martes, 22 de diciembre de 2020

El Olentzero de Lejona

 



Al Olentzero le cuesta el castellano, dice; que él se maneja para las cosas del cotidiano en euskera. Por eso ha pedido a los niños de Lejona que le escriban en el idioma que conoce mejor a fin de evitar confusiones con los regalos. La cosa me deja flojo porque yo tenía entendido que el Olentzero tocaba todos los palos lingüísticos; castellano incluido. Gracias a eso, por ejemplo, llega a Jaén preguntando en las gasolineras. Y digo Jaén como podría decir Murcia, Orense, Ávila o Ciudad Real; por no hablar de Madrid, que es un destino siempre delicado cuando se toca lo periférico.

Ya que sale Madrid, me viene el repente de apuntar que por aquí –por los madriles, digo- se lleva más pedirles a los Reyes Magos, que son majestades con mucha pompa y mucho dromedario dedicadas en exclusiva a darle gusto a los niños. Pero los niños, a veces, se ponen guerreros y te la lían parda, que para eso oxigenan las neuronas cada dos por tres. Sé de uno que, ayudándose de un compañero recién emigrado de Ayacucho, se empeñó en escribirles en quechua. De buen rollo, claro. Lo mejor de todo es que, a pesar de la ocurrencia, el día señalado le cayó justo lo que había pedido. Lo cual acaba en moraleja; o sea, que el idioma no pinta un carajo a la hora de milagrearle a un chiquillo los regalos.

Yo no sé si los Reyes Magos son de natural políglotas, adquirieron esa condición por ciencia infusa, tiran del traductor de Google o aciertan de pura chiripa. El caso es que se las apañan requetebién con cualquier arriquitaun. Y lo mismo Papa Noel, el cual, aun campeando por libre, cubre más terreno que los otros tres juntos y va aparcando sus renos en sitios donde la peña habla arameos que no son de recibo. Yo pensaba que el Olentzero formaba parte de la cuadrilla y que compartía con sus colegas ese don de lenguas que les facilita el trabajo. Pero, esta mañana, según me soltaba de la urdimbre de un sueño molón, me entero de lo del principio: que dice el tío –¡hostia, tú!– que con el castellano se lía.

Para mí, que el Olentzero tiene un golpe, o así, que lo ha dejado medio amnésico. A lo peor, el Covid. El caso es que, ya sea por culpa del morbo o del accidente, ha olvidado que no existe jerigonza que se le resista. Pobre. Por eso, el ayuntamiento de Lejona tiene su curro con él: necesita ponerlo a tono para que se aclare con el habla de todo Cristo antes de tirar millas la noche del veinticuatro. La cosa apremia, que vamos justitos con el plazo. Tanto en el País Vasco como fuera –en Jaén, un suponer; o donde sea–, hay niños que ya le han escrito, cada cual en su vernáculo, pidiendo regalos a tutiplén. O sea, que lo necesitamos ya mismito a saco, en plan Champollion. En caso contrario: jeringazo de espabilina.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Gato por liebre en el convento


A finales de los ochenta, mientras trabajaba en las excavaciones arqueológicas del monasterio de Santa María, situado a tiro de piedra de una villa de rancio abolengo cuyo nombre me guardo en secreto por fastidiar a los más curiosos, se presentaron en el interior del mismo dos monjas clarisas procedentes del cercano convento de San Bernardino de Siena. Ambas habían roto la clausura, con permiso de la madre superiora, para venir a nuestro encuentro. El motivo de la visita, nos dijeron, era que había llegado a oídos de la comunidad el rumor de que estábamos exhumando un sinfín de restos humanos algunos de los cuales podrían corresponder, entendían las hermanas, con los de una de sus antecesoras enterrada en aquel lugar doscientos años atrás.

Por lo visto, al poco de iniciarse la Guerra de la Independencia, las tropas francesas tomaron la villa a cuyas afueras se levantaba el convento y decidieron instalar en el mismo su cuartel general. Las religiosas que profesaban entonces entre sus muros fueron obligadas a abandonar el cenobio para dejar el sitio libre, razón por la cual, viéndose al raso de repente, tuvieron que pedir asilo en la hospedería del vecino monasterio de Santa María -el mismo en el que trabajábamos nosotros- en donde encontraron refugio y sopa boba durante los tres largos años que tardó Napoleón en llamar de vuelta a sus tropas. En el ínterin, quiso el Altísimo que una de las hermanas muriera de lo que quiera que se muriese en aquella época -que solía ser de cualquier cosa menos de muerte natural- siendo así que la enterraron, según se usaba antaño, en el suelo de la propia iglesia, mirando hacia el altar. Cuando los franceses, cumpliendo las órdenes del Emperador, desalojaron el convento y abandonaron la villa con destino al corazón de Europa, las monjas regresaron felices a su casa sin caer en la cuenta de que se dejaban atrás a la difunta bajo dos palmos de tierra. 

Del cronicón a lo mollar, por atajar y dejarnos de chismes, lo que nuestras visitantes querían saber, tal como se insinuaba justo antes del inciso histórico, era si cabía la posibilidad de que pudiéramos localizar entre los cuerpos que integraban la junta del muerterío el de aquella hermana suya fallecida durante la exclaustración. Según nos confesaron, la comunidad en pleno había manifestado el deseo de trasladar sus restos al convento de origen -si conseguíamos, Dios mediante, dar con ellos- para ofrecerles santa sepultura en el sitio que les hubiera correspondido de no haber torcido la francesada el rumbo natural de los acontecimientos. 

Cuando las monjas nos dejaron solos, los integrantes del equipo arqueológico nos reunimos en petit comité bajo las bóvedas góticas de la sala capitular y convinimos, todos a una, que sería un puntazo por nuestra parte conseguirles lo que pedían. La solución resultaba sencilla si dejábamos a un lado ciertos escrúpulos que no convenían al caso; era sólo cuestión de darles gato por liebre. Teníamos almacenados en una capilla oscura decenas de esqueletos –un total de jartá y pico, si atendemos a un recuento preciso- cualquiera de los cuales, bien mirado, podía hacer las veces de monja con mucho desempeño. A fin de cuentas, convinimos de nuevo, tanto daban unos huesos que otros habida cuenta de que hasta el cadáver más retieso, una vez pasa por la descarnadora, queda reducido a una cantidad fija e invariable de palitronchos de calcio semejantes en todo a los de sus colegas de ultratumba. 

Un poco o mucho al azar, echamos mano de la primera osamenta que tropezamos en la capilla, una del montón, y la dejamos aparte en reposo para que ganase crédito con la espera. Ya teníamos monja para el apaño, nos felicitamos. Al cabo de una semana -un tiempo que nos pareció prudencial a efectos de no levantar sospechas-, llevamos en persona al convento de San Bernardino un saco de plástico transparente que contenía un revoltijo de huesos grandes, tipo fémur, mezclados a barullo con otros menudos como falanges, falanginas y falangetas. A quien pudo pertenecer todo aquello en vida es un misterio que más vale dejar quieto porque su resolución, a estas alturas, ya no le interesa a nadie. Lo relevante del episodio, y lo que me sigue maravillando, es que las monjas nos creyeron a pies juntillas cuando les dijimos que el convoluto pertenecía, sin ningún género de dudas, a quien ellas esperaban. Ni que decir tiene que recibieron el regalo con una inmensa alegría y que, para celebrar la ocasión como merecía, organizaron un entierro del copón bendito en el que la tristeza no tuvo vela. 

Hace poco recordaba la anécdota con una amiga pensando compartir con ella un secreto con cierta fragancia poética. Pero la chica me salió rana. Resultó ser el vivo ejemplo de los tiempos broncos y malhumorados que nos toca vivir. No entendió el fondo de la historia y lo único que se le ocurrió fue largarme un speech lleno de recriminaciones. Que habíamos abusado, me dijo, de la confianza que unas pobres monjas habían depositado en nosotros; que las habíamos engañado miserablemente entregándoles unos restos que podían haber pertenecido a cualquier; que si tal y que si cual. Hasta que llegó la guinda: que todo en aquel camelo, concluyó avinagrada, resultaba absolutamente repugnante e imperdonable. Punto pelota. Vista la cosa por su arista más viva, no le faltaba su parte de razón. Sin embargo, yo prefiero enfocar el problema por su vertiente cachonda y bienintencionada, o sea, la de una mentira piadosa a la que no le falta su puntito gamberro. Además, si vamos a ponernos en plan tiquismiquis, las leyes de la probabilidad me otorgan una posibilidad entre miles que vale su peso en oro. Tirando por ahí: ¿quién puede asegurar que no acertamos con los huesos correctos? Cabe al menos una posibilidad de que la elección nos pillara inspirados. Digo más: a lo mejor, no fuimos sino el instrumento del destino, o de la divina providencia, para devolverle a la difunta el lugar que le correspondía en el seno de su congregación. Ni tan mal. 

lunes, 23 de noviembre de 2020

Madrid-Rabat y, de fondo, el telurio.


