jueves, 28 de enero de 2021

La urraca de don Marcial.

 


Don Marcial estudió para maestro y nunca, que yo sepa, quiso ser otra cosa. El destino le puso la cátedra en un humildísimo colegio que carecía de casi todo menos de pobreza. Allí se pasó una vida entera con el olor de la tiza pegado al alma. Don Marcial era un maestro chapado a la antigua al que los tiempos del NO-DO lo tuvieron confundido los primeros años haciéndole creer que su magisterio mejoraba si tiraba de palo a la mínima. Sin embargo, por no tacharlo de cafre o vándalo a botepronto, cabe decir en su favor que alternaba los castigos físicos con muestras de afecto sincero hacia sus alumnos y con una entrega a los mismos que no le dejaba tiempo para más.

Una mañana, gastaba para entonces abril sus últimas notas, don Marcial encontró en la acera un pollo de urraca, con el plumón echado y ya crecidito, que se había caído del nido. Lo recogió con mucho cuidado y lo llevó al colegio. Allí proveyó a la cría de lo necesario para su subsistencia: cobijo, calor y alimento. No era mucho, pero un animal, a diferencia de los humanos, necesita bien poco para prosperar. En pocas semanas el pollo había quintuplicado su tamaño y adquirido un plumaje blanquinegro de etiqueta que llamaba la atención. Durante todo ese tiempo, lo mismo que el cuervo de San Antón o los pajarillos de San Antonio, el animal tuvo un trato cotidiano y privilegiado con los humanos. Más aún, don Marcial, que se había ganado fama de maestro severo, dejó que la urraca creciese un poco a su bola, moviéndose a saltitos entre los pupitres con total libertad y acudiendo, cuando le venía en gana, a la llamada de los niños, que la reclamaban siempre sobre sus mesas.

La urraca, que miraba más allá de lo que suele su especie, aprovechó las lecciones de don Marcial para ir llenando su pequeño cerebro con algún extra que la naturaleza en bruto jamás le hubiera ofrecido. Comenzó aprendiendo unas pocas palabras que repetía una y otra vez de forma machacona. Luego fue ampliando su vocabulario a la par que su mente alumbraba esbozos de ideas cabales casi sin querer. Recién adquiridas las primeras luces, tomó lecciones de caligrafía, gramática, historia y matemáticas, y, a fin de no desperdiciar un rato –la vida de un pájaro va muy justita de tiempo-, empeñó los recreos jugando al ajedrez con el propósito de afinar el punto de su inteligencia. Pero el ajedrez no se le daba: dejaba los alfiles clavados en la casilla de partida, trazaba con las torres diagonales y zigzags, y a los caballos los ponía a dar el saltito de la rana sin ningún propósito. En realidad, lo suyo -lo de la urraca, digo- eran las mandangas filosóficas, cosa que a don Marcial lo encendía porque él consideraba que tales elucubraciones, incomprensibles para el común, no pasaban de ocurrencias inútiles y febriles llevadas al papel por tipos sospechosos de criptopaganismo. Pero a la urraca, que le vamos a hacer, le fascinaban aquellos líos que le dejaban en su fuero interno interrogantes muy hondos.

La urraca, que nunca tuvo nombre –tocaba ya decirlo-, iba camino de consagrarse como animal sabio y sesudo, en plan sapiens sapiens, pero todos sus progresos se vieron interrumpidos de repente por la irrupción de una tragedia que aguardaba su momento entre bastidores. Una mañana, mientras andaba dándole vueltas y vueltas a la copla de la inmortalidad del alma, don Marcial llamó a capítulo a Luisito, ejemplo de niño cabrón que apuntaba a vago y maleante, para despacharle ración y media de medicina de palo. Luisito se llevó lo suyo y volvió al pupitre dolorido, medio lloroso y revirado, buscando cómo desahogar el chungo que se le había sublevado en el pecho a resultas del castigo. Quiso la casualidad que, en ese preciso instante, se cruzase en su camino la urraca, la cual iba embebida en reflexiones de mucha enjundia, ocasión que aprovechó él para largarle, sin más ni más, un puntapié bien fuerte que la dejó tiesa, de puro reventón, sobre el terrazo.

