martes, 7 de diciembre de 2021

Darle al mambo, como los bonobos


             

La mayor parte de los mamíferos tienen cola, eso salta a la vista. También nosotros, como miembros de esa gran familia, la tuvimos antaño, aunque a día de hoy sólo nos queda de ella un triste recuerdo, el coxis, que sirve para bien poco. Un nuevo estudio científico, recién publicado en la revista BioRXiv, afirma que los homínidos -humanos, gorilas, orangutanes, chimpancés y bonomos- perdimos la extremidad posterior de forma repentina hace 25 millones de años por culpa de una mutación genética. Al parecer, a inicios del Mesozoico, la coincidencia de dos fragmentos del ADN, llamados transposones, formó un bucle que impidió procesar la proteína encargada de estirar la cola hasta donde señala el buen gusto, y, así, de la noche a la mañana, nos vimos privados de ella para siempre.

Fue una faena en toda regla. La cola era el elemento que nos permitía andar bien seguros por las ramas de los árboles para gozar a capricho de los placeres frutales. A partir del momento en el que los transposones nos dejaron el trasero raso, todo fue de mal en peor. Por ahí nos vino la perdición. Tuvimos que echar pie a tierra y nos vimos forzados a comer tubérculos, bayas y raíces duras, así como a inaugurar el bipedismo -¡qué incordio!-, y a tallar cantos de cuarcita para fabricar armas con las que defendernos de los depredadores que acechaban a ras de suelo. Para remate, el descubrimiento de las herramientas líticas nos abrió la posibilidad de partirle la crisma al vecino cuando traspasaba la raya imaginaria de nuestra santa paciencia. Fue así como caímos en la tentación de la violencia, la cual, recién encontró un resquicio por donde colarse, nos llenó las venas de una furia altamente inflamable que nos puso en el camino de una evolución fatal: de las primeras masacres y de las degollinas medievales al horror atómico y al conflicto de Vietnam, con su olor a napalm. Destrucción, estragos, crímenes, pillajes, desolación...; cainismo en estado puro y sin paliativos.

No es que estuviéramos abocados a perder la cabeza desde el principio. Hubo otras posibilidades merecedoras de mejor suerte. Podríamos haber escogido, por ejemplo, la alternativa de los bonobos –nuestros primos hermanos en el proceso de hominización- que se especializaron en resolver sus conflictos sociales dándole al mambo cosa fina. Los bonobos perdieron la cola al tiempo que nosotros, pero mitigaron la pérdida organizando un eroticón en el que todos se rozaban con todos para darse gustito y consolarse mutuamente. Así, claro, se aliviaban las tensiones entre los individuos y no había un dios al que le quedasen después ganas de liarse a hostias con el prójimo. Pero nosotros -los humanos, digo-, preferimos optar por la vía de una civilización que puso sus cimientos sobre la fosfatina de todos aquellos que fueron pasto de masacres, exterminios y carnicerías.

Urge corregir esa deriva histórica para volver al amparo de unos árboles que eran nuestra gloria bendita. La cosa, a mi entender, pasa por recuperar el apéndice que perdimos antaño y que nos facultaba para realizar acrobacias entre las ramas a despecho del vértigo. Ya sin cola, quisimos convencernos de que éramos la especie elegida porque el cerebro se nos fue de madre, pero, con todo, siempre nos quedó la propensión a mirar al suelo desde lo alto. ¿Quién no ha fantaseado de niño con tener una casa entre los árboles? Todos, en el fondo de nuestro acervo genético, tenemos todavía algo de arborícolas y, por eso, al que más y al que menos, le han venido alguna vez ganas de tarzanear entre los brazos de una encina o ha sentido la necesidad de curarse un berrinche escondido entre la fronda de un castaño. Nuestra querencia natural siempre apunta tronco arriba. Por esa razón, a fin de recuperar el Paraíso arbóreo que nos llama desde el fondo recóndito de nuestra condición ancestral, tenemos que idear lo imposible por echar de nuevo la cola que nos garantizaba su disfrute. Los avances genéticos podrían ayudarnos en esa tarea. Se me ocurre ahora, según escribo, que tal vez el hombre se ha dotado de ciencia justo para darse la oportunidad de recuperar la dichosa extremidad al cabo de los milenios. A lo mejor, no todo está perdido y cabe apañar algún remedio dándole dos vueltas a la trama del genoma. Es sólo cuestión de proponérselo, tirar de ganas y echarse un ratito largo en el laboratorio.

viernes, 15 de octubre de 2021

Rebatiña de civilizaciones

 



Lepanto es un golfo griego, estrecho y largo, en cuyas aguas tuvo lugar una batalla famosa que dejó una pila de muertos -unos ahogados; otros no-, un manco ilustre y un fondo marino sembrado de pecios. Traigo el argumento a estas líneas porque, este año, se cumple el 450 aniversario de la cosa, y VOX, que siempre anda a la búsqueda de efemérides con las que regalarse una alegría, ha presentado en el Congreso, aprovechando la ocasión, una propuesta para que el gobierno impulse una batería de medidas que se fijan como meta dar pábulo al conocimiento de aquel hito histórico.

A los Abascales & Cia se les pone cuerpo de jota rememorando aquella “victoria cristiana sobre el Islam” que mandó a miles de hijos de Mahoma a servir como pasto de los marrajos. Ellos se sienten los herederos legítimos de los vencedores y, por eso, buscan seguir zumbándole la badana, aunque sea en el terreno simbólico o ideológico, a cualquiera que asome la calva con un Corán en la mano. Rodríguez Zapatero propuso en su día aquello de la alianza de Civilizaciones, que era un ingenio retórico de vuelo corto, pero animado, al menos, de buenas intenciones. VOX le ha dado la vuelta a la idea y nos propone la rebatiña de civilizaciones, una especie de reverso de la fuerza que nos anima, como españoles, a mirar con inquina a quienes rezan mirando a la Meca. Lo cual explica, ahora que caigo, la actitud beligerante que adopta ese partido en la ciudad de Ceuta contra aquellas formaciones políticas que se muestran sensibles o proclives a las demandas de la comunidad musulmana. Todo se trata de dejarles bien clarito que los musulmanes viven de prestado en tierra hostil y que, en el solar patrio, los españoles de ley –siempre cristianos- se las han tenido tiesas con la morisma desde tiempos de don Pelayo.


VOX no concibe que un español se declare musulmán. “Español” y “musulmán”, en el diccionario con el que se manejan los dirigentes y simpatizantes del partido verde, son términos antitéticos, algo así como electrones que se repelen por naturaleza. VOX se incardina en una tradición decimonónica que defiende la esencia católica del alma nacional. Y de esa burra no se apean por más que les digan. Menos mal que la Constitución le cortó las puntas al viejo relato esencialista y le negó al nacionalcatolicismo militante, todavía en boga, el derecho de veto a la hora de repartir títulos de españolidad; lo cual, al parecer, tiene a muchos enervados porque, a fin de cuentas, no se hizo una reconquista de ocho siglos para acabar hermanándose con los antiguos enemigos. Es evidente que existe todavía un amplio sector de población que ve con malos ojos, por ejemplo, que una musulmana como Fátima Hamed, abogada y diputada regional ceutí, se tenga por tan española -españolísima, diría yo- como el que más, incluido el propio Santiago Abascal; faltaría.

Las reflexiones que preceden venían a renglón seguido de lo de Lepanto, batalla naval del siglo XVI que a VOX le pone mucho. Quiere esa formación política, vuelvo a decir retomando el hilo por el inicio, que el estado se gaste un potosí en celebrar aquella victoria como dios manda, y, además, que la más alta ocasión que vieron los siglos, como la calificó Cervantes, no se quede sin comentario laudatorio en los libros escolares. El señor Abascal siempre anda quejoso porque, en su opinión, no se estudia en los colegios la Historia de España con el suficiente empeño. Tiene razón. No hay más que escucharle para caer en la cuenta del déficit que arrastramos en la materia. Yo me atrevo a proponerle que, a fin de salir del bache y dar ejemplo, se aplique un trago largo de su propia medicina; o sea, menos política y más Historia, no ya de España, que es un cachito que se queda cojo a solas, sino de la única verdadera: la Historia Universal. Nos evitaríamos vergüenzas como la del sábado pasado cuando, durante el transcurso de un acto organizado en Ifema, en Madrid, nuestro líder ultra hizo gala de lo que ignora, llegando a atribuir la obra de la conquista de América nada menos que a la nación española. Con dos cojones. Sobra decir que, en el siglo XVI, la “nación española”, tal como la concebimos ahora, ni siquiera estaba en ciernes. Pero eso él no lo sabe. Pena, penita, pena de hombre. Lo dicho: menos política y más Historia.

Contra lo que pudiera suponerse, los excesos retóricos del señor Abascal no son fruto de un arrebato ni de los delirios causados por una mala fiebre, sino el resultado de chutarse en vena una sobredosis de ese nuevo nacionalismo, un revival de morriones y picas, que no siente el menor sonrojo en proclamar como palabra de Dios las revueltas de un discurso rancio superado desde hace años por la historiografía. El caso americano, por seguir sobre lo mismo, resulta paradigmático de cómo se abre una brecha entre el conocimiento riguroso del pasado y la gestión que hace del mismo el nacionalismo a la hora de articular sus relatos identitarios. Tiene razón el historiador Pérez Vejo cuando señala que la memoria colectiva española ha reducido la presencia de España en América a una historia de descubridores y conquistadores. Para muestra el botón de VOX, que se empeña en blanquear los sepulcros de las glorias imperiales y misioneras sin conceder valor alguno al mundo indígena, que no fue otra cosa, tal como se ve desde el prisma de la formación ultra, sino la arcilla sobre la que los españoles dejamos la impronta de nuestro genio. Esas ínfulas de superioridad, que denuncian la existencia soterraña de alguna frustración adolescente, explican la soberbia con la que el señor Abascal se ha permitido dirigirse a Méjico, estado soberano desde 1821, para exigirle en términos conminatorios la limpieza de la tumba de Hernán Cortés. ¡Ole, ole y olé! Que se advierta que la madre patria todavía mea donde se le antoja. ¡Ojo al parche! Se perfila el duelo del siglo. López Obrador ya encontró su par en la otra orilla del charco: se llama Santiago Abascal, viste chupa de militroncho y no suma un sólo voto templando aguas.

martes, 28 de septiembre de 2021

El weekend de Puigdemont en Cerdeña




El viernes, la prensa abría con una noticia de impacto en portada: la detención de Puigdemont en Cerdeña. No hubo periódico, ni telediario que se sustrajera al tirón mediático del suceso. Tanto así, que el asunto, incluso, dejó en un segundo plano las evoluciones del volcán de Cumbre Vieja, en La Palma, el cual, tirando de lava y fumarolas, seguía sembrando la destrucción a ritmo lento de tortura. Pero el protagonismo, digo, se lo llevó de largo, muy a su pesar, el expresidente de la Generalidad.

La detención se produjo en Alghero, ciudad costera de la isla de Cerdeña, llamada coloquialmente la Balçaruneta en atención a que fue repoblada por catalanes tras expulsar de la misma, allá por el siglo XIV, a los genoveses. El apunte histórico y el sobrenombre de la ciudad ya nos dejan entrever que el destino cumple con la erótica imperialista que eleva el soufflé de todo nacionalista catalán. Puigdemont, como expresidente del maremágnum, no podía dejar de poner el pie en un lugar con tanto morbo; máxime cuando daba inicio en la plaza el Aplec international Adifolk, una especie de festival folclórico pancatalanista al que le sobran declaraciones políticas de alto voltaje. Y, si no, ojo a la afirmación que se vierte en la introducción del programa de festejos: “Cataluña es un país de siete millones y medio de habitantes situado en la Europa Mediterránea, que ha gozado de soberanía durante setecientos años y, a pesar de haberla perdido, ha mostrado siempre su voluntad de recuperarla”. Tres líneas escasas resultan suficientes para ponerle los pelos como escarpias a cualquier historiador que tenga un mínimo de luces. Pero a los organizadores de Adifolk, lo mismo que a Puigdemont, les importa poco la rigurosidad histórica porque ellos están a otro rollo, que es el de construir una identidad nacional que busca sus raíces antes en la seducción del mito que en el conocimiento del pasado.

