La ciudad
de Wuhan, que se fundó hace miles de años en la confluencia de los ríos Yant-se
y Han, en China central, ha pasado en los últimos tiempos al primer plano de la
actualidad mundial por ser el lugar donde se originó la pandemia que padecemos
desde hace dos meses. También, por albergar un laboratorio dedicado a
investigar enfermedades peligrosas y contagiosas (tipo ébola o SARS), al que muchos
consideran culpable de haber creado el virus que está diezmando la población
mundial.
La
comunidad científica descarta la responsabilidad de dicho laboratorio en este
episodio y considera, de forma casi unánime, que el coronavirus SARS-CoV-2, no
es hijo de una probeta sino un virus de origen animal –procedente de los
murciélagos– que ha evolucionado por libre hasta permitir el contagio en
humanos. Según los estudiosos, aquellas enfermedades infecciosas que se
transmiten de forma natural entre los animales y el hombre
–conocidas por el nombre de zoonosis–, se vienen desarrollando de forma
habitual desde que nuestros ancestros, allá por el Neolítico, comenzaron a
domesticar algunos animales. El contacto cotidiano y duradero entre unos y otros
propició el surgimiento de estos procesos zoonóticos y, por tanto, la aparición
de las primeras epidemias. Desde entonces hasta ahora, el progreso de este tipo
de morbos ha sido imparable. Los expertos ilustran su enorme difusión apelando
a un dato: el 70% de las enfermedades infecciosas que se han desarrollado en
los últimos cuarenta años tenía su origen en el mundo animal. Si contemplamos
el problema desde esta perspectiva, el SARS-CoV-2 no sería sino un virus más
que añadir a la larga lista de patógenos con los que el ser humano se las ha
tenido que ver desde tiempo inmemorial.
Sin
embargo, existe un sector recalcitrante de la opinión pública que, en lugar de
atender a razones, prefiere afianzarse en la creencia de que el SARS-CoV-2,
alias Covid-19, fue creado adrede en el laboratorio de Wuhan. Las razones que
esgrimen para sostener esa convicción remiten tanto al criterio de algún
científico díscolo –me refiero al polémico Luc Montagner, Premio Nobel de
Medicina, el cual se ha desmarcado del parecer general de sus colegas–, como a
pamemas pseudo-científicas, o a bulos del tipo del que pretende que se haya
sumado a esta corriente Tasuku Honjo, ilustre inmunólogo japonés que recibió el
Premio Nobel de Medicina en 2018. De nada sirve que investigadores e
instituciones prestigiosas hayan declarado repetidamente que no hay rastro en
la secuencia del genoma de dicho virus que muestre signos de manipulación. Los
conspiranoicos, que son legión, siguen en sus trece y, obviando los argumentos
que les contradicen, continúan difundiendo su particular interpretación sobre el
origen de la epidemia, adornándolo, incluso, con referencias a informes
secretos de la CIA o con revelaciones increíbles realizadas por algún
divulgador de lo paranormal. Escuchando las sinrazones que predican los
miembros de esta extravagante comunidad del anillo a propósito del laboratorio
de Wuhan, uno estaría tentado a pensar que aquello sería algo así como un gabinete
gótico en el que un genio del mal, el Fu-Manchú de turno, asistido por un ejército
de orientales insidiosos, trabajaría a destajo en el diseño de toda clase de
patógenos, a cuál más dañino, con el único fin de llevar el mundo a la ruina.
Por
desgracia, el origen de esta pandemia, como lo es el de cualquier otra, constituye
un problema complejo cuya resolución no pasa, en ningún caso, por la búsqueda
de un chivo expiatorio al que le podamos cargar el muerto. Eso sería tanto como
errar el tiro o, peor aún, como pegarnos un tiro en el pie. Las causas del
origen del SARS-CoV-2 tienen poco que ver con el laboratorio de Wuhan, y mucho,
tal como explican numerosos expertos, con el modo en el que el hombre presiona
y violenta el medio natural. El imparable crecimiento demográfico ha llevado a
nuestra especie a invadir ecosistemas en los cuales el contacto con la vida
silvestre, portadora de sus propios patógenos, favorece el desarrollo de nuevas
enfermedades. Además, en muchos lugares del mundo existen mercados de animales,
como el de Huanan, en Wuhan, en los que se vende para consumo humano, en la
mayoría de los casos sin las debidas garantías sanitarias, cualquier bicho,
vivo o muerto, de los registrados como pasaje en el arca de Noé, lo que supone
una vía de primer orden para la generación y difusión de enfermedades
infecciosas. ¿Cuántos mercados como el de Huanan no habrá en Asia, en África o
en América? Incluso peores. A la vista del cuadro, cualquiera en su sano juicio
llegaría a la conclusión de que Fu-Manchú y su ejército de criminales de ojos
rasgados pintan poco en toda esta movida y que, para vernos en un aprieto,
basta con que dejemos que la Naturaleza se valga por sí misma. A poco que
quiera, tiene fácil organizarnos la mundial.