Don Marcial asistió al atentado sin que le diese tiempo a intervenir. Cuando vio al animal tirado sobre el pavimento, pico arriba y con las patitas apuntando al techo, casi lo pilla un jamacuco de los malos. Todo había sido culpa suya, se dijo horrorizado mientras los niños lloraban sin consuelo la muerte del pájaro amigo. Si hubiera sujetado esa mano larga con la que se excedía, continuó su reproche, el animal seguiría vivo. Don Marcial necesitó que aquella desgracia le tocase la fibra para darse cuenta de que no podía enderezar el mundo a palos. Por primera vez, la gruesa vara de avellano con la que infligía sus rigores le quemó entre las manos como si sostuviese un pecado hecho brasas. La muerte del animal le dolió en lo más hondo, como duele la pérdida de un sueño hermoso cuando toca suelo. Llevó a enterrar a la urraca a la Dehesa de la Villa, y depositó su cuerpo en un hoyo que cavó él mismo al pie de un pino. Luego, le rezó un padrenuestro y, después, se juró a sí mismo que nunca jamás, jamás de los jamases, volvería a emplear la violencia con sus alumnos, comprometiéndose ante Dios, mediante cláusula adicional, a realizar propósito de enmienda y a mirarse en adelante en el espejo de un San Juan Bosco o similar. Los años siguientes fueron testigos del cumplimiento del juramento. A tanto llegó su benevolencia con el tiempo que, el día de su jubilación, según me contaron testigos presenciales, don Marcial marchó al retiro en olor de santidad.

domingo, 17 de enero de 2021

La camiseta exclusiva del Madrid-Barça.

 


Lo bueno de manejar una pasta gansa es que da para muchos caprichos; un suponer: multiplicar el fondo de armario con trajes de firma que sólo valen para una puesta. El ejemplo no viene a voleo; lo traigo adrede a la vista de la penúltima ocurrencia del Barça. Todo el mundo sabe que el club de la ciudad condal tiene mucho poderío, y que puede derrochar en equipaciones un potosí y pico si le viene en gana. Tal vez por eso, ha decidido que, en el próximo clásico, que se celebrará en breve en el Santiago Bernabéu –estadio que al barcelonismo le pone la adrenalina a punto de nieve–, sus jugadores estrenarán una camiseta exclusiva que combina el blaugrana tradicional con los colores de la senyera. Tras el partido, después de haberla sudado, no volverán a lucirla más sobre el terreno de juego. Al parecer, la prenda se ha concebido como flor de un día. Una puesta, ya digo.

La iniciativa tiene su intención malévola o, por decirlo más claro, su punto o puntazo de provocación. Hace ya tiempo que la directiva del Barça se echó al monte para soñar republiquetas entre las jaras y, desde entonces, no ha vuelto en razón. Al pie del Canigó, durante una tarde de paseo, el artificio de la camiseta surgió, un poco al tun-tun, como propuesta chinchosa para hacer arder como cerillos a todos aquellos que, cuando ven una senyera, entran en combustión espontánea sospechando que detrás de la misma evoluciona, y se revoluciona –o se pone cachondo–, el demonio del separatismo. Por decirlo con otras palabras, la cosa consistiría en dar en los morros a la parte más carpetovetónica de esa hinchada rival que suma madridismo y españolismo a partes iguales. Lo cual, a mí, ni frío ni calor, pero me recuerda el chiste del gallego, muy viejito él, al que le pregunta el cura de su parroquia dónde quiere ser enterrado el día que le llegue la hora. Si muero en Porriño de Arriba, dijo el paisano, que me entierren en Porriño de Abajo. Pero si muero en Porriño de Abajo, entonces que me entierren en Porriño de Arriba. ¿Por qué así, hombre?, le preguntó el cura extrañado ante semejante desvarío. “Por joder, padre; por joder”.