Imagino que, a los italianos, en su mayoría, no les habrá hecho ni pizca de gracia que un prófugo, por muy expresidente que sea de lo que fuere, vaya a montarse una jarana, o un happening soberanista, en una isla del país. Porque de eso, y no de otra cosa, iba la fiesta. A las pruebas me remito: el programa de festejos, ya mencionado antes, dice a propósito de Alghero, que “con 43.831 habitantes, representa un 0.03% de los habitantes de los Países Catalanes”. ¿Perdón? Yo hubiera jurado que Alghero -l’Alguer en catalán- es una localidad italiana, y estoy por jurar ahora que, en el palacio del Quirinal, y en Montecitorio, no albergan dudas sobre ese extremo. Pero, al parecer, Puigdemont, y la troupe de Adifolk, tienen una idea distinta a la que rige en general. Si por ellos fuera, pondrían la ciudad, lo mismo que el resto de la isla, bajo la sombra de la senyera. En ese propósito, parecen contar con el beneplácito del alcalde del lugar, Mario Conoci, que es otro que comulga con ruedas de molino y se permite algunas licencias poéticas de difícil valoración. «Dopo tutto, Alghero è un pezzo di Catalogna», ha declarado a los medios con motivo de la celebración del festival de marras. Pues nada, signore sindaco, como guste vuecencia.

La detención de Puigdemont, de momento, ha sido flor de un día. A las veinticuatro horas del arresto, el juez de turno decidió ponerlo en libertad a la espera de que el tribunal competente decida sobre su extradición a España. Pasado el susto, habrá podido asistir a la "Mostra de les diferents Federacions nacionals de cultura popular de Catalunya", o a cualquiera de los múltiples actos, de semejante coloratura, que se han celebrado entre el 24 y el 26 de septiembre en la localidad sarda. Yo no sé si lo de Puigdemont tiene o no recorrido judicial y, a decir la verdad, me importa un bledo. El personaje, visto tanto del derecho como del revés tiene pinta de mojama a efectos políticos. En cualquier caso, la liberación le ha procurado un soplo de vida pública y una excusa, que ni pintada, para proclamar ante los medios, a su salida de la cárcel de máxima seguridad de Bancali, que el estado español no pierde la ocasión de hacer el ridículo. Lo dice un fulano que, cuando vio la cosa cruda, tomó las de Villadiego y no tuvo mejor ocurrencia que elegir como punto de fuga la ciudad de Waterloo, que es un sitio, como todo el mundo sabe, donde los soñadores de imperios pierden las ínfulas a cañonazos. A eso se le llama tener ojo clínico. De seguir en esa deriva, yo le aconsejaría, si las cosas finalmente pintan bastos, que escoja la isla de Santa Elena como etapa final de su trayectoria. Es un destino recóndito y discreto donde los cadáveres políticos pueden jugar al cinquillo con el fantasma de Napoleón mientras dejan que los pudra el aburrimiento. No encontrará sitio mejor llegado el caso.

domingo, 20 de junio de 2021

El abrazo del Tarajal

El abrazo de Vergara es famoso, o lo era antaño, porque selló el final de una guerra que había dividido a los españoles por un tema de herencias al trono y de formas de entender la vida. Al cabo de dos siglos casi, la imagen de otro abrazo, este de ayer mismo como quien dice, ha logrado el efecto contrario, esto es, dividir el país en dos bandos: uno formado por aquellos que buscan en el gesto una intención reprobable; otro, mayoritario, integrado por los que no ven en el mismo nada digno de tacha. Los protagonistas del episodio –una veinteañera española, voluntaria de la Cruz Roja, y un joven senegalés recién llegado a nado a la playa del Tarajal, en Ceuta– no pretendían notoriedad, pero un objetivo indiscreto grabó el instante del encuentro y las imágenes de esa toma se hicieron virales apenas tocaron el umbral de la opinión pública. La chica se llama Luna; el chico, Abdou. No hacen falta más detalles para cuadrar el tema y que todo el mundo me siga el hilo.

El suceso, a decir la verdad, me había pasado desapercibido hasta hace poco porque vivo sin vivir en mí, empeñado en mover los mojones de Babia para traer la linde lo más cerca posible. O sea, que para cuando quise enterarme del caso, el argumento ya estaba pasado de moda y había dejado de formar parte de las conversaciones corrientes. De todas formas, decidí que me convenía ponerme al día sobre el lío para evitar que se me pudiera quedar cara de lelo si, por casualidad, el tema volvía a tocarse alguna otra vez en sociedad. A tal efecto, eché mano de prensa atrasada y busqué en Youtube la grabación del abrazo, que es, como quien dice, la madre del cordero. Ahora ya estoy al tanto de la polémica; lo suficiente, al menos, para apreciar, a toro pasado, que, de no haber mediado interferencias extrañas, la lectura de los hechos nunca habría derivado en una tremolina como la que nos ocupa: ¿qué problema hay en que una joven ofrezca un gesto de consuelo a un inmigrante desolado?

El problema, al parecer, es que hay gente que se empeña en mirar la realidad con anteojos de castigo. Por ahí, ya vamos caminito de entender de qué va el rollo. Y el rollo va, en sustancia, de que Abdou es un inmigrante senegalés, negro como el tizón, y, para más inri, musulmán. O sea, la tarjeta de presentación idónea para que la carcundia local afile sus pullas al objeto de poner a caldo al recién llegado. A Adbou, le han acusado, mayormente, de aprovechar el abrazo para alargar el roce hasta donde la honestidad pierde los papeles, o, por decirlo a la pata la llana, de ponerse sobón con su partenair. Entre los defensores de la teoría del magreo no sólo se cuenta la habitual canalla anónima que rebulle en las redes; también se ha sumado a la misma, motu proprio, gente de cierta fama; por ejemplo, un periodista de renombre, cuyas neuronas, de un tiempo a esta parte, se obstinan en ofrecer lo peor de sí mismas, o la cofundadora de cierto partido político que obtuvo carta de naturaleza durante un aquelarre. A ambos, en el caso concreto que nos ocupa, a falta de una miaja de ternura, les ha sobrado mala leche.

