martes, 22 de noviembre de 2022

Escasita, sectaria y malencarada




Lo que más le pone a Irene Montero es vestirse de raspa desde por la mañana. El viernes pasado, con motivo de las primeras reducciones de penas por delitos sexuales producidas en aplicación de la nueva ley del “solo sí es sí”, la ministra, que no había previsto esa eventualidad, se tomó muy a mal lo sucedido y montó una tremendina de las suyas. Apareció en los medios como suele, más cabreada que una mona que diría un castizo, y no tuvo mejor ocurrencia en ese estado de enajenación transitoria que emprenderla contra los jueces. Que no entienden de qué va la cosa, dijo; que se dejan llevar en sus sentencias por una mentalidad machista que ensucia el espíritu de su ley; que deberían ser internados en un campo de reeducación para que aprendan cuales son los principios que han de regir la justicia en los tiempos que corren. Esto último no sé si lo dijo tal cual o se sobreentiende en el contexto de su diatriba. En cualquier caso, la frase podría pasar por verdadera dado que la ideología extremosa de nuestra ministra lleva de serie en el código genético la querencia a recluir en gulags a reticentes y heterodoxos.

Me parece a mí que Irene Montero paga con quien no debe la frustración de ver su ley haciendo aguas. El sentido común, que es una especie rara de ciencia infusa a la que nos confiamos la gente normal para evitar líos y salir de apuros, sugiere que, si una ley produce esperpentos jurídicos en su aplicación, lo más probable es que falle algo en el texto de la norma. Sentido común, ya digo, que en este caso se pone de parte de la opinión previa del Consejo General del Poder Judicial para el cual, a la vista del anteproyecto que le sometieron a examen en su día, la cosa estaba mal cuajada y podría derivar en las anomalías que hoy vemos. Eso no fue obstáculo para que la ministra, aun avisada de los peligros, decidiera seguir adelante con la ley de marras sin variar una coma. La verdad, Irene Montero tiene un carácter imposible. Pertenece a ese tipo de personas, devoradas por la soberbia, que no admiten que nadie les señale una falta y, menos aún, que les enmienden la plana. Ella es muy reinona en lo suyo y, puesta a elegir, prefiere hacer caso omiso de las advertencias ajenas y fiarse solo de la camarilla que le da bola y le dice amén a todo. Así ha salido el invento.

En plena escandalera, lo que les pide el cuerpo a muchos es cargar las tintas contra Irene Montero. Normal. También a mí me viene esa tentación por oleadas. Me parece una ministra escasita, sectaria y malencarada a la que resulta fácil echarle las culpas de casi cualquier cosa. Sin llegar a tanto, lo que no se le puede negar es un papel protagonista en el follón que nos ocupa; protagonismo que comparte al alimón, o casi, con quien, teniendo el mando, le otorgó su confianza y puso a su disposición un ministerio en dónde realizar ensayos de demiurgia. Me refiero a Pedro Sánchez, claro. Fue él quien la nombró ministra y a él le toca ahora, en consecuencia, tomar cartas en el asunto y disponer lo necesario para corregir las deficiencias de una ley que ha producido salpullidos al tocar tierra. Dijo Giulio Andreotti en cierta ocasión -o se dice que lo dijo- aquello de “gobernar no consiste en solucionar problemas, sino en hacer callar a los que los provocan”. Pedro Sánchez haría bien en darle dos vueltas largas a esa sentencia. Lo digo porque en su gobierno abundan los ministros que le tienen cogido el gusto a liarla parda. La que más, Irene Montero, que ya arrastra piedras en su currículum como para hundir el crédito de cualquiera. Y es que ella misma, con toda su mismidad rota a hervir, es una fuente inagotable de problemas y discordias. Justo por eso, porque resta más que suma en un gobierno necesitado de aciertos, se ha ganado a pulso que su superior, siguiendo la máxima de Andreotti, la haga callar poniéndole el cese por delante. Y, sin embargo, ahí sigue en su puesto. Ver para creer.