Al otro lado del Estrecho, andan muy al tanto de las cosas de España. Cualquiera en Rabat o Tetuán es capaz de recitarte de corrido la alineación de los dos grandes de la liga de futbol española. Lo mismo están al cabo de la política; sobre todo los más pudientes, por la cuenta que les trae. Marruecos es un vecino que tiene siempre puesta una oreja hacia septentrión por escuchar qué música suena en la península y, si le llegan acordes de tangana, se prepara de inmediato para sacar provecho. Ya saben: "a río revuelto…" Pues eso. Mohamed VI está al corriente del desmadre que nos traemos por aquí y ha decidido apretar las tuercas. No falta quien le sople que nuestro gobierno de coalición centra la mayor parte de sus esfuerzos en mantenerse coaligado a duras penas y en buscar apoyos de partidos insólitos para aprobar unos presupuestos que, luego, rayando la esquizofrenia o el trastorno disociativo, se enmienda a sí mismo a traición. Un chollo para oportunistas, vaya.

Lo último que necesitábamos en tal situación es que algún político ansioso se hiciera notar sirviendo a nuestro vecino una excusa perfecta para liárnosla parda. Lo digo por Pablo Iglesias, claro. Nuestro vicepresidente segundo, según parece, tiene en la cabeza un Pepito Grillo sonado que le aconseja hacer justo lo contrario de lo conveniente. Sólo así se concibe que haya provocado un conflicto diplomático, o casi, exigiendo la celebración de un referéndum de autodeterminación en el Sahara después de que el Frente Polisario le hubiese declarado la guerra a Marruecos. Un ejercicio de realpolitik al alcance de muy pocos: Chiquito de la Calzada, si acaso. No hace falta ser el mejor estadista del mundo, ni siquiera uno mediocre, para llevarse sabido a la política que sembrar vientos obliga a recoger tempestades; justo lo que ha sucedido a cuenta del desparpajo torero de nuestro vicepresidente. El gobierno marroquí ha tardado un minuto coma cero en montárselo de ofendido, lo cual, traducido al cristiano, quiere decir que piensa devolvernos el agravio elevando sustancialmente el precio o la fuerza de sus demandas en cualquier negociación inminente o futura.

Si yo estuviera en el pellejo de Mohamed VI, a la vista del putiferio que tenemos organizado en casa, me inclinaría a pensar que el destino me lo pone facilón y que tengo que aprovechar la coyuntura para rascar algo. Si el monarca alauita deja pasar esta oportunidad sin sacarle el jugo se tendrá que conformar más tarde con cuatro huesos pelados. También él tiene en mente ese riesgo. Por eso mismo lleva meses forzando la mano a fin de no perder comba. En marzo, comenzó la escalada de la tensión cerrando la frontera de Ceuta y Melilla; ahora, la agrava dejando que los cayucos enfilen proas hacia Canarias desde sus costas. Esta estrategia cojonera es todo un clásico y tiene por objetivo desestabilizar al oponente -o sea, nosotros- con la intención de llegar a la mesa de negociación en una posición de fuerza que le consienta avanzar en sus demandas tradicionales, a saber: reconocimiento de la soberanía marroquí sobre nuestras ciudades autónomas norteafricanas, ídem sobre los territorios del antiguo Sahara español, y, además, la extensión de su frontera marítima incluyendo aguas -solicitadas también por nuestro país- dentro de las cuales se localiza, a 1.100 metros bajo el nivel del mar, una auténtica mina del rey Salomón riquísima en telurio y cobalto.

A ver cómo logramos salir de esta.

lunes, 9 de noviembre de 2020

El virus del liberticidio

             


El gobierno publicó el jueves una nueva orden ministerial en el BOE que tiene por objetivo fijar un procedimiento para luchar contra la desinformación. El texto plantea como una de sus máximas apoyar “el fomento de la información veraz, completa y oportuna que provenga de fuentes contrastadas de los medios de comunicación y las Administraciones en el marco de la comunicación pública”. De primeras, sin pararse en análisis, la copla suena a gloria bendita. El problema es que, a la segunda, a poco que uno pone a funcionar la materia gris, esa impresión inicial queda rápidamente superada por la convicción de que la libertad de expresión debería dejarse de alegrías y buscarse un buen abogado que defienda su integridad en los tribunales. Las amenazas que se ciernen sobre su cabeza son de una gravedad extrema porque el documento de marras deja que corra entrelineas el virus del liberticidio sin ponerle coto. Dependiendo de la interpretación que se ofrezca del término “desinformación”, y a poco que la misma se incline en favor de los intereses del gobierno de turno, cualquiera que no trabaje al dictado de la superioridad puede verse en la triste situación de vestir un sambenito camino de la hoguera –en sentido figurado, se entiende–.

Las críticas a la orden ministerial no se han hecho esperar y van todas en el sentido de denunciar los posibles abusos a que podría dar lugar la aplicación del procedimiento previsto en la misma. El gobierno se defiende alegando que el contenido del texto en modo alguno pretende favorecer una censura informativa sino arbitrar los medios para detectar campañas de comunicación promovidas desde el exterior con el ánimo de inmiscuirse en asuntos de interés nacional. Pero, por mucho que utilice como excusa un argumento que viene a ser algo así como la versión millennial del contubernio judeo-masónico, la orden ministerial –toda ella– tira un tufillo a inquisición mediática que revuelve el estómago. El documento, adrede o no, deja abierta una puerta que consiente explorar la posibilidad de fijar a conveniencia “verdades oficiales” sobre cualquier asunto noticiable; de ahí a silenciar a quienes pretendan oponer algún argumento o información alternativa hay un paso muy corto que pasa por tachar de falso todo aquello que no se ajuste a la versión canónica.

En el corazón de Europa no ha hecho ni pizca de gracia que uno de sus estados miembros saque los pies del tiesto en una materia tan delicada como es la libertad de expresión/prensa. De hecho, se han equipado con lupa para analizar el nuevo procedimiento de actuación aprobado por nuestro gobierno. “Lo estamos estudiando”, ha dicho un portavoz del Ejecutivo comunitario. Primer aviso. Y, si no media una rectificación urgente, llegará en breve la regañina o el rapapolvo. La prudencia aconsejaría retirar el bodrio a cocinas antes de que eso ocurra, pero este gobierno no tiene por costumbre cejar en sus empeños ni escuchar reparos salvo que vengan acompañados por una amenaza de retirada de crédito.


domingo, 1 de noviembre de 2020

Canción triste para Lucía

 


Mi madre guarda en un cajoncito una ficha sobre la que mi difunto tío Matías le anotó con caligrafía de escolar aventajado los nombres y las fechas de nacimiento de padres y hermanos. Hace poco me la enseñó y, mientras repasaba los datos que figuraban sobre el papel, caí en la cuenta de que faltaba el nombre de la hermana mayor: Lucía. Me dio por pensar entonces en el porqué de una omisión tan extraña hasta que llegué a la conclusión de que, bien mirado, la cosa no resultaba tan chocante teniendo en cuenta que, dentro de la familia, apenas se hablaba nunca de ella ni se la recordaba casi. 