Si hablamos de Luna, también ella ha recibido lo suyo. Ha pagado el precio de asistir a un prójimo en apuros sin pedirle por anticipado que le mostrase algún título de ciudadanía con el que justificar su esfuerzo. Los mismos que cargaban contra Abdou en las redes sociales por tener las manos muy largas, se han cebado con ella acusándola de pretender levantarle al maromo ese apéndice de la moral que tiene vida propia a base de cariños y arrumacos. Los que tiran por esa vía, queriendo o sin querer, alimentan su inquina buscando tralla en el mito erótico, profundamente racista, de la dama sureña insatisfecha que, en el calor de la noche, acudía a las cuadras de las plantaciones de algodón, a hurtadillas de su marido, para entregarse al vicio con su esclavo mandingo, mejor dotado que el consorte. En ese plan, ya se puede hacer idea cualquiera del tenor de los comentarios que le han dedicado a nuestra cooperante en el mentidero virtual. Hay timbas, tugurios y prostíbulos de medio pelo donde la clientela se maneja con lenguajes más refinados. Sobra decir que la grabación del abrazo desmiente la patraña sobre las zalamerías de la joven, igual que pone en su sitio las mentiras sobre el comportamiento de Abdou, lo que me lleva a preguntarme qué tipo de mente, o demente socializado, echa el día inventando y divulgando tales infundios, y con qué propósito bastardo se afana en ese empeño. Hay que tener el alma muy fea para apelar a bajezas como tratar de buscona, o similar, a una joven que, por aliviar la desgracia de un semejante, obra como se entiende que debe hacerlo un cristiano de ley, o, simplemente, una buena persona. Probablemente, sus críticos habrían preferido que hubiera recibido a Abdou a tiros, o, por lo menos, arreándole un par de hostiazos recién puso la planta del pie sobre suelo patrio.

Llegando al final, sólo me resta manifestar mi estupor por el hecho de que un contubernio de maledicentes haya inyectado pornografía a una escena que, de cualquier otra forma, obviando sesgos febriles y malintencionados, pasaría por piadosa sin la menor objeción en cualquier reunión arcedianal, o, si se prefiere, por hacerle un guiño a las políticas de género tan al uso, en cualquier convento de monjas ursulinas. Esa tropa que digo es la misma que trata de mafioso a cualquier cooperante y que, puestos a elegir, prefiere, antes que destinar recursos en apoyo de los inmigrantes que llegan a nuestras fronteras, desayunarse con la noticia de pateras naufragadas en alta mar. Los hay que hacen votos para ingresar en el infierno de cabeza.

domingo, 2 de mayo de 2021

A la reina de Loft no le gustan los menas


Rocío Monasterio tiene ojos de garduña, sonrisa de monja chunga y un corazón de sílex al que sólo le arrancan chispitas los requiebros de su marido. Va por la vida construyendo lofts y sembrando la semilla del odio donde encuentra abono. No se corta a la hora de manifestar que no le gustan los menas. ¿Menas? La palabreja tiene su intríngulis. En realidad, se trata de un acrónimo, una especie de frankenstein lingüístico, que se usa para referirse a los menores extranjeros no acompañados. Los acrónimos, a veces, tienen su gracia y, otras, maldita la gracia. El que nos ocupa, es de estos últimos. Nació de las entrañas del odio con la intención de señalar como indeseables a esos niños y adolescentes que entran en el país sin tutela y sin papeles. Y, puestos a señalar, nadie lo hace con más ahínco ni convicción que Rocío Monasterio.


Rocío Monasterio ha puesto en la diana a esta chavalería a la que considera una plaga bíblica que viene del sur, como la langosta, a darse un festín por la patilla. Para colmo, dice ella, la marabunta juvenil no se conforma con dejarnos vacía la despensa, sino que, además, después de llenar el buche, se echa a las calles de nuestras ciudades para violar a cualquier mujer que se le ponga a tiro. Para mí que la reina de Loft se pasa tres pueblos diciendo estas cosas. Pero ella defiende las sinrazones de su inquina exhibiendo datos manipulados, o directamente inventados, que le amañan los coleguitas de su célula retro “born to hate”. Sin embargo, no todo lo deja en manos ajenas, que ella es muy creativa y añade de su cosecha lo que le parece oportuno para darle a la mentira otro vuelo.


Rocío Monasterio se declara católica, y reivindica con mucho énfasis las raíces cristianas de la cultura occidental. Pero cuando el papa Francisco llama a preocuparse por esos menores en situación de extrema vulnerabilidad que a ella le dan repelús, desatiende con desdén las palabras del pontífice y se lo monta de librepensadora con retintines. ¿A cuento de qué debe una mujer con criterio prestar oídos a semejante disparate? Ella, entra en el cupo de los que piensan que el espíritu santo sufrió una pájara el día que el cónclave eligió papa a un bolchevique. A la candidata de VOX no le gusta Francisco, lo mismo que no le gustan los menas ni los musulmanes. La cosa se explica porque la Monasterio profesa un cristianismo ceremonioso, aguerrido y doctrinario, en el peor sentido de la palabra, que tira tufo a carcundia y reniega del ejemplo del buen samaritano que Su Santidad, el ciudadano Bergoglio, propone como modelo de amor fraternal. 

 

La lideresa ultra, ya digo, ha dejado claro que no le gustan los menas. Si dependiera de ella, los desterraría al confín del mundo o a poblar un cráter en la cara oculta de la luna para que pudieran amojamarse allí, a escondidas, sin crearle mala conciencia a nadie. El problema es que hay gente muy picajosa en este país, y en el mundo, que siempre anda enredando con esa murga de los derechos humanos y que no le dejan hacer según su voluntad. Con mando en plaza, la reina de Loft dejaba el país limpio de ilegales. Las pateras, lo mismo que tocan tierra en nuestras costas, pueden enfilar proas a origen con el cargamento de vuelta. Ni embarazadas, ni menores, ni nada. A ella no la pillan por la parte sensiblera del asunto, que, habiendo nacido en Cuba, está curada de espantos. Por eso mismo lo tiene claro: el humanismo progre es un lujo que sólo ha servido en la historia para llenar de pinturas al fresco las paredes de las basílicas florentinas. 

lunes, 19 de abril de 2021

Vallecas, Villaconejos, Cubas de la Sagra o Mataelpino

Paracuellos de Jarama es un municipio madrileño, del que todos hemos oído hablar, que vigila desde un altozano el tráfico aéreo de Barajas. Le debe su fama, maldita fama, a que durante la Guerra Civil se organizó en su término municipal un matadero sin licencia. La semana pasada, en Vallecas, durante un acto organizado por VOX en una plaza del barrio, algunos simpatizantes de grupos contrarios a la formación ultra desfogaron el nervio gritando: “¡a por ellos, como en Paracuellos!”. Lo decían, claro, en referencia a los líderes y simpatizantes de VOX. O sea, que el personal que se dio cita en el lugar para montar un pollo “antifascista” se declaraba partidario, si no entendí mal, de repartir matariles a porrillo sobre sus contrincantes políticos. Lo flipo.

Yo no soy de mítines ni de manifestaciones; mucho menos de contramanifestaciones, que son las hermanas broncas de las primeras. Una cuestión de carácter, supongo. Pero, si alguna vez me da un flash y me dejo caer por algún cotarro del género, que nadie me venga con salvajadas porque me abro de la movida ipso facto. Lo tengo claro. Pero no todo el mundo es de mi parecer. A otros, les mola el follón y la camorra. Me refiero, visto lo visto en Vallecas, a esa izquierda extremosa y rayada que recurre al adoquín cuando los votos no le dan para sacar pecho y que entiende la lucha por la libertad como una especie de caza al fascista. Caza literal; en plan “La jauría humana” de Arthur Penn, con ensañamiento incluido. Lo difícil del caso, sería tratar de dilucidar qué entienden los miembros de esa peña por “fascista” –la mayor parte de ellos no ha visto uno ni de lejos–, o si el insulto tiene algún fundamento más allá del delirio histérico. Lo fácil, por el contrario, es comprobar la querencia que tienen por la violencia criminal como herramienta de lucha política y el empeño que ponen sus integrantes para lucir de borrocas a la mínima. Una cosa está clara; esta gente no le tiene cogido el punto a la democracia; le queda grande…muy grande.

Todo lo anterior me sirve de preámbulo para defender que VOX, lo mismito que el resto de fuerzas políticas, tiene derecho a montarse un mitin donde se le ponga –Vallecas, Villaconejos, Cubas de la Sagra o Mataelpino–, y a defender su programa, que es un rollo muy rancio, sin que nadie vaya a descalabrar por eso a ninguno de los suyos. La democracia tiene inconvenientes; uno de ellos es que hay que respetar a los adversarios políticos por mucho que nos toquen la moral. Pero esa lección no cuaja entre ciertos paisanos que prefieren, a la hora de la verdad, dejarse guiar por un pepito grillo revirado que les incita a sacar el cafre que llevan dentro. Lo vimos el otro día en Vallecas. Un espectáculo poco edificante. Dos rombos. Yo creo que los tipos malencarados que fueron a reventar el acto de VOX deberían, antes de intentar la siguiente, darse una calmatina y curarse el malaje a base de yoga en un chill out. Es un buen consejo. Mejor eso que andar por el mundo tocando a degüello. Sale a cuenta. Palabra. Gana uno en tranquilidad y en karma. Lo mismo hasta hace nuevos amigos en las antípodas.


sábado, 27 de marzo de 2021

Lady Columbia y el abracadabra.

 


Isabel Díaz Ayuso y Pablo Iglesias se iban de cañas juntos. Lo reconoció él en televisión. Ella, presente en el plató, no lo negó. O sea, que era verdad. Lo que pasó en aquellos alternes no ha dejado testigos, pero algo tuvo que pudrirse entre ambos porque, desde entonces, se la tienen jurada el uno al otro. Ahora, al cabo del tiempo, se tratan sólo lo que les exige el protocolo. Ella no pisa Galapagar y él, a fin de no encontrársela, se deja ver lo justo por Chamberí. A los mítines van por separado; o sea, cada uno al suyo.

A la vuelta de los años, sin embargo, el destino los pone de nuevo frente a frente. El motivo: la convocatoria de elecciones a la Comunidad de Madrid. Isabel Díaz Ayuso, presidenta actual del lío, no ha perdido la ocasión de marcarle el terreno a su antiguo compañero de barra. Se ha echado al ruedo en plan “Lady Columbia” proponiendo eslóganes del tipo “comunismo o libertad” con el que no se sabe muy bien si pretende iniciar una guerra fría o, simplemente, sulibeyar a los suyos con pachulis ideológicos. En cualquier caso, y aquí está la gracia, la artimaña le sirve para despejarse el panorama de rivales dejando la cosa reducida a un binomio en el que ella se reserva la parte fetén –defensora firme de los valores democráticos– mientras le atribuye a Pablo, que se dejó caer por lo autonómico a la vuelta de la vicepresidencia, el papel más deslucido de malote; o sea, de comunista liberticida.

Las encuestas dicen que la estrategia le funciona. Los pterodáctilos -¿o eran gaviotas?– del partido azul remontan el vuelo en Madrid camino de una mayoría holgada. Ella, cada vez más lideresa, se gusta en el papel y se prodiga en los medios, aunque su oratoria fluye espesota y se traba a menudo con silencios que buscan palabras en la punta de la lengua. Pero, bien mirado, ¿a quién le importa la oratoria? Ella ha encontrado un abracadabra facilón y pegadizo –“comunismo o libertad”– que vale por tres cicerones en vena. Repitiéndolo a menudo, y echando por delante para dar susto a Pablo Iglesias, tipo sobrado al que le pone ir de chungo y tildar de fascista a todo aquel que no le sigue la milonga, tiene más de media campaña en el bolsillo. Las encuestan, insisto, le dan la victoria en los comicios. Pero, todavía queda mucho porompompero, que, hasta el cuatro de mayo, el diablo no carga las urnas.

sábado, 13 de marzo de 2021

Irene Montero y las manifas del 8M.

 


Irene Montero aparece casi siempre enfurruñada, salvo cuando le toca sesión de flashes en el Vanity Fair, que entonces pone caritas de buen rollo. Pero lo normal es verla más cabreada que una mona, sobre todo si ejerce de lideresa de las confluencias. En ese caso se viste de raspa desde por la mañana. De todas formas, hay que reconocer que le va de lujo con esa pose. Hasta puede permitirse vivir a cuerpo de rey, que es su forma republicana de coronarse por el morro.

A comienzos de semana, tuvimos la última muestra del malaje que se gasta a cuenta de la prohibición, por parte del delegado del Gobierno en Madrid, de celebrar manifestaciones en el día de la mujer. La ministra se tomó mal el veto, o malamente que dicen ahora, y salió a los medios hecha una furia para quejarse de la criminalización del movimiento feminista. Hace ahora un año más o menos, nos iniciábamos en el camino de un apocalipsis rebajado a base de confinamientos. Hay fechas que dan qué pensar. A Irene Montero, la del 8-M, debería darle, incluso, para hacer una penitencia en toda regla por la parte que le toca en lo que vino luego. Pero nanay de la china. La ministra que llamó a tomar la calle en aquella jornada infausta ha repetido su papelón de entonces, a la vuelta de cien mil muertos y pico, para seguir alentando nuevas marchas y concentraciones. No aprende, la pobre. Le tiene vicio a las manifas -a lo mejorlo suyo es genético-, y eso le va a costar cualquier día el disgusto de compartir la calle con negacionistas que le suscribirán aquello de “mata más el machismo que el virus”. Al tiempo.

