martes, 28 de abril de 2020

Fu-Manchú de Wuhan


La ciudad de Wuhan, que se fundó hace miles de años en la confluencia de los ríos Yant-se y Han, en China central, ha pasado en los últimos tiempos al primer plano de la actualidad mundial por ser el lugar donde se originó la pandemia que padecemos desde hace dos meses. También, por albergar un laboratorio dedicado a investigar enfermedades peligrosas y contagiosas (tipo ébola o SARS), al que muchos consideran culpable de haber creado el virus que está diezmando la población mundial.

La comunidad científica descarta la responsabilidad de dicho laboratorio en este episodio y considera, de forma casi unánime, que el coronavirus SARS-CoV-2, no es hijo de una probeta sino un virus de origen animal –procedente de los murciélagos– que ha evolucionado por libre hasta permitir el contagio en humanos. Según los estudiosos, aquellas enfermedades infecciosas que se transmiten de forma natural entre los animales y el hombre –conocidas por el nombre de zoonosis–, se vienen desarrollando de forma habitual desde que nuestros ancestros, allá por el Neolítico, comenzaron a domesticar algunos animales. El contacto cotidiano y duradero entre unos y otros propició el surgimiento de estos procesos zoonóticos y, por tanto, la aparición de las primeras epidemias. Desde entonces hasta ahora, el progreso de este tipo de morbos ha sido imparable. Los expertos ilustran su enorme difusión apelando a un dato: el 70% de las enfermedades infecciosas que se han desarrollado en los últimos cuarenta años tenía su origen en el mundo animal. Si contemplamos el problema desde esta perspectiva, el SARS-CoV-2 no sería sino un virus más que añadir a la larga lista de patógenos con los que el ser humano se las ha tenido que ver desde tiempo inmemorial.

Sin embargo, existe un sector recalcitrante de la opinión pública que, en lugar de atender a razones, prefiere afianzarse en la creencia de que el SARS-CoV-2, alias Covid-19, fue creado adrede en el laboratorio de Wuhan. Las razones que esgrimen para sostener esa convicción remiten tanto al criterio de algún científico díscolo –me refiero al polémico Luc Montagner, Premio Nobel de Medicina, el cual se ha desmarcado del parecer general de sus colegas–, como a pamemas pseudo-científicas, o a bulos del tipo del que pretende que se haya sumado a esta corriente Tasuku Honjo, ilustre inmunólogo japonés que recibió el Premio Nobel de Medicina en 2018. De nada sirve que investigadores e instituciones prestigiosas hayan declarado repetidamente que no hay rastro en la secuencia del genoma de dicho virus que muestre signos de manipulación. Los conspiranoicos, que son legión, siguen en sus trece y, obviando los argumentos que les contradicen, continúan difundiendo su particular interpretación sobre el origen de la epidemia, adornándolo, incluso, con referencias a informes secretos de la CIA o con revelaciones increíbles realizadas por algún divulgador de lo paranormal. Escuchando las sinrazones que predican los miembros de esta extravagante comunidad del anillo a propósito del laboratorio de Wuhan, uno estaría tentado a pensar que aquello sería algo así como un gabinete gótico en el que un genio del mal, el Fu-Manchú de turno, asistido por un ejército de orientales insidiosos, trabajaría a destajo en el diseño de toda clase de patógenos, a cuál más dañino, con el único fin de llevar el mundo a la ruina.

Por desgracia, el origen de esta pandemia, como lo es el de cualquier otra, constituye un problema complejo cuya resolución no pasa, en ningún caso, por la búsqueda de un chivo expiatorio al que le podamos cargar el muerto. Eso sería tanto como errar el tiro o, peor aún, como pegarnos un tiro en el pie. Las causas del origen del SARS-CoV-2 tienen poco que ver con el laboratorio de Wuhan, y mucho, tal como explican numerosos expertos, con el modo en el que el hombre presiona y violenta el medio natural. El imparable crecimiento demográfico ha llevado a nuestra especie a invadir ecosistemas en los cuales el contacto con la vida silvestre, portadora de sus propios patógenos, favorece el desarrollo de nuevas enfermedades. Además, en muchos lugares del mundo existen mercados de animales, como el de Huanan, en Wuhan, en los que se vende para consumo humano, en la mayoría de los casos sin las debidas garantías sanitarias, cualquier bicho, vivo o muerto, de los registrados como pasaje en el arca de Noé, lo que supone una vía de primer orden para la generación y difusión de enfermedades infecciosas. ¿Cuántos mercados como el de Huanan no habrá en Asia, en África o en América? Incluso peores. A la vista del cuadro, cualquiera en su sano juicio llegaría a la conclusión de que Fu-Manchú y su ejército de criminales de ojos rasgados pintan poco en toda esta movida y que, para vernos en un aprieto, basta con que dejemos que la Naturaleza se valga por sí misma. A poco que quiera, tiene fácil organizarnos la mundial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario