martes, 7 de diciembre de 2021

Darle al mambo, como los bonobos


             

La mayor parte de los mamíferos tienen cola, eso salta a la vista. También nosotros, como miembros de esa gran familia, la tuvimos antaño, aunque a día de hoy sólo nos queda de ella un triste recuerdo, el coxis, que sirve para bien poco. Un nuevo estudio científico, recién publicado en la revista BioRXiv, afirma que los homínidos -humanos, gorilas, orangutanes, chimpancés y bonomos- perdimos la extremidad posterior de forma repentina hace 25 millones de años por culpa de una mutación genética. Al parecer, a inicios del Mesozoico, la coincidencia de dos fragmentos del ADN, llamados transposones, formó un bucle que impidió procesar la proteína encargada de estirar la cola hasta donde señala el buen gusto, y, así, de la noche a la mañana, nos vimos privados de ella para siempre.

Fue una faena en toda regla. La cola era el elemento que nos permitía andar bien seguros por las ramas de los árboles para gozar a capricho de los placeres frutales. A partir del momento en el que los transposones nos dejaron el trasero raso, todo fue de mal en peor. Por ahí nos vino la perdición. Tuvimos que echar pie a tierra y nos vimos forzados a comer tubérculos, bayas y raíces duras, así como a inaugurar el bipedismo -¡qué incordio!-, y a tallar cantos de cuarcita para fabricar armas con las que defendernos de los depredadores que acechaban a ras de suelo. Para remate, el descubrimiento de las herramientas líticas nos abrió la posibilidad de partirle la crisma al vecino cuando traspasaba la raya imaginaria de nuestra santa paciencia. Fue así como caímos en la tentación de la violencia, la cual, recién encontró un resquicio por donde colarse, nos llenó las venas de una furia altamente inflamable que nos puso en el camino de una evolución fatal: de las primeras masacres y de las degollinas medievales al horror atómico y al conflicto de Vietnam, con su olor a napalm. Destrucción, estragos, crímenes, pillajes, desolación...; cainismo en estado puro y sin paliativos.

No es que estuviéramos abocados a perder la cabeza desde el principio. Hubo otras posibilidades merecedoras de mejor suerte. Podríamos haber escogido, por ejemplo, la alternativa de los bonobos –nuestros primos hermanos en el proceso de hominización- que se especializaron en resolver sus conflictos sociales dándole al mambo cosa fina. Los bonobos perdieron la cola al tiempo que nosotros, pero mitigaron la pérdida organizando un eroticón en el que todos se rozaban con todos para darse gustito y consolarse mutuamente. Así, claro, se aliviaban las tensiones entre los individuos y no había un dios al que le quedasen después ganas de liarse a hostias con el prójimo. Pero nosotros -los humanos, digo-, preferimos optar por la vía de una civilización que puso sus cimientos sobre la fosfatina de todos aquellos que fueron pasto de masacres, exterminios y carnicerías.

Urge corregir esa deriva histórica para volver al amparo de unos árboles que eran nuestra gloria bendita. La cosa, a mi entender, pasa por recuperar el apéndice que perdimos antaño y que nos facultaba para realizar acrobacias entre las ramas a despecho del vértigo. Ya sin cola, quisimos convencernos de que éramos la especie elegida porque el cerebro se nos fue de madre, pero, con todo, siempre nos quedó la propensión a mirar al suelo desde lo alto. ¿Quién no ha fantaseado de niño con tener una casa entre los árboles? Todos, en el fondo de nuestro acervo genético, tenemos todavía algo de arborícolas y, por eso, al que más y al que menos, le han venido alguna vez ganas de tarzanear entre los brazos de una encina o ha sentido la necesidad de curarse un berrinche escondido entre la fronda de un castaño. Nuestra querencia natural siempre apunta tronco arriba. Por esa razón, a fin de recuperar el Paraíso arbóreo que nos llama desde el fondo recóndito de nuestra condición ancestral, tenemos que idear lo imposible por echar de nuevo la cola que nos garantizaba su disfrute. Los avances genéticos podrían ayudarnos en esa tarea. Se me ocurre ahora, según escribo, que tal vez el hombre se ha dotado de ciencia justo para darse la oportunidad de recuperar la dichosa extremidad al cabo de los milenios. A lo mejor, no todo está perdido y cabe apañar algún remedio dándole dos vueltas a la trama del genoma. Es sólo cuestión de proponérselo, tirar de ganas y echarse un ratito largo en el laboratorio.