Lucía no tuvo suerte en la vida. Desde chica manifestó un desequilibrio mental que obligó a mis abuelos a recluirla, siendo ya jovencita, en el Manicomio Provincial de Valladolid. De ese modo, pasó a poblar un inframundo de enajenados y dementes en el que cabía cualquier rareza. Ella fue a partir de entonces una sombra más de las que pululaban en los corredores, patios y salas de aquella institución horrenda que había tomado asiento sobre las dependencias de un antiguo monasterio jerónimo y que, durante medio siglo, sirvió para extrañar entre sus muros a todo aquel que no pasaba por cuerdo; entre otros, mi tía Lucía. Mi madre recuerda que, cuando bajaban a verla desde Mucientes, su hermana se mostraba huraña y esquiva como un animal acosado. Sólo se acercaba a los suyos al inicio del encuentro para solicitarles con mucha desesperación que le diesen agua. Al parecer, sus cuidadoras se la escatimaban, probablemente, digo yo, para que después de beber no se orinase encima. Luego, Lucía rehuía todo contacto con mohines y buscaba refugio en los ángulos oscuros de la alcoba donde las luces del sol no alcanzaban a estorbar su locura.

A Lucía, los años de manicomio le fueron consumiendo las fuerzas hasta que un día la muerte se presentó a las puertas de aquel infierno para llevársela de la mano. Todavía era joven, pero su desvarío y el trato inhóspito que recibió durante su encierro pudieron con ella. La historia finaliza malamente con su cuerpo bajo tierra en el cementerio y una cruz de latón clavada a la cabecera de su tumba. Tras darle sagrada sepultura, los miembros de mi familia volvieron a casa y se entregaron de nuevo a la tarea diaria del humilde, que no es otra sino deslomarse para poner un plato de comida sobre la mesa. La corriente de la vida siguió su curso sin Lucía y, poco a poco, las vicisitudes diarias fueron orillando su recuerdo hasta dejarlo encallado en las proximidades del olvido. Por esa razón, al cabo de una eternidad, mi tío Matías omitió sin querer su nombre al escribir la ficha que guarda mi madre. Lucía no era para entonces sino un fantasma del pasado. Tan sólo los años que su muerte prematura dejó pendientes lloraban aún su pérdida y la llamaban desde el revés del tiempo para que volviera a cumplirlos.

domingo, 11 de octubre de 2020

Ni cogobernanza ni hostias

 

La soberbia de Pedro Sánchez es inversamente proporcional a su estatura política. Tiene un ego con metástasis que no soporta una réplica y, menos aún, un revés judicial. Por eso, cuando el pasado jueves el Tribunal Superior de Justicia de Madrid le tumbó esa chapuza de orden ministerial con ínfulas de ley grande que él había impulsado para rendir a Díaz Ayuso, en lugar de contentarse con la adversidad, se enfurruñó como un niño malcriado y tonto al que le niegan un capricho. Mal rollo. En esa misma situación, cualquier político fino hubiera entendido el mensaje de los jueces –por ahí no, Pedro– y, luciendo cintura para fintar en corto, habría ofrecido a su rival político una solución de consenso que le permitiese desatascar el embrollo recuperando de paso la iniciativa. Pedro Sánchez, sin embargo, le concede al orgullo esa preponderancia que le niega a la mesura. Vanitas vanitatum et omnia vanitas. Eso explica que, lejos de recular, haya vuelto a la carga doblando la apuesta para demostrarnos quién manda. En ese plan, ha impuesto su decisión personalísima de escarmentar a la Comunidad de Madrid –que es un triángulo incómodo en el centro de la masa peninsular–­ aprobando un estado de alarma que se propone dejar claro en la Puerta del Sol cómo Moncloa no consiente otra cosa salvo el sí bwana. Ni cogobernanza ni hostias.

Y por esa vía, los madrileños de a pie hemos acabado sumando a nuestra condición de gatos la de represaliados políticos sui generis que no pueden siquiera denunciar su caso ante las organizaciones internacionales con garantías de que lo tomen en serio. Habrá quienes toleren de buen grado la nueva situación. Nada que objetar; para gustos, los colores. A los demás, sólo nos queda plantar cara organizando en las calles un dos de mayo o montando en las redes una revoltosa bullanguera y cachonda que la emprenda a coñas con quien nos gobierna al dictado. Tacho la primera opción, que un alboroto gordo sólo puede acabar en disturbios o contagio, y no estamos para eso, un poquito de por favor. En cambio, me apunto a la segunda en vista de que me permite lucir un punto libertario y borroca sin riesgos aparentes ni daños a terceros. Al parecer, no soy el único que aprueba la moción. Acabo de abrir el móvil. Tres whatsapp le arrean de lo lindo a Pedro Sánchez. Con permiso del respetable, me sumo a la fiesta.


sábado, 3 de octubre de 2020

República post-Covid

 


Desde el pasado marzo, el país está en vilo por culpa de una enfermedad vírica que se está llevando por delante miles de vidas. Sin embargo, pese a la mortandad causada por el virus, algunos miembros de nuestro Gobierno –con el vicepresidente segundo a la cabeza– parecen más preocupados por montarnos una República post-Covid que por luchar a pie firme contra la pandemia. Oyéndolos, cualquiera diría que el anhelo máximo de esta tropa, por encima de victorias sanitarias, consiste en destronar a ese monarca borbón al que le profesan tanta tirria. Ahí tenemos, por ejemplo, a Alberto Garzón y Manuel Castells, ministros ambos, los cuales, en cuanto les ponen un micrófono delante, prodigan refunfuños y tarascadas contra el actual jefe del Estado como si les fuera en ello el jornal. ¡Leña al mono! Todo por la República. Punto y aparte merece la ministra de Igualdad, Irene Montero, la cual, aunque pertenece al núcleo duro de la cuadrilla, parece haber apostado por adoptar una vena frívola para blanquear el negocio que se traen todos entre manos. La misma que le puso un aspersor al virus el 8-M, luce ahora palmito en el último número de la revista Vanity Fair –¡jo tía, qué mona!– y se nos presenta como una suerte de Marianne pija de posado facilón. Con la que está cayendo.

Las cifras de fallecidos por coronavirus asustan: 32.000 según los datos oficiales –estimación muy a la baja–, aunque su número aumenta de día en día sin que logremos ver la luz al final del túnel. O sea, una hecatombe sanitaria como no se ha conocido otra desde la gripe española de 1918. Pero al sector más a trasmano del Gobierno estas penalidades parecen importarle un carajo. Total, el marrón del muerterío se lo come el ministro de pompas fúnebres, Salvador Illa, que no pertenece a la cuerda. Mientras, ellos a lo suyo, que no es otra cosa sino ejercer de ingenieros sociales para diseñar sobre plano un futuro tricolor. Y en eso estamos. Pero, ojito, que una maquinación de ese tenor en tiempos de pandemia puede llevar cosida al forro una maldición gitana. Lo mismo, como se descuiden, a la vuelta de dos meses, por culpa del virus, no queda ni el Tato para llevar adelante el proyecto que tanto anhelan. Luego, que no digan que nadie les avisó.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Cat people


En Ventas de Huelma, población granadina asentada entre el Barranco Hondo y el Arroyo de los Frailes, algunos vecinos aseguran haber avistado una pantera. Al parecer, un ciclista logró fotografiar a la fiera –de lejos, claro– mientras esta olisqueaba entre los olivos. Otro paisano ha declarado que la sintió rugir a sus espaldas, aunque no alcanzó a verla. El caso es que estos testimonios, y otros semejantes, tienen a los comarcanos en alerta y medio confinados en sus casas por miedo a que el gato pueda salirles al paso en una descubierta y presentarles sus credenciales. El alcalde mismo los ha llamado a la prudencia. Las zonas rurales no están sobradas de población como para que se echen a perder vecinos por una valentonada. Y, mientras, el Seprona se dedica a buscar a la fiera por los campos sin saber todavía a ciencia cierta si el animal es real o el producto de un delirio colectivo.

El caso recuerda al suceso reciente del cocodrilo de Simancas, aunque este de ahora –que me perdonen mis paisanos vallisoletanos– me resulta más atractivo. Al fin y al cabo, un caimán no es otra cosa que un lagarto aquejado de gigantismo; o sea, igual de feo, pero mayúsculo. En cambio, la pantera es una hermosura que pasea su elegancia indolente por la foresta como si el mundo se la trajese al pairo. No hay color. Llegados a este punto, debo reconocer que mi predilección por la segunda le debe mucho al celuloide. Tengo un fondo cinéfilo que es un trastero de imágenes apiladas sin criterio en el que cabe, por ejemplo, el vago recuerdo de una película como “Cat people” –titulada en español “El beso de la pantera”– que es la culpable en gran medida de mi fascinación por los felinos. La cinta es un remake de un clásico homónimo del maestro Jacques Tourneur, y cuenta la historia de una mujer, Irena, que se transforma en pantera cuando la calentura la arrastra al fornicio. La película es perfectamente prescindible salvo por un detalle: el papel de la protagonista lo interpreta Nastassja Kinski, bellísima actriz de origen alemán que despliega sobre la pantalla una sensualidad voluptuosa capaz de poner palote al lucero del alba. Me recordaba un amigo hace tiempo que todos los adolescentes de nuestra generación estábamos enamorados de la Kinski. Esta película demuestra que teníamos razones sobradas para beber los vientos por ella. 

Y volviendo a Ventas de Huelma, que fue por donde comencé estas líneas, confieso que me ha venido en mente la ocurrencia onírica de que la pantera que busca el Seprona en el término municipal pudiera ser otra Irena, como la del largometraje, a la que una noche de placer le ha jugado la faena del transformismo. ¿No me digan que la idea no tiene su puntito de morbo? Sin embargo, ese desvarío tiene un recorrido muy corto, mal que le pese al tercio lunar de mi imaginación. Por desgracia, los sueños son relatos efímeros que no sobreviven más allá de unas horas, y, este mío de la metamorfosis, tiene un plazo que está a punto de expirar a diecinueve de septiembre. La realidad llegará en breve para darle la puntilla de la mano del Seprona. Que no era pantera sino gato, explicará a los medios su portavoz añadiendo todo tipo de pruebas para demostrarlo. A continuación, las autoridades darán el asunto por zanjado y los vecinos de Ventas de Huelma volverán con alivio a sus vidas corrientes. Y sanseacabó, que la verdad encuentra siempre el camino más prosaico entre dos puntos.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Blas de Lezo versus Black Widow



El siglo XIX inventó nuestra historia nacional –igual que inventó la nación misma–, y desde entonces todos hemos pasado revista a los siglos según el guion que dejaron escritos nuestros tatarabuelos. En esa Historia viejuna y rancia, los héroes jugaban un papel crucial como modelos de virtud cívica y ejemplos de entrega por la patria. Quienquiera que se hubiera liado a mandobles o cañonazos con el inglés, el francés, el moro o cualquier otro enemigo, era un firme candidato a ostentar la condición de héroe, aunque sólo los más esforzados entre ellos –o los más sacrificados– fueron tratados finalmente de tales. Blas de Lezo, es el último numerario que ha tomado plaza en ese cuerpo glorioso, y ha ingresado en el mismo, un poco a destiempo y a la fuerza, por gracia de un sector de la cultura y de la opinión pública española empeñado en convertir el panteón de los héroes patrios en el camarote de los hermanos Marx.

A propósito de Blas de Lezo, he leído que fue un marino fuera de serie. No seré yo quien lo discuta. Al fin y al cabo, poco puede opinar sobre cuestiones náuticas un talento de mi valía que no sabe si la popa de un navío es el extremo romo por donde colea el timón o la parte afilada que taja las olas. Lo que sí me atrevería a decirles a sus fervorosos admiradores es aquello de “menos lobos, Caperucita” porque, a poco que uno lea variado y con ojos limpios, advierte enseguida que el personaje real se compadece mal con la versión idealizada del mismo que nos proponen sus apologetas. En este sentido, Blas de Lezo es un buen ejemplo de cómo se construye un mito a partir de un personaje de carne y hueso. El objetivo se consigue a fuerza de hacer mucho hincapié en aquellos adornos –inventados o reales– que sirven para ensalzar la figura escogida, soslayando, por contra, las inconveniencias que pudieran afearla; dicho con otras palabras, utilizando la elipsis y el panegírico como recursos complementarios para perfilar una biografía sin tacha.

En cualquier caso, si toca hablar de héroes, debo reconocer que, personalmente, me molan más los superhéroes de la Marvel. Enfundados en traje de látex, o en unitardos de cuero y nanofribas que transparentan unas anatomías pluscuamperfectas, realizan proezas imposibles para salvar al mundo y a la humanidad de la destrucción. Un pasote. Por eso, puesto a escoger, mejor una belleza como Black Widow –¡vaya mujer!–, que un tipo cojo, manco y tuerto al que le sobraba arrogancia como para dar corriente durante años a dos líneas genealógicas de la nobleza más altiva. Además, los héroes de la Marvel tienen otra ventaja que añadir en su favor: sabemos a ciencia cierta que son el producto de la imaginación febril –dejémoslo ahí– de sus creadores; o sea, que son pura ficción. Nadie discute su naturaleza fantástica, contrariamente a lo que sucede en el caso de los héroes nacionales, a los que se pretende hacer pasar sin discusión por verídicos, aunque sus biografías no sean otra cosa que un rollo macabeo –muy interesante desde el punto de vista historiográfico– que abunda en trampas, tergiversaciones, faltas de exactitud y medias verdades. Por esa razón, yo prefiero con los ojos cerrados a Black Widow sobre cualquiera de nuestros héroes carpetovetónicos. Ella sí que tiene su puntazo sin necesidad de que nos tomemos en serio su existencia. 



lunes, 24 de agosto de 2020

El pinsapo y la monarquía

El pinsapo es una especie de abeto que sólo podemos encontrar en las serranías béticas de Málaga y Cádiz. Se trata de una especie relicta; es decir, un vestigio de los bosques de coníferas que cubrían de verde oscuro grandes extensiones de Europa durante el Terciario. La subida de temperaturas del período postglaciar fue comiéndole terreno y relegándola a entornos reducidos en los que seguían dándose las exigentes condiciones ambientales que requiere para vivir. Quiere esto decir que se mantiene todavía en activo de puro milagro, refugiada en santuarios ecológicos desde los cuales añora su antiguo señorío.

La monarquía, como sistema político, también es una especie relicta. Pertenece a un ecosistema político y social que remite al pasado, cuando la sangre de los reyes era azul y los palacios tenían un trono bendecido por la gracia de Dios. El hábitat se le fue poniendo duro con el correr de los tiempos y la contemporaneidad (de la Revolución Francesa para acá) le resultó letal: algunos monarcas subieron al cadalso a dejarse la cabeza, otros fueron fusilados sin miramientos y, los más afortunados entre los desgraciados, fueron condenados al exilio o vieron sus reinos mermados por culpa de territorios que jugaron con éxito la baza de la independencia. El resultado fue que el paisaje político, a vista de pájaro, acabó sembrado de repúblicas, democráticas o no. Con todo, la institución logró sobrevivir en algunos países adaptándose mal que bien a las circunstancias. España fue uno de los lugares en los que, tras un periplo azaroso y convulso, la monarquía logró salvar los trastos amoldándose a un marco constitucional y olvidando los dejes absolutistas de antaño.

Pese a todo, nuestros republicanos más recalcitrantes no tragan con el hueso de tener un rey a la cabeza del Estado. Siguen sin perdonarle a la monarquía el pecado original de ser una institución hereditaria desde los tiempos de Maricastaña, y buscan por activa o pasiva finiquitarla lo antes posible para instaurar en su lugar una Presidencia de la República –mucho más molona y moderna– cuyo titular sea elegido por sufragio. Sin embargo, aunque adornen el discurso con mucha pirotecnia dialéctica, me parece a mí que no trae cuenta montar un carajal del copón de la baraja para cambiar la forma de la jefatura del Estado, sobre todo porque ese quitaipón, por mucho que ellos digan lo contrario, no mejoraría en nada las condiciones de vida del común, que es el meollo a considerar cuando se pretende forzar un cambio. En mi opinión, mientras la monarquía cumpla con el papel constitucional que tiene otorgado –y cumple–, el gorro frigio de Marianne puede seguir apolillándose en el arcón del bisabuelo. Tenemos retos por delante en los que nos jugamos el tipo, y ninguno de ellos pasa por discutir cómo perfilamos a la moda la puntita de nuestro organigrama político. Entiendo que, para la élite de la izquierda más extremosa, cuyos genes se ponen tiesos apenas avistan una tricolor, la consecución de la República (tercera edición) constituya un argumento crucial de su programa político. Más ahora, cuando la propuesta sirve también para desviar la atención del bárcenas que se les viene encima. Pero a mí que no me busquen con ese rollo. Ponen en Netflix “The Haunting of Hill House”. Ya tengo plan.


sábado, 8 de agosto de 2020

El arca de Babel

Una leyenda urbana dice que tanto las boas como las pitones que algunos tienen en sus casas como mascotas aprovechan las siestas de sus dueños para subirse al colchón, estirarse a su lado e ir tomándoles las hechuras –alto y ancho, en centímetros- antes de decidirse a pasarlos por el esófago. Ya sé que es sólo un cuento chino, pero, de todas formas, yo no dormiría tranquilo sabiendo que una serpiente del calibre de una bajante comunitaria campa a su bola por casa. Por esa razón, me cuesta un mundo entender qué atractivo puede encontrar el prójimo en convivir con unos bichos de los cuales sólo cabe esperar que no te abracen si se ponen a malas. O los dueños tienen un temple muy especial o les falta un hervor. En mi humilde opinión, sólo la sensualidad y la belleza reventona de Salma Hayek parecen capaces de meter en cintura a una pitón albina hasta llevarla a un estado de comunión espiritual y erótica. Pero esa es otra historia. 

