Hace tiempo, antes de iniciarse
la pandemia, cuando teníamos aliento para discusiones bizantinas que la
realidad del coronavirus ha postergado, yo debatía con algunos simpatizantes de
VOX –¿quién me manda?– sobre lo impropio e injusto de tildar a Pablo Iglesias
de antiespañol. Intentaba defender en aquella ocasión, con escaso éxito, que no
hay motivos, más allá de las ganas de faltar, para sostener que el líder de
la formación morada odia a su país ni que, tal como pretendían ellos, mira por
su destrucción movido por esa inquina. A Pablo Iglesias, les dije, lo tengo
catalogado en mi bestiario particular entre los ejemplares nocivos de la
especie, pero esa clasificación, tan subjetivísima, no me lleva a dudar de su
afecto por España. Lo que se mueve en el corazón de cada cual sólo Dios lo
sabe.
No fui capaz de convencerlos ni
de moderarlos, lo que no me extraña en absoluto porque mi capacidad de
persuasión parece haber caído a mínimos últimamente. Lo único que conseguí con
mis buenos propósitos fue que me acusaran de mostrarme excesivamente complaciente
con el personaje, lo que, según el argot del postfranquismo, me situaba en el
ranking patriótico casi a la par de los antiespañoles. Todo por cometer el
pecado –venial, espero– de “defenderlo” en una causa perdida de antemano: la de
demostrar que existen formas diversas de sentirse español, y que ninguna de
ellas puede prevalecer como legítima ni imponerse a las demás.
Lo anterior viene a propósito de
lo siguiente: yo pensaba que había determinados insultos que eran patrimonio de
los líderes y simpatizantes de VOX; exabruptos, digamos, marca de la casa; una
especie de agravios patentados con sello de garantía. Me equivocaba. Lo que
sucedió el jueves de la semana pasada en el Congreso de los Diputados en la
sesión de control al Gobierno vino a sacarme de mi error. Tuvo su puntazo la
cosa. Una diputada de VOX, de cuyo nombre no quiero acordarme, acusó al
Ejecutivo de negligencia criminal o algo así. Pablo Iglesias, en calidad de
vicepresidente segundo, subió al estrado a cubrir el turno de réplica. Desde lo
alto, se encaró con los parlamentarios presentes de VOX, y, con tono desabrido
y sañudo, les devolvió algunas de las lindezas con las que el clan cavernario
lo distingue a él mismo por sistema. Los extremos se tocan, dicen, y en este
país, donde abundan los pícaros y los manguis, hasta se roban los insultos.
“Ustedes están en contra de las familias españolas y contra España”, les
espetó. A continuación, por no pecar de blando, que es una debilidad vetada
entre los radicales, remató la faena subiendo el tono y definiendo a VOX como
“un partido antiespañol, antipatriota”. ¡Ole! Por lo visto ya no vale con
tacharlo como derecha radical, o extrema derecha –que sobre esto habría un
amplio consenso–; ahora hay que afianzar la idea de que se ha convertido en el
archienemigo de la patria, una formación de traidores y desleales a la que se
debe rendir para ganar la Laureada de San Fernando.
El señor Iglesias, al parecer, no
acaba de comprender que, cuando viste de vicepresidente segundo, no puede
cederle el plano al agitador bocazas que lleva dentro, ni al sectario que traza
rayas en el suelo para determinar a quien deja dentro o fuera del juego. Su
obligación, en cuanto alto cargo del Estado, estriba en representar a todos los
españoles, incluidos aquellos que se sitúan en las antípodas de su pensamiento
político; también a esos, sí, aunque las tripas le hagan asquitos por dentro.
Sin embargo, en lugar de honrar la dignidad que detenta, el señor Iglesias ha
decidido obrar a malas y emprender una cruzada particular para convertir a sus
rivales del otro extremo –un ahí es nada de tres millones y medio de personas,
tirando por lo bajo– en enemigos de la patria, del pueblo, o de ambas cosas a
la vez.
El líder máximo y guía espiritual
de Podemos se suma por propia voluntad, y en pleno uso de sus facultades
mentales, a una rancia tradición española: la de declarar “antiespañol” o
“antipatriota” a todo aquel con el que no se comparte tesis sobre el sentido y
la forma del hogar común. Larga tradición que comienza a principios del siglo
XIX con “los afrancesados”, nuestros primeros antipatriotas de manual, cuyo
pecado auténtico, al margen de fake news, fue querer transformar España en una
nación ilustrada y moderna. Desde entonces, la lista no ha hecho sino crecer
por gracia de censores que han demostrado sumo celo a la hora de incorporar a
la misma a todo aquel que no mostraba la debida observancia del credo político
vigente o, simplemente, del credo propio. Pablo Iglesias es sólo el último en
sumarse a esa corriente inquisitorial. Pisa sobre las huellas que le ha dejado
VOX, su predecesor inmediato en la tarea, y parece empeñado, ahora que le ha
cogido el gusto al tintero, en alargar la nómina de los antipatriotas hasta que
sólo queden libres de inscripción los pintados de morado. Lo grave del caso es
que no comete ese atropello a título particular, lo que ya estaría mal de por
sí, ni como miembro de una fuerza política precipitada hacia el polo más frío
de la izquierda –fatal–, sino que lo hace en calidad de miembro del Gobierno de
España, y eso, a mi parecer, resulta difícilmente aceptable. Pasa de castaño
oscuro, que diría un castellano viejo.
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