Para mí que la ministra ha metido el cuezo con su intervención. En la forma y en el fondo; o sea, en todo. Prohibir las manifestaciones -¡ojo al dato: sólo las manifestaciones!– no es una agresión contra la mujer por parte de un heteropatriarcado receloso y coercitivo. Parece, simple y llanamente, una decisión prudente habida cuenta de que todavía tenemos al patógeno de marras apatrullando la ciudad. Sin embargo, Irene Montero ha querido convertir ese revés circunstancial en un melodrama con tintes sexistas, lo que ya son ganas de sacar los pies del tiesto. Para los demás, en cambio, el verdadero melodrama es que un virus tenga a todo hijo de vecino viviendo a medio gas desde hace un año o que la pandemia haya enviado a miles de los nuestros a criar malvas en los camposantos. Por esa razón, tengo yo el feeling de que, esta vez, la enorme mayoría de mujeres preferían, puestas en la tesitura de elegir, andarse con mucho tiento y dejar los folklores para otro rato. Pero Irene Montero está en otro rollo. Ella es muy de militancia y eso; o sea, que tiene la cabeza llena de eslóganes que dejan poco sitio para el desarrollo de ideas cabales.

            En cualquier otro país –serio, se entiende–, nuestra Irene hubiera tenido poco margen para sus lucimientos; muy probablemente, ni siquiera hubiera llegado al cargo. Pero ella vive en un país peculiar y forma parte de un gobierno distópico, más peculiar aún, en el que cualquiera de sus miembros puede salir al ruedo a montárselo de verso libre. Ella es de las que más se prodiga en esos tercios, y lo hace siempre fingiendo mosqueos. Se ve que, para darse vuelo, y limpiar de paso el estigma de acudir al Consejo de Ministros en calidad de “señora de”, necesita adoptar la pose de la quinceañera contestataria empeñada en reivindicar con mucha escandalera lo que le sale del higo. Hemos tenido mala suerte. De todas las mujeres ministrables –las hay a cientos, preparadísimas–, nos tuvo que tocar una de luces cortas y malencarada. Mejor no pregunten cómo llegó ahí.


jueves, 11 de febrero de 2021

La cantinela del golpe de estado en Cataluña


Elecciones catalanas a la vista, y vuelve a primera línea la cantinela del golpe de estado de octubre. Nunca he compartido el criterio de llamar de esa forma a lo que en realidad fue un intento de secesión en toda regla. Un golpe de estado, por definición, es la toma del poder en un país mediante el uso de la fuerza. Para hacer la cosa más evidente, pensemos en un Tejero, que lucía mostacho bajo el tricornio y quiso apretar a todos los españoles, manu militari, bajo un gobierno de compinches. Tejero fue nuestro último golpista y nos dejó para la posteridad un “¡se sienten, coño!” rubricado con ráfagas de metralleta. Lo de Cataluña es harina de otro costal. Los indepes no pretendían imponerle al conjunto del país un gobierno de los suyos sino tirar una raya para deslindar un territorio donde regirse por libre. Por ahí, descartado aquel follón como golpe de estado. Probemos ahora a mirarlo bajo el prisma de la “secesión”. Echo mano del diccionario del Oxford Languages que dice sobre esa voz: “separación de una parte del pueblo o del territorio de un país para formar un estado independiente o unirse a otro estado”. Claro, ¿no? O sea, que llevaba yo razón en lo del inicio: aquello del referéndum en Cataluña no fue un golpe de estado sino un intento de secesión. Lo cual, no le quita un ápice de gravedad al asunto, pero lo pone en su sitio.

Eso me lleva a que hay una parte de catalanes que no quieren ser españoles. Algunos de ellos, por dejar clara la desafección, hacen público y notorio su desprecio hacia los naturales del resto peninsular. El otro día, por ejemplo, leí un artículo –más bien un desahogo–, titulado “Elogio del conflicto catalán”, en el cual un tipo llamado Jordi Galves, de profesión haters, se refería a los españoles como “Los cien mil vagos de San Luis”. Puesto que no hacía salvedades, supongo que yo también debería contarme en la nómina de los que, según él, se tocan el higo. Alucino: ¿cómo sabe este individuo si flojeo en el trabajo de normal o, por el contrario, me lío a destajo con lo que me echen? No lo sabe, como es lógico; no me conoce. ¿Entonces? Pues lo obvio: faltar por faltar, que es de lo que se trata. Para mí que a este Jordi Galves se le ha ido la olla por culpa de una fiebre o de un mal aire. Una pena. Lo siento por él, y espero, de corazón, que lo suyo tenga remedio, aunque soy pesimista sobre esa posibilidad porque el contexto no favorece la mejoría.

Por desgracia pintan bastos. Los indepes, tipo el susodicho o análogos, están crecidos y van a seguir con su inquina a machamartillo porque ese sentimiento fatal alimenta aquello que Jon Juaristi llamó el “bucle melancólico”, que es una suerte de droga dura que lo pone a uno muy tonto. Por esa razón, el nuevo ministro de Política Territorial, Miquel Iceta, no puede esperar de ellos una tregua ni una desescalada de la tensión, aunque me da a mí que, viniendo de donde viene, los conoce de sobra y ya tiene hecho el cuajo a fuerza de tratarlos. Iceta sabe muy bien de qué va el rollo, y no parece dispuesto a que los arquitectos y currelas del procés le corrijan a capricho el mapa del país violando las leyes. La prueba es que, a la primera que Gabriel Rufián, en sede parlamentaria, le ha venido con la copla de los presos y del referéndum de octubre, él, adornándose con un puntito de empatía, le ha marcado las líneas rojas con una respuesta que deja cierto aroma a retórica antañona. Pongo el literal: “Sí, mire, saltarse la ley es probablemente el peor error político que uno pueda cometer. No digo que detrás de esa decisión no puedan existir valores, causas, que se consideren legítimas. Pero permítame que yo defienda aquí, y siempre, el estricto cumplimiento de la ley, el respeto a la separación de poderes, el acatamiento de las sentencias y resoluciones judiciales”. Por ahí, vamos camino de la cordura. Y falta nos hace.

jueves, 28 de enero de 2021

La urraca de don Marcial.

