sábado, 9 de mayo de 2020

"Antipatriota": los extremos se tocan


Hace tiempo, antes de iniciarse la pandemia, cuando teníamos aliento para discusiones bizantinas que la realidad del coronavirus ha postergado, yo debatía con algunos simpatizantes de VOX –¿quién me manda?– sobre lo impropio e injusto de tildar a Pablo Iglesias de antiespañol. Intentaba defender en aquella ocasión, con escaso éxito, que no hay motivos, más allá de las ganas de faltar, para sostener que el líder de la formación morada odia a su país ni que, tal como pretendían ellos, mira por su destrucción movido por esa inquina. A Pablo Iglesias, les dije, lo tengo catalogado en mi bestiario particular entre los ejemplares nocivos de la especie, pero esa clasificación, tan subjetivísima, no me lleva a dudar de su afecto por España. Lo que se mueve en el corazón de cada cual sólo Dios lo sabe.

No fui capaz de convencerlos ni de moderarlos, lo que no me extraña en absoluto porque mi capacidad de persuasión parece haber caído a mínimos últimamente. Lo único que conseguí con mis buenos propósitos fue que me acusaran de mostrarme excesivamente complaciente con el personaje, lo que, según el argot del postfranquismo, me situaba en el ranking patriótico casi a la par de los antiespañoles. Todo por cometer el pecado –venial, espero– de “defenderlo” en una causa perdida de antemano: la de demostrar que existen formas diversas de sentirse español, y que ninguna de ellas puede prevalecer como legítima ni imponerse a las demás.

Lo anterior viene a propósito de lo siguiente: yo pensaba que había determinados insultos que eran patrimonio de los líderes y simpatizantes de VOX; exabruptos, digamos, marca de la casa; una especie de agravios patentados con sello de garantía. Me equivocaba. Lo que sucedió el jueves de la semana pasada en el Congreso de los Diputados en la sesión de control al Gobierno vino a sacarme de mi error. Tuvo su puntazo la cosa. Una diputada de VOX, de cuyo nombre no quiero acordarme, acusó al Ejecutivo de negligencia criminal o algo así. Pablo Iglesias, en calidad de vicepresidente segundo, subió al estrado a cubrir el turno de réplica. Desde lo alto, se encaró con los parlamentarios presentes de VOX, y, con tono desabrido y sañudo, les devolvió algunas de las lindezas con las que el clan cavernario lo distingue a él mismo por sistema. Los extremos se tocan, dicen, y en este país, donde abundan los pícaros y los manguis, hasta se roban los insultos. “Ustedes están en contra de las familias españolas y contra España”, les espetó. A continuación, por no pecar de blando, que es una debilidad vetada entre los radicales, remató la faena subiendo el tono y definiendo a VOX como “un partido antiespañol, antipatriota”. ¡Ole! Por lo visto ya no vale con tacharlo como derecha radical, o extrema derecha –que sobre esto habría un amplio consenso–; ahora hay que afianzar la idea de que se ha convertido en el archienemigo de la patria, una formación de traidores y desleales a la que se debe rendir para ganar la Laureada de San Fernando.

El señor Iglesias, al parecer, no acaba de comprender que, cuando viste de vicepresidente segundo, no puede cederle el plano al agitador bocazas que lleva dentro, ni al sectario que traza rayas en el suelo para determinar a quien deja dentro o fuera del juego. Su obligación, en cuanto alto cargo del Estado, estriba en representar a todos los españoles, incluidos aquellos que se sitúan en las antípodas de su pensamiento político; también a esos, sí, aunque las tripas le hagan asquitos por dentro. Sin embargo, en lugar de honrar la dignidad que detenta, el señor Iglesias ha decidido obrar a malas y emprender una cruzada particular para convertir a sus rivales del otro extremo –un ahí es nada de tres millones y medio de personas, tirando por lo bajo– en enemigos de la patria, del pueblo, o de ambas cosas a la vez.

El líder máximo y guía espiritual de Podemos se suma por propia voluntad, y en pleno uso de sus facultades mentales, a una rancia tradición española: la de declarar “antiespañol” o “antipatriota” a todo aquel con el que no se comparte tesis sobre el sentido y la forma del hogar común. Larga tradición que comienza a principios del siglo XIX con “los afrancesados”, nuestros primeros antipatriotas de manual, cuyo pecado auténtico, al margen de fake news, fue querer transformar España en una nación ilustrada y moderna. Desde entonces, la lista no ha hecho sino crecer por gracia de censores que han demostrado sumo celo a la hora de incorporar a la misma a todo aquel que no mostraba la debida observancia del credo político vigente o, simplemente, del credo propio. Pablo Iglesias es sólo el último en sumarse a esa corriente inquisitorial. Pisa sobre las huellas que le ha dejado VOX, su predecesor inmediato en la tarea, y parece empeñado, ahora que le ha cogido el gusto al tintero, en alargar la nómina de los antipatriotas hasta que sólo queden libres de inscripción los pintados de morado. Lo grave del caso es que no comete ese atropello a título particular, lo que ya estaría mal de por sí, ni como miembro de una fuerza política precipitada hacia el polo más frío de la izquierda –fatal–, sino que lo hace en calidad de miembro del Gobierno de España, y eso, a mi parecer, resulta difícilmente aceptable. Pasa de castaño oscuro, que diría un castellano viejo.

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