              Salma Hayek: biografía y filmografía - AlohaCriticón

Todo lo anterior sirve como preámbulo para manifestar mi asombro porque, en los últimos años, la peña se haya dejado llevar por un cierto espíritu snob que ha convertido el universo de las mascotas en un putiferio zoológico del copón bendito donde cabe cualquier rareza: serpientes, tarántulas peludas, cocodrilos, tortugas carnívoras, monos con los huevos de color azul celeste, pajarracos de mal agüero, roedores de todo tipo y condición, etc... Por lo visto, ha perdido morbo ese típico conejito blanco de antaño que, cuando alcanzaba edad de merecer, terminaba invariablemente reducido a tajadas en la paella dominical. Todo un clásico que llenó de niños traumatizados las consultas de psicología infantil.


Ante semejante estado de cosas, el Gobierno pretende elaborar un listado de las variedades faunísticas que un españolito puede tener en la república independiente de su casa. La idea consiste en reservar el título de mascotas sólo para las especies ya domesticadas a fin de servir a un triple propósito: frenar el mercado negro de ejemplares silvestres; estorbar la importación de animales peligrosos que pudieran merendarse a cualquier transeúnte en caso de fuga; e impedir que la fauna alóctona se convierta en un caballo de Troya que nos cuele de rondón otro maldito Covid. 


Parece prudente poner un poco de orden en esta Babel biológica que hemos creado. Hasta Noé estableció normas precisas y dispuso a los animales en el arca de modo concienzudo para impedir que se pudiera organizar un Cristo en las bodegas que acabase con unas especies sirviendo de condumio a las otras. Pese a todo, estoy seguro de que el listado que pretende aprobar el Gobierno no satisfará a los forofos de lo exótico. En mi caso, me declaro a favor de la medida y sólo me mostraría partidario, por puro pragmatismo, de aceptar una excepción a la norma: la posesión de un acuario con pirañas donde deshacerse de un vecino coñazo sin dejar rastro. 

sábado, 25 de julio de 2020

Españoles por el mundo: Al Roj (Siria)










 


En el noreste de Siria hay un campamento de refugiados en el que malviven diecisiete niños españoles. El lugar es uno más de los poblados chabolistas que abundan en los confines de la guerra y en las zonas maldecidas por la ira de Dios. Tiene un nombre feo y rasposo, Al Roj, y está formado, lo mismo que todos los demás, por tiendas de lona y plástico que desconocen tanto la albañilería como la higiene. En esa tiendópolis de miseria, enfermedades y piojera, los diecisiete menores están pasando las de Caín porque llevan encima el estigma de ser hijos de aquellos españoles que engrosaron las filas del ISIS. Hay males que uno se gana a pulso y otros que le vienen por herencia, ya sea un trastorno o el sambenito de una filiación chunga. En el caso de los diecisiete de Al Roj, el hecho probado de que sus padres participaran en la construcción de ese horror sin paliativos que fue el Estado Islámico les ha puesto una tacha de vergüenza sobre el DNI que los identifica como parias.

Los diecisiete niños deberían haber regresado a España hace tiempo. Sus familias se quejan de esa demora y siguen aguardando, con el corazón en un puño, que alguien firme la orden de repatriación. Pero el Gobierno se malicia que, a lo peor, la decisión de favorecer su vuelta puede meternos en la cocina a futuros yihadistas. Los prejuicios que gusanean por debajo de esa paranoia caben en un sólo refrán: “de tal palo tal astilla”. Y, por ahí, se vuelca sobre los diecisiete inocentes la infamia de presuponer que, por ser hijos de quienes son, manifestarán el día de mañana, cuando sean mayores, una tendencia innata a inmolarse a lo bestia en un lugar público. Es un prejuicio profundamente injusto. Nadie puede leer el futuro en los ojos de un niño ni escribir el índice de su vida en la primera página de un libro en blanco. Eso es imposible. A lo mejor resulta que cualquiera de ellos –paradojas de la vida– alcanza más adelante la solución para salvarnos de la próxima pandemia. ¿Quién sabe? Podría ser. Sin embargo, sobran los futuribles a la hora de defender las razones por las cuales el Gobierno debería solicitar su repatriación. A tal efecto, basta alegar un sólo motivo: todos ellos son españoles y, en cuanto tales, les asiste el derecho a que el Estado se deje la piel por conseguir su vuelta, porque si no, si damos por sentado que ese mismo Estado puede convertirse en un juez caprichoso al que le cabe discriminar y abandonar –con razón o sin ella– a aquellos de los suyos que le resultan incómodos, entonces, ¿para qué sirve tanto rollo de Constitución y derechos fundamentales, o tanto llevar impresa nuestra fotografía sobre un título de identidad? En ese caso, mejor la selva. Hasta Mowgli fue acogido por una manada de lobos que fueron capaces de vencer su resquemor hacia la especie humana. Preciosa lección.

sábado, 11 de julio de 2020

Ortega Smith y el euskera


Ortega Smith es uno de esos tipos que se caracterizan por su falta de prudencia. Tiene el defecto de entrar a saco en cualquier asunto, y con una frecuencia que no deja día en blanco sobre el calendario. El último desbarro es de anteayer, como quien dice, y ha tenido que ver con el euskera. Ha dicho el señor Ortega Smith que el euskera batua, la lengua vasca unificada a partir de las distintas variantes tradicionales del euskera, es una lengua que recurre a palabras “inventadas”
y a otras procedentes de "dialectos de distintas aldeas que no se entendían entre ellas". Yo no sé qué tipo de saña tiene este señor con las lenguas españolas, fuera del castellano, que, a la que puede, se empeña en ningunearlas como si fueran monedas falsas.

El señor Ortega Smith no entiende que hay españoles que tienen una lengua materna distinta del castellano. No lo entiende porque tiene en la cabeza una España canija y pobre, una especie de Lilliput de cartón piedra plagada de rojigüaldas, que desprecia todo aquello que se aparta un pelo de la herencia de Berceo. Por eso, durante el mitin celebrado en Vitoria el domingo pasado, no encontró reparos en soltar una tarascada contra la lengua vernácula de la región. Que lo que habla el paisanaje de por allí recurre a palabras inventadas, dijo. Le faltó añadir, aunque se sobreentiende, que los vascos deberían dejarse de chorradas y aprender el único idioma fetén que merece consideración; o sea, el castellano. Por ahí van los tiros. Con todo, lo peor del exabrupto no es la discutible afirmación sobre los “inventos” incorporados a una lengua ancestral, sino el desprecio sin matices que destilan sus palabras. Aprovechar la celebración de un mitin en la capital alavesa para airear esa inquina supone una agresión gratuita y, lo que resulta peor, una muestra de mala educación. El papá del señor Ortega Smith debería haberle enseñado de chiquito que no se puede acudir a la casa de nadie a faltarle al respeto.