 


Don Marcial estudió para maestro y nunca, que yo sepa, quiso ser otra cosa. El destino le puso la cátedra en un humildísimo colegio que carecía de casi todo menos de pobreza. Allí se pasó una vida entera con el olor de la tiza pegado al alma. Don Marcial era un maestro chapado a la antigua al que los tiempos del NO-DO lo tuvieron confundido los primeros años haciéndole creer que su magisterio mejoraba si tiraba de palo a la mínima. Sin embargo, por no tacharlo de cafre o vándalo a botepronto, cabe decir en su favor que alternaba los castigos físicos con muestras de afecto sincero hacia sus alumnos y con una entrega a los mismos que no le dejaba tiempo para más.

Una mañana, gastaba para entonces abril sus últimas notas, don Marcial encontró en la acera un pollo de urraca, con el plumón echado y ya crecidito, que se había caído del nido. Lo recogió con mucho cuidado y lo llevó al colegio. Allí proveyó a la cría de lo necesario para su subsistencia: cobijo, calor y alimento. No era mucho, pero un animal, a diferencia de los humanos, necesita bien poco para prosperar. En pocas semanas el pollo había quintuplicado su tamaño y adquirido un plumaje blanquinegro de etiqueta que llamaba la atención. Durante todo ese tiempo, lo mismo que el cuervo de San Antón o los pajarillos de San Antonio, el animal tuvo un trato cotidiano y privilegiado con los humanos. Más aún, don Marcial, que se había ganado fama de maestro severo, dejó que la urraca creciese un poco a su bola, moviéndose a saltitos entre los pupitres con total libertad y acudiendo, cuando le venía en gana, a la llamada de los niños, que la reclamaban siempre sobre sus mesas.

La urraca, que miraba más allá de lo que suele su especie, aprovechó las lecciones de don Marcial para ir llenando su pequeño cerebro con algún extra que la naturaleza en bruto jamás le hubiera ofrecido. Comenzó aprendiendo unas pocas palabras que repetía una y otra vez de forma machacona. Luego fue ampliando su vocabulario a la par que su mente alumbraba esbozos de ideas cabales casi sin querer. Recién adquiridas las primeras luces, tomó lecciones de caligrafía, gramática, historia y matemáticas, y, a fin de no desperdiciar un rato –la vida de un pájaro va muy justita de tiempo-, empeñó los recreos jugando al ajedrez con el propósito de afinar el punto de su inteligencia. Pero el ajedrez no se le daba: dejaba los alfiles clavados en la casilla de partida, trazaba con las torres diagonales y zigzags, y a los caballos los ponía a dar el saltito de la rana sin ningún propósito. En realidad, lo suyo -lo de la urraca, digo- eran las mandangas filosóficas, cosa que a don Marcial lo encendía porque él consideraba que tales elucubraciones, incomprensibles para el común, no pasaban de ocurrencias inútiles y febriles llevadas al papel por tipos sospechosos de criptopaganismo. Pero a la urraca, que le vamos a hacer, le fascinaban aquellos líos que le dejaban en su fuero interno interrogantes muy hondos.

La urraca, que nunca tuvo nombre –tocaba ya decirlo-, iba camino de consagrarse como animal sabio y sesudo, en plan sapiens sapiens, pero todos sus progresos se vieron interrumpidos de repente por la irrupción de una tragedia que aguardaba su momento entre bastidores. Una mañana, mientras andaba dándole vueltas y vueltas a la copla de la inmortalidad del alma, don Marcial llamó a capítulo a Luisito, ejemplo de niño cabrón que apuntaba a vago y maleante, para despacharle ración y media de medicina de palo. Luisito se llevó lo suyo y volvió al pupitre dolorido, medio lloroso y revirado, buscando cómo desahogar el chungo que se le había sublevado en el pecho a resultas del castigo. Quiso la casualidad que, en ese preciso instante, se cruzase en su camino la urraca, la cual iba embebida en reflexiones de mucha enjundia, ocasión que aprovechó él para largarle, sin más ni más, un puntapié bien fuerte que la dejó tiesa, de puro reventón, sobre el terrazo.

Don Marcial asistió al atentado sin que le diese tiempo a intervenir. Cuando vio al animal tirado sobre el pavimento, pico arriba y con las patitas apuntando al techo, casi lo pilla un jamacuco de los malos. Todo había sido culpa suya, se dijo horrorizado mientras los niños lloraban sin consuelo la muerte del pájaro amigo. Si hubiera sujetado esa mano larga con la que se excedía, continuó su reproche, el animal seguiría vivo. Don Marcial necesitó que aquella desgracia le tocase la fibra para darse cuenta de que no podía enderezar el mundo a palos. Por primera vez, la gruesa vara de avellano con la que infligía sus rigores le quemó entre las manos como si sostuviese un pecado hecho brasas. La muerte del animal le dolió en lo más hondo, como duele la pérdida de un sueño hermoso cuando toca suelo. Llevó a enterrar a la urraca a la Dehesa de la Villa, y depositó su cuerpo en un hoyo que cavó él mismo al pie de un pino. Luego, le rezó un padrenuestro y, después, se juró a sí mismo que nunca jamás, jamás de los jamases, volvería a emplear la violencia con sus alumnos, comprometiéndose ante Dios, mediante cláusula adicional, a realizar propósito de enmienda y a mirarse en adelante en el espejo de un San Juan Bosco o similar. Los años siguientes fueron testigos del cumplimiento del juramento. A tanto llegó su benevolencia con el tiempo que, el día de su jubilación, según me contaron testigos presenciales, don Marcial marchó al retiro en olor de santidad.

domingo, 17 de enero de 2021

La camiseta exclusiva del Madrid-Barça.

