Hace unos
días, algunos estudiantes le montaron un pollo a Pablo Iglesias en la facultad
de Ciencias Políticas, en Somosaguas. Ya es un asunto bastante antiguo, lo sé
–fue antes de que estallara la maldición del coronavirus–, pero, de alguna
manera, también tiene su hilazón con las cosas del presente. Decía que, a Pablo
Iglesias, le montaron un pollo. El profesor en excedencia fue a estrenar
palmito de vicepresidente segundo en la que fue su casa hasta hace poco, y se
encontró un escrache. Los del happening
subversivo le llamaron de todo, menos bonito. Pablo se puso serio, adoptó ese
tono de falsete con el que busca pasar por moderado, e intentó convencer a los
agitadores para que le respetaran el turno de palabra. Pero ellos no cayeron en
la trampa –ya se sabían el truco– y se lo pusieron duro. “Vendeobreros”, le
gritaron con insistencia, lo que da una pista de por dónde iban los tiros.
De todas
formas, me da en la nariz que a Pablo el escrache no le hizo ni fu ni fa. Él, tiene
la sangre fría y las entrañas untadas en betún. Tal vez por eso, ni se inmuta
cuando lo increpan. Es algo así como un reptiliano del antropoceno, o sea, un bicho
de ciénaga que responde a las agresiones bajando o subiendo los biorritmos
según le conviene. El otro día, le convenía bajarlos a mínimos. Gracias a esa
capacidad, y a saber lo mucho que ha conseguido trabajándose una carrera en el
barro, aguantó el cisco sin descuadrarse. A la finalización del acto, para
desahogarse del apuro, pidió que lo regresaran en coche oficial a su mansión de
persona pudiente.
Pablo ha
prosperado mucho; y, eso, lo valora él por encima de todo. Siempre tuvo un
sueño inconfesable: vivir de burgués, o por encima de eso. Para conseguirlo, se
propuso el objetivo de salir de Vallecas –territorio lumpen natal– con un
movimiento en dos tiempos: a la de una, casoplón en la sierra; a la de dos, traslado
a la Moncloa (previo desalojo del inquilino vigente). Para cumplir la primera
parte del plan se ha servido de esa marea de indignados –vulgo vulgaris– que
aspiraba a que el Estado, por mediación suya, le proveyese maná diario en
abundancia. Una vez conseguido el casoplón, Pablo mira ahora de reojo a la
Moncloa. Un palacio viste mazo, aunque sea un palacio plebeyo –y más bien
feote– pagado a pachas por el común. Así que, mientras su peña de antaño sigue
enarbolando la tricolor republicana y mantiene la tensión borroca en las calles, él se dedica, cada vez que se entrevista con
Sánchez, a tomar medidas del palacio presidencial con un flexómetro que lleva
en el bolsillo del pantalón. Una fuente extraoficial –el espíritu de un eunuco
durante una sesión de güija– me ha puesto al corriente de que ya tiene,
incluso, levantado un croquis de la planta baja, y que la parienta, que es
ministra, le ha pedido un privado a fin de poder celebrar cumpleaños y
guateques con sus coleguis del ministerio en la mayor intimidad. Insistió mucho
el dichoso eunuco –vía vaso de whisky boca abajo– en que Pablo ha pensado,
además, acotar un pequeño cementerio en el jardín, junto a la casa –como en los
westerns clásicos–, para enterrar a tiro de lapo los cadáveres de los amigos
que su paso por la política ha dejado en el camino.
El problema es que la gente no entiende que el cumplimiento de sus sueños lo haya convertido en un heterodoxo de sí mismo. En este país, hay una muchedumbre, obsesionada con la coherencia, que no perdona los deslices. La parroquia va justita de empatía; no mira por el bienestar de los demás. Por eso, algunos no olvidan sus palabras revolucionarias y le montan escraches. Él, es verdad, ha continuado con la matraca de la defensa de “lo público” en todos los foros donde se le ha visto. Cierto. Pero no lo es menos que, para muchos, su liderazgo ha dejado de tener credibilidad porque, por debajo de las prédicas a las que nos tiene acostumbrados, deja asomar la patita, espolvoreada de harina, del interés privado. “Vendeobreros”, le chillaron a la cara los del escrache. Leña al mono. Y es que Pablo se ha convertido, para una parte de los suyos, en el villano de la “peli”, un traidor a la causa, o sea, de entre lo malo, lo peor. Y todo, en menos de lo que dura una legislatura. Un record. Pero, a él, la consideración que le merezca a un grupo insurreccional pasado de rosca se la refanfinfla. Ha descubierto que le gusta la buena vida. En estos tiempos del coronavirus, mientras el común se las apaña para sobrevivir con la familia como puede en un piso de setenta metros cuadrados, él pasa una cuarentena de lujo, a la par que flexible, en el chalet de Galapagar, junto a los suyos. Dos mil trescientos metros cuadrados de parcela dan de sobra para habilitar un rincón donde aislar a la compañera infectada, y para evitar coincidir con sus propias contradicciones. Eso no tiene precio.
El problema es que la gente no entiende que el cumplimiento de sus sueños lo haya convertido en un heterodoxo de sí mismo. En este país, hay una muchedumbre, obsesionada con la coherencia, que no perdona los deslices. La parroquia va justita de empatía; no mira por el bienestar de los demás. Por eso, algunos no olvidan sus palabras revolucionarias y le montan escraches. Él, es verdad, ha continuado con la matraca de la defensa de “lo público” en todos los foros donde se le ha visto. Cierto. Pero no lo es menos que, para muchos, su liderazgo ha dejado de tener credibilidad porque, por debajo de las prédicas a las que nos tiene acostumbrados, deja asomar la patita, espolvoreada de harina, del interés privado. “Vendeobreros”, le chillaron a la cara los del escrache. Leña al mono. Y es que Pablo se ha convertido, para una parte de los suyos, en el villano de la “peli”, un traidor a la causa, o sea, de entre lo malo, lo peor. Y todo, en menos de lo que dura una legislatura. Un record. Pero, a él, la consideración que le merezca a un grupo insurreccional pasado de rosca se la refanfinfla. Ha descubierto que le gusta la buena vida. En estos tiempos del coronavirus, mientras el común se las apaña para sobrevivir con la familia como puede en un piso de setenta metros cuadrados, él pasa una cuarentena de lujo, a la par que flexible, en el chalet de Galapagar, junto a los suyos. Dos mil trescientos metros cuadrados de parcela dan de sobra para habilitar un rincón donde aislar a la compañera infectada, y para evitar coincidir con sus propias contradicciones. Eso no tiene precio.