Yo no voy a entrar en discusiones sobre el vascuence o euskera porque voy muy justito en materia filológica, y, para colmo, el espíritu santo se niega a concederme una lengua de fuego con la que avanzar en los intríngulis del asunto. Pero no me resisto, en cambio, a señalar la empatía como la condición necesaria para meter baza en cualquier debate sin correr el riesgo de finalizarlo a hostias. El Diccionario de lengua española define la empatía como la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. El señor Ortega Smith desconoce la existencia misma del término porque el Diccionario, lo mismo que la Gramática o la Historia, sólo son para él mamotretos de canto duro con los que arrearle un ladrillazo a todo aquel que no comparte su fanatismo. Sin embargo, a pesar de esa ignorancia suya, bastaría con que se permitiese participar afectivamente del cariño que muchos vascos le tienen a su lengua materna para que probase los efectos benéficos de la empatía y comenzase a ver las cosas de colorines; o sea, de una forma distinta y más rica al claroscuro habitual. Pero él no contempla esa posibilidad porque las neuronas que circunnavegan desnortadas por su cerebro –estoy tentado de pensar que no pasan de dos– le reclaman una España furibundamente monolingüe, y, en ese plan, no hay fuerza ni maña que pueda con el cerrojo.

sábado, 4 de julio de 2020

La búsqueda de los huesos mondos de Calderón de la Barca




Calderón de la Barca falleció el 25 de mayo de 1681. En el momento de rendir su alma al Altísimo, no podía imaginar nuestro ilustre dramaturgo que a sus castigados huesos se les habría de negar la posibilidad de que disfrutasen en paz de los primeros compases de la eternidad. Diversas vicisitudes, a lo largo de los siglos, impidieron que tuviesen una sepultura definitiva y los condenaron a sufrir sucesivos traslados que nunca acertaban con el sitio. En cada movimiento, los perros del vecindario correspondiente buscaban cómo hurtar del saco alguna costilla o, si tenían suerte, alguna pieza mayor tipo fémur. La imagen de un chucho royendo con ahínco una canilla del genial dramaturgo en un callejón del antiguo Madrid, tiene algo de poética naif que me fascina. Al cabo de seis traslados, el remanente del esqueleto del pobre Calderón no daba siquiera para ilustrar una clase de anatomía en condiciones, así que, recién inaugurado el siglo XX, lo poco que quedaba de su arquitectura ósea original se metió en una arqueta de mármol que se exhibió durante años en la parroquia madrileña de Nuestra Señora de los Dolores. Luego vino la Guerra Civil, la destrucción parcial de dicha iglesia y la pérdida u ocultación de los restos.

Ahora, nueve expertos, entre profesores universitarios, arqueólogos y especialistas en georradar, han decidido aunar esfuerzos a fin de localizar la dichosa arqueta, confiándose a la hipótesis de que la misma fue emparedada al objeto de preservar los restos del literato de un posible saqueo. Para llevar a buen puerto la empresa, esos nueve expertos se ayudarán en sus pesquisas de un menaje de alto nivel que ahorrará destrozos en el templo, aunque sospecho que, tal vez, teniendo en cuenta lo que pretenden, una sesión de guija ajustaría los resultados de la búsqueda con más criterio.

Confieso que, más allá del morbo, no veo qué interés puede tener nadie en montar una operación rescate de semejante envergadura para encontrar unos simples huesos, por muy de Calderón que sean. A lo mejor es que el pack viene con sorpresa. Lo mismo, los restos óseos del egregio dramaturgo son de kriptonita –que se paga a precio de oro en los mercados del mal–, o contienen alguna sustancia que puede servir de cura contra el Covid-19, o, cuando menos, como afrodisíaco para los donjuanes que se ven en la necesidad de seguir en el tomate después de gastar las primeras salvas. Pero me da que los tiros no van por ahí. De primeras, el asunto tiene toda la pinta de ser una tontuna del quince que responde, antes que nada, al deseo de los responsables del proyecto por garantizarse portadas en los principales medios de comunicación gracias al relumbrón de un hallazgo mediático. Visto así, y descartando que la localización de los despojos de nuestro ilustre escritor vaya a redundar en un mayor conocimiento sobre su figura –descártenlo de plano–, no queda sino concluir que la operación de marras se suma por propia voluntad a una corriente que podríamos denominar “arqueología del famoseo”, la cual no tiene otro propósito salvo tirar a la luz los huesos, la camisa, el rosario o el prepucio de una gloria antañona para presentarlos, a todo bombo, ante un público ávido de reliquias. Por eso, a lo más que llegará la cosa de Calderón, si es que cuaja en algo, será a reponer la famosa arqueta de mármol con sus restos en un lugar visible a fin de que cualquiera pueda hacerse un selfie delante del monumento para dárselas después de cultureta con los amigos. Sanseacabó.





domingo, 28 de junio de 2020

Verkhoyansk y el volcán de las islas Aleutianas


Verkhoyansk es una minúscula ciudad siberiana, con pinta de andurrial nómada, ordenada en torno a tres calles mal puestas a orillas del río Yana. La ciudad, ubicada dentro del Círculo Polar Ártico, tiene censados 1200 habitantes que sobreviven a las pelonas invernales gracias a que están más que habituados a que se les hielen los mocos. Sin embargo, a pesar de tener acreditado el título de ser uno de los lugares más fríos del planeta, Verkhoyansk registró el pasado 18 de junio la sorprendente temperatura máxima de 38º. Una auténtica barbaridad. En Madrid, por ejemplo, no hemos alcanzado ese pico en lo que va de mes; y eso que la patria chica de Lope y Calderón pasa en la actualidad por ser un horno asfáltico cuya temperatura sube en un plis plas a poco que le atiza la solana (de la calorina de agosto, mejor no hablamos). En resumen, que el Círculo Polar Ártico tiene una fiebre muy mala que le viene, según la opinión de los expertos, del maltrato que los humanos le venimos dando a la Naturaleza desde la época de la Revolución Industrial.

La enfermedad, en realidad, es extensible al resto del planeta en mayor o menor medida. Urge ponerle remedio antes de que nos veamos todos padeciendo veranos infernales cada vez más largos y sudando la gota gorda. Pero aquí pinchamos en hueso, porque, la verdad, a nadie se le escapa que la aplicación de esos remedios acabaría afectando de forma negativa a lo que la mayoría entiende por calidad de vida, y que ese empeoramiento es algo a lo que, tanto un rico podrido como un burgués medio pudiente, se avendrían de mala gana. Así las cosas, la propia naturaleza tendrá que apañarse una receta por su cuenta si quiere que le remita la calentura, aunque lo cierto es que ya dispone de un antipirético, en formato de cataclismo, cuyos resultados son inmediatos y espectaculares. Tal como suena. Esta misma semana, la prensa se hacía eco de los resultados de un estudio llevado a cabo por científicos e historiadores según el cual, en el año 43 a. C., se produjo un enfriamiento global del planeta motivado por una gran erupción volcánica en Alaska. En esa fecha, a tenor del relato de los investigadores, el volcán Okmok, localizado en el archipiélago de las Aleutianas, entró en fase de vomitona y arrojó al aire una ingente cantidad de gases y ceniza que formaron en la atmósfera una especie de barrera sucia y densa que impidió la entrada de la radiación solar. Los científicos estiman que, a consecuencia de este fenómeno extraordinario, la temperatura del planeta descendió en torno a siete grados de media.

O sea, que, a las malas, el problema del calentamiento global podría encontrar una solución, siquiera temporal, trámite un Okmok a lo bestia. Lo malo de una megaerupción es que no se detiene a considerar detalles menores como la destrucción que causa a su alrededor en primera instancia o la cantidad de vidas que factura al otro mundo convenientemente perfumadas en azufre. Sin embargo, en el otro plato de la balanza, sólo una hecatombe como la expuesta podría conseguir un descenso drástico de la temperatura y que el planeta volviese a disfrutar por un rato de ese Holoceno de lujo -templadito y benigno- que nuestra especie ha puesto en peligro con su progreso distópico. En cualquier caso, lo que quiera que haya de ser nos pillará finalmente en gayumbos, como siempre. Eso tan seguro como que tenemos la canícula a la vuelta de la esquina.

sábado, 20 de junio de 2020

A vueltas con las estatuas de Colón



Cristóbal Colón no es un personaje que me inspire simpatía. Desde que aparece en la historia zascandileando por media Europa con unos planos enrollados bajo el brazo, parece tener un único objetivo: hacer fortuna abriendo una nueva ruta para el comercio de las especias a través del Atlántico. A tal fin, buscó patrocinio para su proyecto en diversas cortes europeas, las cuales descartaron involucrarse en la empresa alegando que su idea dibujaba una tierra minúscula cuyas dimensiones no se correspondían con las dimensiones reales del planeta. Pese a que sus cálculos eran un despropósito notorio, tuvo suerte y consiguió que los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se interesasen finalmente en su plan y accediesen a financiarlo, y a firmar con él unas capitulaciones ventajosísimas diseñadas a la medida de su enorme ambición.

