Verkhoyansk es una minúscula ciudad
siberiana, con pinta de andurrial nómada, ordenada en torno a tres calles mal
puestas a orillas del río Yana. La ciudad, ubicada dentro del Círculo Polar
Ártico, tiene censados 1200 habitantes que sobreviven a las pelonas invernales
gracias a que están más que habituados a que se les hielen los mocos. Sin
embargo, a pesar de tener acreditado el título de ser uno de los lugares más
fríos del planeta, Verkhoyansk registró el pasado 18 de junio la
sorprendente temperatura máxima de 38º. Una auténtica barbaridad. En Madrid,
por ejemplo, no hemos alcanzado ese pico en lo que va de mes; y eso que la
patria chica de Lope y Calderón pasa en la actualidad por ser un horno
asfáltico cuya temperatura sube en un plis plas a poco que le atiza la solana (de la calorina de agosto, mejor no hablamos). En resumen, que el Círculo Polar
Ártico tiene una fiebre muy mala que le viene, según la opinión de los
expertos, del maltrato que los humanos le venimos dando a la Naturaleza desde
la época de la Revolución Industrial.
La enfermedad, en realidad, es
extensible al resto del planeta en mayor o menor medida. Urge ponerle remedio antes
de que nos veamos todos padeciendo veranos infernales cada vez más largos y sudando
la gota gorda. Pero aquí pinchamos en hueso, porque, la verdad, a nadie se le escapa que la aplicación de esos remedios acabaría afectando de
forma negativa a lo que la mayoría entiende por calidad de vida, y que ese empeoramiento es algo a
lo que, tanto un rico podrido como un burgués medio pudiente, se avendrían de mala
gana. Así las cosas, la propia naturaleza tendrá que apañarse una receta por su cuenta
si quiere que le remita la calentura, aunque lo cierto es que ya dispone de un
antipirético, en formato de cataclismo, cuyos resultados son inmediatos y
espectaculares. Tal como suena. Esta misma semana, la prensa se hacía eco de
los resultados de un estudio llevado a cabo por científicos e historiadores
según el cual, en el año 43 a. C., se produjo un enfriamiento global del
planeta motivado por una gran erupción volcánica en Alaska. En esa fecha, a
tenor del relato de los investigadores, el volcán Okmok, localizado en el
archipiélago de las Aleutianas, entró en fase de vomitona y arrojó al aire una
ingente cantidad de gases y ceniza que formaron en la atmósfera una especie de
barrera sucia y densa que impidió la entrada de la radiación solar. Los
científicos estiman que, a consecuencia de este fenómeno extraordinario, la
temperatura del planeta descendió en torno a siete grados de media.
O sea, que, a las malas, el
problema del calentamiento global podría encontrar una solución, siquiera
temporal, trámite un Okmok a lo bestia. Lo malo de una megaerupción es
que no se detiene a considerar detalles menores como la destrucción que causa a
su alrededor en primera instancia o la cantidad de vidas que factura al otro mundo convenientemente
perfumadas en azufre. Sin embargo, en el otro plato de la balanza, sólo una
hecatombe como la expuesta podría conseguir un descenso drástico
de la temperatura y que el planeta volviese a disfrutar por un
rato de ese Holoceno de lujo -templadito y benigno- que nuestra especie ha puesto en peligro con su
progreso distópico. En cualquier caso, lo que quiera que haya de ser nos pillará finalmente en gayumbos, como siempre. Eso tan seguro como que tenemos la canícula a la vuelta de la esquina.
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