 


Lo bueno de manejar una pasta gansa es que da para muchos caprichos; un suponer: multiplicar el fondo de armario con trajes de firma que sólo valen para una puesta. El ejemplo no viene a voleo; lo traigo adrede a la vista de la penúltima ocurrencia del Barça. Todo el mundo sabe que el club de la ciudad condal tiene mucho poderío, y que puede derrochar en equipaciones un potosí y pico si le viene en gana. Tal vez por eso, ha decidido que, en el próximo clásico, que se celebrará en breve en el Santiago Bernabéu –estadio que al barcelonismo le pone la adrenalina a punto de nieve–, sus jugadores estrenarán una camiseta exclusiva que combina el blaugrana tradicional con los colores de la senyera. Tras el partido, después de haberla sudado, no volverán a lucirla más sobre el terreno de juego. Al parecer, la prenda se ha concebido como flor de un día. Una puesta, ya digo.

La iniciativa tiene su intención malévola o, por decirlo más claro, su punto o puntazo de provocación. Hace ya tiempo que la directiva del Barça se echó al monte para soñar republiquetas entre las jaras y, desde entonces, no ha vuelto en razón. Al pie del Canigó, durante una tarde de paseo, el artificio de la camiseta surgió, un poco al tun-tun, como propuesta chinchosa para hacer arder como cerillos a todos aquellos que, cuando ven una senyera, entran en combustión espontánea sospechando que detrás de la misma evoluciona, y se revoluciona –o se pone cachondo–, el demonio del separatismo. Por decirlo con otras palabras, la cosa consistiría en dar en los morros a la parte más carpetovetónica de esa hinchada rival que suma madridismo y españolismo a partes iguales. Lo cual, a mí, ni frío ni calor, pero me recuerda el chiste del gallego, muy viejito él, al que le pregunta el cura de su parroquia dónde quiere ser enterrado el día que le llegue la hora. Si muero en Porriño de Arriba, dijo el paisano, que me entierren en Porriño de Abajo. Pero si muero en Porriño de Abajo, entonces que me entierren en Porriño de Arriba. ¿Por qué así, hombre?, le preguntó el cura extrañado ante semejante desvarío. “Por joder, padre; por joder”.

O sea, que la iniciativa del Barça tira de una tradición que los naturales de por aquí, de Quevedo en adelante –antes también, seguro–, cumplimos con mucho empeño: sacar a paseo la mala leche para tocarle al prójimo los bemoles. Equilicuá. Esa tradición es la misma que nos lleva, por ejemplo, a matarles la vaquilla a los del pueblo vecino para arruinarles la fiesta o a echar un pis en su limonada para dejarles en el bebercio un rastro de nuestro código genético. Malafollá en vena. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, léase la camiseta de marras, la provocación adopta un tono menor tirando a chico –una cosa para consumo interno, diría yo– que la deja en bien poca cosa, así que, sopesando las variables del asunto, tengo para mí que lo más juicioso sería que el madridismo racial se aguantase el pronto y pasase por alto el envite sin darle pábulo. Punto. Bien mirado, los merengues deberían agradecerle a su rival que les conceda el honor de tenerlos en tanto. No imagino yo al Barça estrenando la camiseta en el campo de la Ponferradina, pongamos por caso. Hay gestos que, sin ánimo de desmerecer a nadie, se reservan sólo para los más grandes.

sábado, 9 de enero de 2021

Mientras suene la 'Marcha Radetzky' hay esperanza.

 

Ha comenzado el nuevo año, como siempre, con el concierto de Viena. Riccardo Muti, batuta en mano, ha interpretado valses, polcas y mazurcas de los Strauss y compañía con una vena fastuosa en la que se conjugan los cuatro estilos pompeyanos y el barroco de su Nápoles natal. Muti sabe que todos los napolitanos son supervivientes del Vesubio y, por eso, da napoletano, imprime a su arte un fuego que es un reclamo de vida; una vida siempre prestada que vale su peso en oro.

Abrimos un año y cerramos otro que nació con el alma negra. El calendario le puso un nombre de cifras duplicadas –2020– que dibujaban algo así como la secuencia genómica de un apocalipsis en grado de intentona. Las campanadas de la nochevieja antepasada intentaron avisarnos del San Quintín que se nos venía encima con doce golpes de bronce que eran sendos aldabonazos en las puertas del infierno. Pero ninguno atendimos a la señal y nos metimos en la boca del lobo al compás del chin-chin de las copas de champagne. Solo uno de los indigentes que pueblan el centro madrileño tuvo una premonición aquella noche mientras se apañaba un catre de cartón en un recoveco que olía a orines. Tocan a muerto, dijo, y, luego, tras echarse un último trago largo –muy largo– de tinto barato, perdió el habla y el conocimiento.

El 2020 dejó muestra enseguida de su mala sangre dispersando a las primeras de cambio un virus que ha puesto contra las cuerdas, incluso, a ese tercio privilegiado del planeta que tenía por seguro que las pandemias eran desahogos a los que se entregaba la Pachamama en geografías de mal vivir. Echó a rodar el virus en el Oriente más extremo para que la infección, siguiendo el curso solar, pusiera rumbo a Poniente –de Wuhan a Pasadena– arrastrando hacia el ocaso las almas de cuantos sucumbían al morbo. Por ese motivo nos hemos pasado el año abriendo fosas y enterrando a cientos de miles de semejantes hasta llenar la tierra con sus huesos. Con todo, el 2020 se ha despedido dejando el trabajo a medias o, por decir las cosas como son en realidad, dejando más vivos que muertos, aunque no conviene pensar que ya estamos a salvo ni cantar victoria antes de tiempo porque el muy traidor, a fin de mantener viva su memoria, nos lega en herencia el virus que trajo consigo para que continúe rastrillando en su nombre a todo el que pille por medio.

O sea, que, recién comenzado el año, tenemos poco que festejar o, al menos, eso es lo que nos dice por lo bajini el alter ego negativo y mustio que todos llevamos dentro. Pero no hay que darle bola, porque, puestos a ver el vaso medio lleno, podemos ganarle la mano sólo con pensar que la vida misma, sorprendente y turbadora, nos corre todavía por las venas regalándonos un día tras otro. No es poco. Riccardo Muti, a punto de cumplir los ochenta, tiene plena conciencia de esa verdad que el paso de los años va poniendo de relieve. Por eso, y porque lo distingue un enorme talento macerado con décadas de estudio y práctica, no había director más a propósito para dirigir esta vez a la filarmónica vienesa. De su mano, la vida, vestida de largo con sutilezas y matices musicales, recobró aliento y entusiasmo entre los dorados y las flores de un Musikverein dolorosamente vacío para enseñarnos que, mientras suene la 'Marcha Radetzky' el día de Año Nuevo, hay margen para la esperanza.