El 2 de agosto de 1492 se hizo a la mar con tres carabelas. Ahora sabemos que, tal como le habían criticado los sabios del momento, sus cálculos sobre las dimensiones de la tierra eran un puro disparate. Las naves se habrían ido a pique en cualquier punto medio del proceloso océano de no haberle puesto la suerte por medio una masa continental que se extendía ininterrumpida desde las tierras del Ártico hasta las proximidades del continente antártico. Lejos de advertir ese extremo, Colón, tan ignorante de la geografía real como rayado con sus elucubraciones, pensó que había cumplido finalmente su propósito de alcanzar las Indias navegando hacia poniente. Apenas desembarcado, en virtud de los acuerdos firmados con los Reyes Católicos, tomó posesión de las tierras recién descubiertas en calidad de Virrey y Gobernador General, y, a partir de ahí, se empeñó por imponer su ley a las bravas –siempre en provecho de su codicia– dando rienda suelta al tirano sin escrúpulos que anidaba en su pecho. Los nativos de la isla de la Española entendieron pronto que les había llegado por mar un diablo blancuzco y fiero que no escatimaba violencias ni crueldades a la hora de afirmar su santa voluntad.

Visto desde una perspectiva ética actual, resulta difícil explicar cómo se le pudieron dedicar monumentos en la península a un personaje tan poco edificante que nadie querría, pongamos por caso, como marido para su hija. Sin embargo, la explicación se abre paso si contemplamos que tales monumentos fueron erigidos en las postrimerías del siglo XIX en un ambiente de exaltación patriótica dentro del cual se consideraba que el “descubrimiento de América”, con Cristóbal Colón a la cabeza, había permitido a la nación española, recién unificada por obra y gracia de los Reyes Católicos, encontrarse con su destino imperial. Según esa interpretación, la gesta de las tres carabelas, siquiera de forma inconsciente, fue una odisea que permitió escribir en los siglos siguientes el capítulo áureo de la conquista, colonización y evangelización del Nuevo Mundo. Por esa razón, nuestros tatarabuelos redimieron a Cristóbal Colón de sus pecados, le buscaron un puesto de honor en la nómina de los prohombres de la patria y le dedicaron estatuas en las principales plazas del país.

Sin embargo, desde hace bastante tiempo, los historiadores, muy dados a olisquear en los archivos en busca de papelajos que los orienten sobre la realidad de las cosas pasadas, vienen ofreciendo una interpretación sobre el personaje más acorde con las evidencias que proporciona el análisis de la ingente documentación disponible. Aprovechando ese nuevo caudal de conocimiento, y con el viento a favor de las diatribas de algunos movimientos sociales reivindicativos, ha prosperado por nuestro país toda una tropa de justicieros que consideran que las estatuas dedicadas al marino genovés deben ser retiradas de los espacios públicos porque homenajean a un canalla cuya conducta no se ajustó, ni de lejos, a los parámetros éticos que rigen en la actualidad. Todos ellos forman algo así como una “Asociación de Amigos de la Damnatio Memoriae” cuyo máximo anhelo parece ser el establecimiento de una especie de checa cultural para juzgar en efigie y condenar al ostracismo a un tipo que lleva quinientos años criando malvas.

Yo no soy partidario de estas efervescencias iconoclastas, y me supone un trabajo cargante –que afronto de mala gana– el tratar de comprender las razones profundas que llevan a algunos coetáneos a extender el veneno de la destrucción contra expresiones monumentales y artísticas centenarias, por mucho que las mismas conmemoren a personajes cuyo comportamiento merecería en la actualidad la reprobación general más categórica.  Traer el pasado al presente para ajustarle las cuentas es como pretender hacerse un Terminator al revés; o sea, un lío cojonudo que no lo arregla ni Dios. Mejor dejemos las estatuas donde están, que adornan y sirven de percha a los pajaritos, y no andemos tocando los bemoles con pamplinas que no conducen a nada. El futuro no se construye derribando monumentos decimonónicos.

sábado, 13 de junio de 2020

El cocodrilo de Simancas y la ballena de Mucientes

El Pisuerga, a su paso por Valladolid, es un río manso y pachón a primera vista. Pero bajo su apariencia calma y sosegada oculta el secreto de un carácter turbio y tormentoso. Cada cierto tiempo, como si le pegase un chispún adolescente, sorprende con crecidas de importancia que lo llevan a desmadrarse. Pero, por mucho que se empeñe en dar la nota, no puede competir en nombradía con el Duero, que es el río grande y mítico de Castilla. Tal vez por eso, el Pisuerga pasa desapercibido para la mayoría, y nadie, salvo los ribereños o los excursionistas que van en busca de su nacedero en la montaña palentina, parecen tenerlo muy en cuenta.

Sin embargo, a veces, la fama lo busca a través de lo anecdótico, que es una forma transversal y castiza para concederle al humilde sus cinco minutos de gloria. Es justo lo que le ha ocurrido con el supuesto avistamiento de un cocodrilo en sus aguas, cerca de la población de Simancas; que lo ha vuelto a situar en el plano de la actualidad. Conocemos el suceso gracias a la referencia de algunos testigos que afirman haberse topado por casualidad con un reptil predador de metro y medio de eslora en la orilla del río. A partir de estas declaraciones, hay quien, elucubrando, se atreve a proponer que el saurio podría pertenecer a la especie crocodylus niloticus –vulgarmente: cocodrilo del Nilo–, lo que me tiene alucinado, porque nunca pensé que con una información tan escasa y escurridiza se pudiera afinar con la clasificación taxonómica. Yo, la verdad, ignoro si el lagarto puede ser un cocodrilo del Nilo o el caimán de Barranquilla, lo que es seguro es que llevamos desde el lunes a vueltas con la copla sin que el reptil de marras haya asomado el hocico.

En mi condición de casi natural de la zona, yo mantengo una postura entre cautelosa y escéptica sobre el asunto. Me explico. Mi madre nació en Mucientes, que es una población vecina a Valladolid, y, desde que tengo uso de razón, frecuento la provincia con cierta asiduidad. De mis recuerdos infantiles, me viene ahora en mente, removido por los sucesos de Simancas, el relato bufo de la ballena de Mucientes. Dice esta historia –y en este punto tiro de memoria, en mi caso mala malísima– que un buen día un natural del municipio, paseando junto al arroyo, vio que asomaba en un punto del cauce un bulto sospechoso. Nuestro anónimo protagonista, que no debía ser el lumbreras del pueblo, tomó el volumen emergente por el lomo de una ballena y le faltó tiempo para salir corriendo cuesta arriba a vocear la noticia en la plaza, en el casino y en el frontón, que son los puntos neurálgicos de cualquier población que se precie. Cuando los vecinos –encabezados por el cura, el médico y el alcalde– acudieron al arroyo para comprobar la alerta, descubrieron que el tal cetáceo varado que les había predicado su paisano no era otra cosa sino el bulto creado por el dorso de unas alforjas que alguien había tirado al regato.

La historia resulta del todo inverosímil, máxime si tenemos en consideración que el arroyo del que hablamos lleva cuatro dedos de agua en época de lluvias abundantes, lo que me inclina a pensar que la patraña fue urdida en alguno de los pueblos aledaños con la intención de burlarse de los mucienteños. Ya se sabe que las rivalidades y rencillas entre pueblos colindantes se han saldado desde siempre con ajustes de cuentas en el baile de las fiestas, partidos de futbol a tibia rota en el prado o con chismes inventados para faltarse el respeto los unos a los otros. En cualquier caso, el recuerdo de esa tontuna sobre la ballena de Mucientes me ha servido esta semana para ponerme en guardia frente a la historia del cocodrilo de Simancas. Ambas tienen todos los visos de estar construidas con los mismos materiales absurdos y quiméricos.

