Don
Marcial estudió para maestro y nunca, que yo sepa, quiso ser otra cosa. El
destino le puso la cátedra en un humildísimo colegio que carecía de casi todo
menos de pobreza. Allí se pasó una vida entera con el olor de la tiza pegado al
alma. Don Marcial era un maestro chapado a la antigua al que los tiempos del
NO-DO lo tuvieron confundido los primeros años haciéndole creer que su
magisterio mejoraba si tiraba de palo a la mínima. Sin embargo, por no tacharlo
de cafre o vándalo a botepronto, cabe decir en su favor que alternaba los
castigos físicos con muestras de afecto sincero hacia sus alumnos y con una
entrega a los mismos que no le dejaba tiempo para más.
Una
mañana, gastaba para entonces abril sus últimas notas, don Marcial encontró en
la acera un pollo de urraca, con el plumón echado y ya crecidito, que se había
caído del nido. Lo recogió con mucho cuidado y lo llevó al colegio. Allí
proveyó a la cría de lo necesario para su subsistencia: cobijo, calor y
alimento. No era mucho, pero un animal, a diferencia de los humanos, necesita
bien poco para prosperar. En pocas semanas el pollo había quintuplicado su
tamaño y adquirido un plumaje blanquinegro de etiqueta que llamaba la atención.
Durante todo ese tiempo, lo mismo que el cuervo de San Antón o los pajarillos
de San Antonio, el animal tuvo un trato cotidiano y privilegiado con los
humanos. Más aún, don Marcial, que se había ganado fama de maestro severo, dejó
que la urraca creciese un poco a su bola, moviéndose a saltitos entre los
pupitres con total libertad y acudiendo, cuando le venía en gana, a la llamada
de los niños, que la reclamaban siempre sobre sus mesas.
La
urraca, que miraba más allá de lo que suele su especie, aprovechó las lecciones
de don Marcial para ir llenando su pequeño cerebro con algún extra que la
naturaleza en bruto jamás le hubiera ofrecido. Comenzó aprendiendo unas pocas
palabras que repetía una y otra vez de forma machacona. Luego fue ampliando su
vocabulario a la par que su mente alumbraba esbozos de ideas cabales casi sin
querer. Recién adquiridas las primeras luces, tomó lecciones de caligrafía,
gramática, historia y matemáticas, y, a fin de no desperdiciar un rato –la vida
de un pájaro va muy justita de tiempo-, empeñó los recreos jugando al ajedrez
con el propósito de afinar el punto de su inteligencia. Pero el ajedrez no se
le daba: dejaba los alfiles clavados en la casilla de partida, trazaba con las
torres diagonales y zigzags, y a los caballos los ponía a dar el saltito de la
rana sin ningún propósito. En realidad, lo suyo -lo de la urraca, digo- eran
las mandangas filosóficas, cosa que a don Marcial lo encendía porque él
consideraba que tales elucubraciones, incomprensibles para el común, no pasaban
de ocurrencias inútiles y febriles llevadas al papel por tipos sospechosos de
criptopaganismo. Pero a la urraca, que le vamos a hacer, le fascinaban aquellos
líos que le dejaban en su fuero interno interrogantes muy hondos.
La
urraca, que nunca tuvo nombre –tocaba ya decirlo-, iba camino de consagrarse
como animal sabio y sesudo, en plan sapiens
sapiens, pero todos sus progresos se vieron interrumpidos de repente por la
irrupción de una tragedia que aguardaba su momento entre bastidores. Una
mañana, mientras andaba dándole vueltas y vueltas a la copla de la inmortalidad
del alma, don Marcial llamó a capítulo a Luisito, ejemplo de niño cabrón que
apuntaba a vago y maleante, para despacharle ración y media de medicina de
palo. Luisito se llevó lo suyo y volvió al pupitre dolorido, medio lloroso y
revirado, buscando cómo desahogar el chungo que se le había sublevado en el
pecho a resultas del castigo. Quiso la casualidad que, en ese preciso instante,
se cruzase en su camino la urraca, la cual iba embebida en reflexiones de mucha
enjundia, ocasión que aprovechó él para largarle, sin más ni más, un puntapié
bien fuerte que la dejó tiesa, de puro reventón, sobre el terrazo.
Don
Marcial asistió al atentado sin que le diese tiempo a intervenir. Cuando vio al
animal tirado sobre el pavimento, pico arriba y con las patitas apuntando al
techo, casi lo pilla un jamacuco de los malos. Todo había sido culpa suya, se
dijo horrorizado mientras los niños lloraban sin consuelo la muerte del pájaro
amigo. Si hubiera sujetado esa mano larga con la que se excedía, continuó su
reproche, el animal seguiría vivo. Don Marcial necesitó que aquella desgracia le
tocase la fibra para darse cuenta de que no podía enderezar el mundo a palos.
Por primera vez, la gruesa vara de avellano con la que infligía sus rigores le
quemó entre las manos como si sostuviese un pecado hecho brasas. La muerte del
animal le dolió en lo más hondo, como duele la pérdida de un sueño hermoso
cuando toca suelo. Llevó a enterrar a la urraca a la Dehesa de la Villa, y depositó su cuerpo en un hoyo que cavó él mismo al pie de un pino. Luego, le rezó un
padrenuestro y, después, se juró a sí mismo que nunca jamás, jamás de los
jamases, volvería a emplear la violencia con sus alumnos, comprometiéndose ante
Dios, mediante cláusula adicional, a realizar propósito de enmienda y a mirarse
en adelante en el espejo de un San Juan Bosco o similar. Los años siguientes
fueron testigos del cumplimiento del juramento. A tanto llegó su benevolencia
con el tiempo que, el día de su jubilación, según me contaron testigos
presenciales, don Marcial marchó al retiro en olor de santidad.