O sea, que la iniciativa del Barça tira de una tradición que los naturales de por aquí, de Quevedo en adelante –antes también, seguro–, cumplimos con mucho empeño: sacar a paseo la mala leche para tocarle al prójimo los bemoles. Equilicuá. Esa tradición es la misma que nos lleva, por ejemplo, a matarles la vaquilla a los del pueblo vecino para arruinarles la fiesta o a echar un pis en su limonada para dejarles en el bebercio un rastro de nuestro código genético. Malafollá en vena. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, léase la camiseta de marras, la provocación adopta un tono menor tirando a chico –una cosa para consumo interno, diría yo– que la deja en bien poca cosa, así que, sopesando las variables del asunto, tengo para mí que lo más juicioso sería que el madridismo racial se aguantase el pronto y pasase por alto el envite sin darle pábulo. Punto. Bien mirado, los merengues deberían agradecerle a su rival que les conceda el honor de tenerlos en tanto. No imagino yo al Barça estrenando la camiseta en el campo de la Ponferradina, pongamos por caso. Hay gestos que, sin ánimo de desmerecer a nadie, se reservan sólo para los más grandes.

sábado, 9 de enero de 2021

Mientras suene la 'Marcha Radetzky' hay esperanza.

 

Ha comenzado el nuevo año, como siempre, con el concierto de Viena. Riccardo Muti, batuta en mano, ha interpretado valses, polcas y mazurcas de los Strauss y compañía con una vena fastuosa en la que se conjugan los cuatro estilos pompeyanos y el barroco de su Nápoles natal. Muti sabe que todos los napolitanos son supervivientes del Vesubio y, por eso, da napoletano, imprime a su arte un fuego que es un reclamo de vida; una vida siempre prestada que vale su peso en oro.

Abrimos un año y cerramos otro que nació con el alma negra. El calendario le puso un nombre de cifras duplicadas –2020– que dibujaban algo así como la secuencia genómica de un apocalipsis en grado de intentona. Las campanadas de la nochevieja antepasada intentaron avisarnos del San Quintín que se nos venía encima con doce golpes de bronce que eran sendos aldabonazos en las puertas del infierno. Pero ninguno atendimos a la señal y nos metimos en la boca del lobo al compás del chin-chin de las copas de champagne. Solo uno de los indigentes que pueblan el centro madrileño tuvo una premonición aquella noche mientras se apañaba un catre de cartón en un recoveco que olía a orines. Tocan a muerto, dijo, y, luego, tras echarse un último trago largo –muy largo– de tinto barato, perdió el habla y el conocimiento.

El 2020 dejó muestra enseguida de su mala sangre dispersando a las primeras de cambio un virus que ha puesto contra las cuerdas, incluso, a ese tercio privilegiado del planeta que tenía por seguro que las pandemias eran desahogos a los que se entregaba la Pachamama en geografías de mal vivir. Echó a rodar el virus en el Oriente más extremo para que la infección, siguiendo el curso solar, pusiera rumbo a Poniente –de Wuhan a Pasadena– arrastrando hacia el ocaso las almas de cuantos sucumbían al morbo. Por ese motivo nos hemos pasado el año abriendo fosas y enterrando a cientos de miles de semejantes hasta llenar la tierra con sus huesos. Con todo, el 2020 se ha despedido dejando el trabajo a medias o, por decir las cosas como son en realidad, dejando más vivos que muertos, aunque no conviene pensar que ya estamos a salvo ni cantar victoria antes de tiempo porque el muy traidor, a fin de mantener viva su memoria, nos lega en herencia el virus que trajo consigo para que continúe rastrillando en su nombre a todo el que pille por medio.

O sea, que, recién comenzado el año, tenemos poco que festejar o, al menos, eso es lo que nos dice por lo bajini el alter ego negativo y mustio que todos llevamos dentro. Pero no hay que darle bola, porque, puestos a ver el vaso medio lleno, podemos ganarle la mano sólo con pensar que la vida misma, sorprendente y turbadora, nos corre todavía por las venas regalándonos un día tras otro. No es poco. Riccardo Muti, a punto de cumplir los ochenta, tiene plena conciencia de esa verdad que el paso de los años va poniendo de relieve. Por eso, y porque lo distingue un enorme talento macerado con décadas de estudio y práctica, no había director más a propósito para dirigir esta vez a la filarmónica vienesa. De su mano, la vida, vestida de largo con sutilezas y matices musicales, recobró aliento y entusiasmo entre los dorados y las flores de un Musikverein dolorosamente vacío para enseñarnos que, mientras suene la 'Marcha Radetzky' el día de Año Nuevo, hay margen para la esperanza.