Verdad o mentira, que nadie se apure. Si el cocodrilo existe y ha tomado plaza en las riberas del Pisuerga, cosa que dudo, tiene los días contados. Los nueve meses de invierno meseteños suponen una prueba durísima de supervivencia para la fauna alóctona; más todavía si el ejemplar pertenece a una especie procedente de una tierra en la que el sol no da tregua y achicharra todo lo que alcanza con sus rayos. Pobre saurio; no sabe dónde lo han soltado. Cuando lleguen las cencelladas de enero y febrero, se le van a congelar los huevos, o lo que quiera que tenga el bicho que haga las veces de tales.

domingo, 7 de junio de 2020

El coronavirus y la guerra de los simios

Hace unos días, Arnaldo Caruso, presidente de la Sociedad Italiana de Virología, declaraba, refiriéndose al Sars-Cov-2, que el “virus está perdiendo fuerzas”. A esa impresión había llegado yo también por mi cuenta, aunque lo mío es una elucubración de poco fiar que sólo se atiene a un argumento: si la enfermedad no ha repuntado en las últimas semanas después de las facilidades que le hemos dado para seguir en el candelero es porque el bicho está frito y refrito.

Decía el replicante Roy Batty en un monólogo memorable al final de la película Blade Runner: “yo he visto cosas que vosotros no creeríais…”. Algo por el estilo podríamos decir los que seguimos las medidas sanitarias que dicta la autoridad cuando contemplamos atónitos como una parte importante del paisanaje transgrede esas mismas normas con un desparpajo festivo que no cabe en una cabeza medio decente. Carpe diem total, que la calorina de mayo se presta mucho a juergas y despelotes.

Viendo el espectáculo nacional, uno está tentado de pensar que tales comportamientos son propios de esa vena sandunguera que distingue nuestro carácter carpetovetónico; pero no es verdad. Basta mirar fuera de nuestras fronteras para darse cuenta de que, donde quiera que uno ponga la vista, el gentío se ha echado a la calle en plan despiporre en cuanto le han suavizado el confinamiento. O sea, ídem de ídem.

La universalidad de esa actitud descabellada indica que la especie humana, después de millones de años de evolución en pos de la inteligencia, está entrando en una fase regresiva. El hombre ha olvidado su condición de sapiens y va por la vida sin conocimiento, a calzón quitado, dejándose llevar por las pasiones y los caprichos, que son esos caminos rectos que atajan en busca de la perdición. Hasta los primates, nuestros parientes más próximos en el mundo animal, se han dado cuenta del proceso degenerativo que nos consume y han decido aprovechar ese bajonazo para tomarnos el relevo.

La prensa publicaba hace una semana la noticia de que unos monos habían robado muestras de sangre de cuatro pacientes con Covid-19 que estaban en tratamiento. El suceso tuvo lugar en la India y supone, a mi modo de ver, un intento clarísimo por iniciar una guerra bacteriológica con armas prestadas. La apuesta, sin embargo, acabó en fiasco, y los monos, acorralados en la copa de un árbol y conscientes de su estrepitoso fracaso, decidieron inmolarse echándose al coleto el contenido íntegro de los tubos. 

Sin embargo, el resultado de esta primera escaramuza no debe llamarnos a engaño. Los simios nos han tomado la matrícula y ya no habrá quien los distraiga del objetivo. Tarde o temprano vendrán de nuevo contra nosotros para ajustarnos las cuentas. El final de esa contienda está escrito en el dorso de las estrellas: pagaremos nuestra estulticia con el infierno de la extinción, nuestra civilización milenaria será pasto del olvido y las historias que tejimos en torno al fuego de los ancianos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

sábado, 30 de mayo de 2020

Un réquiem por la arqueología española


El profesor Navarro era un tipo enjuto, espigado, de aspecto lúgubre y carácter irascible, que sufría mal que sus alumnos del instituto Cardenal Cisneros maltratasen las matemáticas cuando los convocaba al encerado. Tengo grabado en la memoria el día que se puso a explicar las ecuaciones de primer grado. Llegado el momento de despejar esa incógnita insidiosa que siempre quiere bailar sola, movió el coeficiente que la acompañaba al otro lado del signo de igualdad a la vez que preguntaba en voz alta: “¿por qué despejamos la x?”. Esperó unos segundos a que espesase ese silencio que imponía su porte inquisitorial, y cuando ya casi se le podía dar forma con las manos, estalló vociferante desde el estrado: “¡porque quiero…, y porque puedo!”.

Que nadie se me asuste. No vengo hoy aquí a tratar de matemáticas ni de mi indigno paso por esa asignatura. En realidad, tengo el propósito de escribir sobre la triste situación en la que se verá inmersa la arqueología española tras sufrir la crisis económica desatada por el coronavirus. Nada que ver con la ciencia de Arquímedes, Pitágoras, Tales y Euclides. Entonces, ¿a qué demonios venía la anécdota del principio? Como me temía que algún lector pudiera preguntarse porqué, estando la actualidad tan pródiga en asuntos de relevancia, había decidido tratar una minucia semejante, se me ocurrió que podría recurrir a ese recuerdo de la adolescencia para hacer mías las palabras del señor Navarro y responder: porque quiero…, y porque puedo. Una chulería, vaya, que espero que el lector se tome a broma.

Puesto a ser sincero, he de confesar que la elección del tema tiene una motivación más profunda que arraiga en las páginas de mi pasado escritas por la nostalgia. Todavía me late en el pecho el corazón del arqueólogo que fui antaño y, por eso mismo, desayunar con la noticia de que la crisis va a poner en el paro al 55% de los colegas que ejercen a día de hoy la profesión, me deja el sorbo del café con un regusto a derrota ya padecida antes.

Las crisis se portan mal con la arqueología. Siempre ha sido así. Cada envión se ha llevado por delante una generación de arqueólogos. Echando cuentas, tras los fastos del 92, el desplome subsiguiente de la economía dejó en la cuneta a muchos de los profesionales que ejercían en aquel momento; luego, la crisis del 2008 se saldó con una nueva escabechina que no hubiera mejorado ni siquiera Sam Peckinpah; ahora, la ruina desatada por el coronavirus está a punto de perpetrar una nueva masacre sobre la generación hodierna. A lo mejor, este rosario de desgracias cíclicas es fruto de una maldición que los arqueólogos nos hemos echado encima por andar hurgando en las tumbas y despertando para la ciencia cadáveres que habían soñado una eternidad bajo tierra sin imprevistos.

Justicia poética aparte, la verdad es que la arqueología siempre lo ha tenido crudo en un país como este, tirando a pobre. El profano tiene una imagen idealizada y romántica de esta ciencia, y se imagina a quienes la ejercen como a locos bohemios que viven del aire. La realidad es más prosaica: la arqueología profesional es una disciplina hambrona que requiere financiación y que se mueve sólo a golpe de talonario. Los cheques, cuando no los extiende la propia Administración, los firman, en su mayor parte, constructores y promotores a los que la ley obliga a costear prospecciones y excavaciones arqueológicas en caso de que pretendan realizar obras en un lugar donde se presuma la existencia de restos antiguos. O sea, que, si la actividad económica va viento en popa y los constructores se dedican a lo suyo, al arqueólogo se le presentan numerosas ocasiones de ganarse el jornal. Dicho de otro modo: cuanto más trajín de ladrillos y asfalto, más tajo también para los herederos de Heinrich Schliemann y Howard Carter.

El problema se presenta cuando la crisis económica deja a los constructores y promotores en el dique seco, o casi. El latigazo que le pega ese parón a la arqueología es de órdago, y obliga a muchos profesionales a renunciar a su vocación para buscarse el pan en otro sitio. La crisis actual, según todos los pronósticos, va camino de ser un tsunami devastador; lo cual quiere decir que un porcentaje importante de mis colegas se quedará en los huesos y tiritando. Hay que ponerse en lo peor; nada invita al optimismo.

De todas formas, tal como están las cosas, la suerte de la arqueología supone un mal menor en comparación, por ejemplo, con el drama inmenso de las “colas del hambre”. No pierdo la perspectiva. En cualquier caso, como “ex” de la profesión, déjenme que, postergando para otra vez problemas mayores, venga hoy aquí a lamentarme de lo mío. La crisis económica todavía en ciernes amenaza con llevarse por delante otra generación de arqueólogos. Es una noticia pésima, y ni siquiera sirve de consuelo la esperanza de que, en el futuro, la disciplina volverá a florecer sobre los huesos mondos de los que no aguantaron el arreón. Con todo, lo peor del caso es que, en esta ocasión, ni siquiera nos queda el consuelo de poder echarle la culpa al ministro del ramo; si acaso, a un maldito virus. Tiene bemoles la cosa.