A finales de los ochenta,
mientras trabajaba en las excavaciones arqueológicas del monasterio de Santa
María, situado a tiro de piedra de una villa de rancio abolengo cuyo nombre me
guardo en secreto por fastidiar a los más curiosos, se presentaron en el interior
del mismo dos monjas clarisas procedentes del cercano convento de San
Bernardino de Siena. Ambas habían roto la clausura, con permiso de la madre
superiora, para venir a nuestro encuentro. El motivo de la visita, nos dijeron,
era que había llegado a oídos de la comunidad el rumor de que estábamos exhumando un sinfín de
restos humanos algunos de los cuales podrían corresponder, entendían las
hermanas, con los de una de sus antecesoras enterrada en aquel lugar doscientos
años atrás.
Por lo visto, al poco de
iniciarse la Guerra de la Independencia, las tropas francesas tomaron la villa
a cuyas afueras se levantaba el convento y decidieron instalar en el mismo su
cuartel general. Las religiosas que profesaban entonces entre sus muros fueron
obligadas a abandonar el cenobio para dejar el sitio libre, razón por la cual,
viéndose al raso de repente, tuvieron que pedir asilo en la hospedería del
vecino monasterio de Santa María -el mismo en el que trabajábamos nosotros- en
donde encontraron refugio y sopa boba durante los tres largos años que tardó
Napoleón en llamar de vuelta a sus tropas. En el ínterin, quiso el Altísimo que
una de las hermanas muriera de lo que quiera que se muriese en aquella época -que
solía ser de cualquier cosa menos de muerte natural- siendo así que la
enterraron, según se usaba antaño, en el suelo de la propia iglesia, mirando
hacia el altar. Cuando los franceses, cumpliendo las órdenes del Emperador,
desalojaron el convento y abandonaron la villa con destino al corazón de
Europa, las monjas regresaron felices a su casa sin caer en la cuenta de que se
dejaban atrás a la difunta bajo dos palmos de tierra.
Del cronicón a lo mollar, por
atajar y dejarnos de chismes, lo que nuestras visitantes querían saber, tal
como se insinuaba justo antes del inciso histórico, era si cabía la posibilidad
de que pudiéramos localizar entre los cuerpos que integraban la junta del
muerterío el de aquella hermana suya fallecida durante la exclaustración. Según
nos confesaron, la comunidad en pleno había manifestado el deseo de trasladar
sus restos al convento de origen -si conseguíamos, Dios mediante, dar con
ellos- para ofrecerles santa sepultura en el sitio que les hubiera
correspondido de no haber torcido la francesada el rumbo natural de los
acontecimientos.
Cuando las monjas nos dejaron
solos, los integrantes del equipo arqueológico nos reunimos en petit comité
bajo las bóvedas góticas de la sala capitular y convinimos, todos a una, que
sería un puntazo por nuestra parte conseguirles lo que pedían. La solución
resultaba sencilla si dejábamos a un lado ciertos escrúpulos que no convenían
al caso; era sólo cuestión de darles gato por liebre. Teníamos almacenados en
una capilla oscura decenas de esqueletos –un total de jartá y pico, si
atendemos a un recuento preciso- cualquiera de los cuales, bien mirado, podía
hacer las veces de monja con mucho desempeño. A fin de cuentas, convinimos de
nuevo, tanto daban unos huesos que otros habida cuenta de que hasta el cadáver
más retieso, una vez pasa por la descarnadora, queda reducido a una cantidad
fija e invariable de palitronchos de calcio semejantes en todo a los de sus
colegas de ultratumba.
Un poco o mucho al azar, echamos mano de la
primera osamenta que tropezamos en la capilla, una del montón, y la dejamos
aparte en reposo para que ganase crédito con la espera. Ya teníamos monja para
el apaño, nos felicitamos. Al cabo de una semana -un tiempo que nos pareció
prudencial a efectos de no levantar sospechas-, llevamos en persona al convento
de San Bernardino un saco de plástico transparente que contenía un revoltijo de
huesos grandes, tipo fémur, mezclados a barullo con otros menudos como
falanges, falanginas y falangetas. A quien pudo pertenecer todo aquello en vida
es un misterio que más vale dejar quieto porque su resolución, a estas alturas,
ya no le interesa a nadie. Lo relevante del episodio, y lo que me sigue
maravillando, es que las monjas nos creyeron a pies juntillas cuando les
dijimos que el convoluto pertenecía, sin ningún género de dudas, a quien ellas
esperaban. Ni que decir tiene que recibieron el regalo con una inmensa alegría
y que, para celebrar la ocasión como merecía, organizaron un entierro del copón
bendito en el que la tristeza no tuvo vela.
Hace poco recordaba la anécdota
con una amiga pensando compartir con ella un secreto con cierta fragancia
poética. Pero la chica me salió rana. Resultó ser el vivo ejemplo de los
tiempos broncos y malhumorados que nos toca vivir. No entendió el fondo de la
historia y lo único que se le ocurrió fue largarme un speech lleno de
recriminaciones. Que habíamos abusado, me dijo, de la confianza que unas pobres
monjas habían depositado en nosotros; que las habíamos engañado miserablemente
entregándoles unos restos que podían haber pertenecido a cualquier; que si tal
y que si cual. Hasta que llegó la guinda: que todo en aquel camelo, concluyó
avinagrada, resultaba absolutamente repugnante e imperdonable. Punto pelota.
Vista la cosa por su arista más viva, no le faltaba su parte de razón. Sin
embargo, yo prefiero enfocar el problema por su vertiente cachonda y
bienintencionada, o sea, la de una mentira piadosa a la que no le falta su
puntito gamberro. Además, si vamos a ponernos en plan tiquismiquis, las leyes
de la probabilidad me otorgan una posibilidad entre miles que vale su peso en
oro. Tirando por ahí: ¿quién puede asegurar que no acertamos con los huesos
correctos? Cabe al menos una posibilidad de que la elección nos pillara
inspirados. Digo más: a lo mejor, no fuimos sino el instrumento del destino, o
de la divina providencia, para devolverle a la difunta el lugar que le
correspondía en el seno de su congregación. Ni tan mal.