El Pisuerga, a su paso por
Valladolid, es un río manso y pachón a primera vista. Pero bajo su apariencia
calma y sosegada oculta el secreto de un carácter turbio y tormentoso. Cada
cierto tiempo, como si le pegase un chispún adolescente, sorprende con crecidas
de importancia que lo llevan a desmadrarse. Pero, por mucho que se empeñe en
dar la nota, no puede competir en nombradía con el Duero, que es el río grande
y mítico de Castilla. Tal vez por eso, el Pisuerga pasa desapercibido para la
mayoría, y nadie, salvo los ribereños o los excursionistas que van en busca de
su nacedero en la montaña palentina, parecen tenerlo muy en cuenta.
Sin embargo, a veces, la fama lo
busca a través de lo anecdótico, que es una forma transversal y castiza para
concederle al humilde sus cinco minutos de gloria. Es justo lo que le ha ocurrido
con el supuesto avistamiento de un cocodrilo en sus aguas, cerca de la
población de Simancas; que lo ha vuelto a situar en el plano de la actualidad. Conocemos el suceso gracias a la referencia de algunos
testigos que afirman haberse topado por casualidad con un
reptil predador de metro y medio de eslora en la orilla del río. A partir de estas declaraciones, hay
quien, elucubrando, se atreve a proponer que el saurio podría pertenecer a la
especie crocodylus niloticus
–vulgarmente: cocodrilo del Nilo–, lo que me tiene alucinado, porque nunca pensé
que con una información tan escasa y escurridiza se pudiera afinar con la
clasificación taxonómica. Yo, la verdad, ignoro si el lagarto puede ser un
cocodrilo del Nilo o el caimán de Barranquilla, lo que es seguro es que
llevamos desde el lunes a vueltas con la copla sin que el reptil de marras haya
asomado el hocico.
En mi condición de casi natural
de la zona, yo mantengo una postura entre cautelosa y escéptica sobre el asunto.
Me explico. Mi madre nació en Mucientes, que es una población vecina a
Valladolid, y, desde que tengo uso de razón, frecuento la provincia con cierta
asiduidad. De mis recuerdos infantiles, me viene ahora en mente, removido por
los sucesos de Simancas, el relato bufo de la ballena de Mucientes. Dice esta
historia –y en este punto tiro de memoria, en mi caso mala malísima– que un
buen día un natural del municipio, paseando junto al arroyo, vio que asomaba en
un punto del cauce un bulto sospechoso. Nuestro anónimo protagonista, que no
debía ser el lumbreras del pueblo, tomó el volumen emergente por el lomo de una
ballena y le faltó tiempo para salir corriendo cuesta arriba a vocear la
noticia en la plaza, en el casino y en el frontón, que son los puntos
neurálgicos de cualquier población que se precie. Cuando los vecinos –encabezados por el cura, el médico y el alcalde– acudieron al arroyo para
comprobar la alerta, descubrieron que el tal cetáceo varado que les había
predicado su paisano no era otra cosa sino el bulto creado por el dorso de unas
alforjas que alguien había tirado al regato.
La historia resulta del todo
inverosímil, máxime si tenemos en consideración que el arroyo del que hablamos
lleva cuatro dedos de agua en época de lluvias abundantes, lo que me inclina a
pensar que la patraña fue urdida en alguno de los pueblos aledaños con la intención
de burlarse de los mucienteños. Ya se sabe que las rivalidades y rencillas
entre pueblos colindantes se han saldado desde siempre con ajustes de cuentas
en el baile de las fiestas, partidos de futbol a tibia rota en el prado o con
chismes inventados para faltarse el respeto los unos a los otros. En cualquier
caso, el recuerdo de esa tontuna sobre la ballena de Mucientes me ha servido
esta semana para ponerme en guardia frente a la historia del cocodrilo de
Simancas. Ambas tienen todos los visos de estar construidas con los mismos
materiales absurdos y quiméricos.
Verdad o mentira, que nadie se
apure. Si el cocodrilo existe y ha tomado plaza en las riberas del Pisuerga,
cosa que dudo, tiene los días contados. Los nueve meses de invierno
meseteños suponen una prueba durísima de supervivencia para la fauna alóctona;
más todavía si el ejemplar pertenece a una especie procedente de una tierra en
la que el sol no da tregua y achicharra todo lo que alcanza con sus rayos. Pobre
saurio; no sabe dónde lo han soltado. Cuando lleguen las cencelladas de enero y
febrero, se le van a congelar los huevos, o lo que quiera que tenga el bicho
que haga las veces de tales.
Respecto a la anécdota de la ballena de Mucientes, a mí me contaron que era un agricultor al que se le cayeron las alforjas al arroyo, con almuerzo incluído y, en su desesperación por recuperarlas, las perseguía gritando a voz en cuello ¡Que una va llena! ¡Coges las que una va llena! ¡una va llena! Bastó para que otros lo oyeran para hacerle objeto de escarnio y mofa popular, extendiéndose el chascarrillo a los pueblos vecinos, pasándonos a llamar quasidespectivamente a los mucenteños los "Vallenos"
ResponderEliminarMuchas gracias por la precisión. En efecto, ahora que he leído tu comentario, recuerdo que la historia me la contaron tal como dices. Tenía una idea muy vaga de la misma, a lo que ha contribuido, sin duda, que mi memoria nunca fue gran cosa y que ha llovido lo suyo desde entonces. Muchas gracias de nuevo por darme la oportunidad de recuperar algunas de las voces dormidas de mi infancia.
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