de los valles. El esfuerzo ha merecido la pena y gracias al olivo el espacio jienense -Despeñaperros abajo- viste hoy una piel verdeoliva que se extiende en todas direcciones otorgándole al paisaje hechuras de tierra próspera y amena.
 

domingo, 27 de marzo de 2022

La guerra bárbara de Putin




El cine bélico tiene su punto. Hay algo en el desarrollo de la acción que nos pone a mil: desembarcos a tumba abierta en playas ocupadas por enemigos, soldados reventados que te salpican con la vida recién perdida, duelos en las alturas entre aviones que se buscan la cola los unos a los otros, fuego artillero batiendo trincheras fangosas que son el preludio de la tumba... Un largo etcétera de episodios violentos que elevan nuestros niveles de adrenalina a la par que hacen menguar la provisión de palomitas. Lo bueno es que, una vez acabada la sesión, se encienden las luces de la sala rompiendo el hechizo de una realidad fingida y devolviéndonos a nuestra vida ordinaria sin un solo rasguño.

A veces, sin embargo, la guerra no es un episodio de hora y media en la pantalla sino la realidad palpable de muros abatidos y la perspectiva, más que probable, de dejarse el pellejo a la vuelta de cualquier esquina sobre un camastro de escombros y ferralla. Es el caso, sin ir más lejos, de Ucrania. Vaya tela. Apenas hemos dejado atrás la maldición del coronavirus cuando nos despertamos a una pesadilla en la que, de nuevo, el filo de la guadaña dibuja un arco mortal sobre nuestras cabezas. Por ahora, las violencias nos duelen en cuerpo ajeno, lo que no quita para que el triste espectáculo al que estamos asistiendo nos resulte igualmente brutal, desolador, inhumano y bárbaro. La guerra, tal como la vemos en los medios minuto a minuto es un ejercicio sin épica que somete las ciudades a un plano raso y convierte cada palmo de suelo en un cementerio improvisado para inocentes a los que la muerte les adelanta su hora.

Visto desde ese prisma, resulta lógico que nadie quiera la guerra. Ni los ucranianos, ni los rusos, ni nadie. Ni siquiera Putin, me digo. Y quiero confiarme a esa esperanza desde la presunción, no exenta de recelos, de que no estamos en presencia de un enajenado al que le ponga palote dejar las urbes reducidas a barbecho, si bien los casos de Kiev, Mariúpol o Járkov parecen demostrar lo contrario. Con todo, sigo concediendo a regañadientes que Putin no es un lunático metido a cafre ni un cafre desahogándose en la piel de un lunático. ¿Entonces? ¿Cómo explicar la exhibición de músculo y vesania con la que ha decidido castigar a sus vecinos? En mi opinión, la razón principal de la conducta del presidente ruso estriba en que, siguiendo el hilo de un relato histórico forjado en la escribanía de un falsario, considera que "los rusos y los ucranianos son un solo pueblo, un todo único", lo que le otorga, según parece que entiende, derecho de enmienda sobre el statu quo actual a fin de volver a la situación de antaño, cuando los habitantes de los territorios que forman la hodierna Ucrania le besaban las puntillas de las enaguas a Catalina la Grande. Pero Putin, sobra decirlo, no puede mover las rayas que dibujan el marco de su país sobre el mapa sin faltar a la verdad histórica, ni retrotraer los fundamentos de la nación rusa hasta el medievo sin caer en lo mismo. Pero eso es justo lo que pretende, lo cual me lleva a la siguiente reflexión: no hay nada más peligroso que un nacionalista acérrimo reclamando fronteras en virtud del cuadro dibujado por un pretérito perfecto que siempre juega a su favor. Llevado de su intransigencia, y poniendo siempre por delante el bien supremo de la patria, considerará lícito dejar a un lado cualquier tipo de escrúpulo moral para confiarse a la tarea de eliminar a todo aquel que se obstine en estorbar su proyecto sacrosanto.

Putin pertenece a esa ralea de gente y supone un inmenso peligro porque le suma a una ideología, ya de por sí perniciosa, la posesión de un arsenal nuclear con el que podría, puesto a las bravas, desencadenar un holocausto de proporciones bíblicas que convertiría la tierra en una yincana para las cucarachas. La historia del siglo XX nos advierte contra tipos de su misma catadura; todos ellos dejaron una estela de destrucción y muerte a su paso. De momento, él, por cumplir el expediente que lo acredite en el gremio, ha desatado todas las furias sobre Ucrania a fin de rendirla a la fuerza y dejarla a su merced. Luego, una vez logrado su objetivo, ¿quién sabe? Todo indica que tiene hambre de más y que, si le damos cancha, podría volver a las andadas en otra parte. Por eso resulta necesario encontrar el modo de detenerlo sin pasar a mayores y sin dejar a Ucrania abandonada a su suerte. Difícil ejercicio de ponderación que nos obliga tanto a probar sus límites políticos y morales como a valorar la firmeza de nuestra unidad y nuestros principios. La cosa pinta fea; de aquí a dos días, si fallamos en el cálculo de los riesgos, podríamos vernos inmersos en una guerra total. Como suena. Y, mientras tanto, Putin, a su bola, sigue enviando nuevos peticionarios de asilo a las puertas mismas del más allá sin respetar civiles ni distinguir entre mayores y niños.