sábado, 27 de marzo de 2021

Lady Columbia y el abracadabra.

 


Isabel Díaz Ayuso y Pablo Iglesias se iban de cañas juntos. Lo reconoció él en televisión. Ella, presente en el plató, no lo negó. O sea, que era verdad. Lo que pasó en aquellos alternes no ha dejado testigos, pero algo tuvo que pudrirse entre ambos porque, desde entonces, se la tienen jurada el uno al otro. Ahora, al cabo del tiempo, se tratan sólo lo que les exige el protocolo. Ella no pisa Galapagar y él, a fin de no encontrársela, se deja ver lo justo por Chamberí. A los mítines van por separado; o sea, cada uno al suyo.

A la vuelta de los años, sin embargo, el destino los pone de nuevo frente a frente. El motivo: la convocatoria de elecciones a la Comunidad de Madrid. Isabel Díaz Ayuso, presidenta actual del lío, no ha perdido la ocasión de marcarle el terreno a su antiguo compañero de barra. Se ha echado al ruedo en plan “Lady Columbia” proponiendo eslóganes del tipo “comunismo o libertad” con el que no se sabe muy bien si pretende iniciar una guerra fría o, simplemente, sulibeyar a los suyos con pachulis ideológicos. En cualquier caso, y aquí está la gracia, la artimaña le sirve para despejarse el panorama de rivales dejando la cosa reducida a un binomio en el que ella se reserva la parte fetén –defensora firme de los valores democráticos– mientras le atribuye a Pablo, que se dejó caer por lo autonómico a la vuelta de la vicepresidencia, el papel más deslucido de malote; o sea, de comunista liberticida.

Las encuestas dicen que la estrategia le funciona. Los pterodáctilos -¿o eran gaviotas?– del partido azul remontan el vuelo en Madrid camino de una mayoría holgada. Ella, cada vez más lideresa, se gusta en el papel y se prodiga en los medios, aunque su oratoria fluye espesota y se traba a menudo con silencios que buscan palabras en la punta de la lengua. Pero, bien mirado, ¿a quién le importa la oratoria? Ella ha encontrado un abracadabra facilón y pegadizo –“comunismo o libertad”– que vale por tres cicerones en vena. Repitiéndolo a menudo, y echando por delante para dar susto a Pablo Iglesias, tipo sobrado al que le pone ir de chungo y tildar de fascista a todo aquel que no le sigue la milonga, tiene más de media campaña en el bolsillo. Las encuestan, insisto, le dan la victoria en los comicios. Pero, todavía queda mucho porompompero, que, hasta el cuatro de mayo, el diablo no carga las urnas.

sábado, 13 de marzo de 2021

Irene Montero y las manifas del 8M.

 


Irene Montero aparece casi siempre enfurruñada, salvo cuando le toca sesión de flashes en el Vanity Fair, que entonces pone caritas de buen rollo. Pero lo normal es verla más cabreada que una mona, sobre todo si ejerce de lideresa de las confluencias. En ese caso se viste de raspa desde por la mañana. De todas formas, hay que reconocer que le va de lujo con esa pose. Hasta puede permitirse vivir a cuerpo de rey, que es su forma republicana de coronarse por el morro.

A comienzos de semana, tuvimos la última muestra del malaje que se gasta a cuenta de la prohibición, por parte del delegado del Gobierno en Madrid, de celebrar manifestaciones en el día de la mujer. La ministra se tomó mal el veto, o malamente que dicen ahora, y salió a los medios hecha una furia para quejarse de la criminalización del movimiento feminista. Hace ahora un año más o menos, nos iniciábamos en el camino de un apocalipsis rebajado a base de confinamientos. Hay fechas que dan qué pensar. A Irene Montero, la del 8-M, debería darle, incluso, para hacer una penitencia en toda regla por la parte que le toca en lo que vino luego. Pero nanay de la china. La ministra que llamó a tomar la calle en aquella jornada infausta ha repetido su papelón de entonces, a la vuelta de cien mil muertos y pico, para seguir alentando nuevas marchas y concentraciones. No aprende, la pobre. Le tiene vicio a las manifas -a lo mejorlo suyo es genético-, y eso le va a costar cualquier día el disgusto de compartir la calle con negacionistas que le suscribirán aquello de “mata más el machismo que el virus”. Al tiempo.

Para mí que la ministra ha metido el cuezo con su intervención. En la forma y en el fondo; o sea, en todo. Prohibir las manifestaciones -¡ojo al dato: sólo las manifestaciones!– no es una agresión contra la mujer por parte de un heteropatriarcado receloso y coercitivo. Parece, simple y llanamente, una decisión prudente habida cuenta de que todavía tenemos al patógeno de marras apatrullando la ciudad. Sin embargo, Irene Montero ha querido convertir ese revés circunstancial en un melodrama con tintes sexistas, lo que ya son ganas de sacar los pies del tiesto. Para los demás, en cambio, el verdadero melodrama es que un virus tenga a todo hijo de vecino viviendo a medio gas desde hace un año o que la pandemia haya enviado a miles de los nuestros a criar malvas en los camposantos. Por esa razón, tengo yo el feeling de que, esta vez, la enorme mayoría de mujeres preferían, puestas en la tesitura de elegir, andarse con mucho tiento y dejar los folklores para otro rato. Pero Irene Montero está en otro rollo. Ella es muy de militancia y eso; o sea, que tiene la cabeza llena de eslóganes que dejan poco sitio para el desarrollo de ideas cabales.

            En cualquier otro país –serio, se entiende–, nuestra Irene hubiera tenido poco margen para sus lucimientos; muy probablemente, ni siquiera hubiera llegado al cargo. Pero ella vive en un país peculiar y forma parte de un gobierno distópico, más peculiar aún, en el que cualquiera de sus miembros puede salir al ruedo a montárselo de verso libre. Ella es de las que más se prodiga en esos tercios, y lo hace siempre fingiendo mosqueos. Se ve que, para darse vuelo, y limpiar de paso el estigma de acudir al Consejo de Ministros en calidad de “señora de”, necesita adoptar la pose de la quinceañera contestataria empeñada en reivindicar con mucha escandalera lo que le sale del higo. Hemos tenido mala suerte. De todas las mujeres ministrables –las hay a cientos, preparadísimas–, nos tuvo que tocar una de luces cortas y malencarada. Mejor no pregunten cómo llegó ahí.