domingo, 28 de junio de 2020

Verkhoyansk y el volcán de las islas Aleutianas


Verkhoyansk es una minúscula ciudad siberiana, con pinta de andurrial nómada, ordenada en torno a tres calles mal puestas a orillas del río Yana. La ciudad, ubicada dentro del Círculo Polar Ártico, tiene censados 1200 habitantes que sobreviven a las pelonas invernales gracias a que están más que habituados a que se les hielen los mocos. Sin embargo, a pesar de tener acreditado el título de ser uno de los lugares más fríos del planeta, Verkhoyansk registró el pasado 18 de junio la sorprendente temperatura máxima de 38º. Una auténtica barbaridad. En Madrid, por ejemplo, no hemos alcanzado ese pico en lo que va de mes; y eso que la patria chica de Lope y Calderón pasa en la actualidad por ser un horno asfáltico cuya temperatura sube en un plis plas a poco que le atiza la solana (de la calorina de agosto, mejor no hablamos). En resumen, que el Círculo Polar Ártico tiene una fiebre muy mala que le viene, según la opinión de los expertos, del maltrato que los humanos le venimos dando a la Naturaleza desde la época de la Revolución Industrial.

La enfermedad, en realidad, es extensible al resto del planeta en mayor o menor medida. Urge ponerle remedio antes de que nos veamos todos padeciendo veranos infernales cada vez más largos y sudando la gota gorda. Pero aquí pinchamos en hueso, porque, la verdad, a nadie se le escapa que la aplicación de esos remedios acabaría afectando de forma negativa a lo que la mayoría entiende por calidad de vida, y que ese empeoramiento es algo a lo que, tanto un rico podrido como un burgués medio pudiente, se avendrían de mala gana. Así las cosas, la propia naturaleza tendrá que apañarse una receta por su cuenta si quiere que le remita la calentura, aunque lo cierto es que ya dispone de un antipirético, en formato de cataclismo, cuyos resultados son inmediatos y espectaculares. Tal como suena. Esta misma semana, la prensa se hacía eco de los resultados de un estudio llevado a cabo por científicos e historiadores según el cual, en el año 43 a. C., se produjo un enfriamiento global del planeta motivado por una gran erupción volcánica en Alaska. En esa fecha, a tenor del relato de los investigadores, el volcán Okmok, localizado en el archipiélago de las Aleutianas, entró en fase de vomitona y arrojó al aire una ingente cantidad de gases y ceniza que formaron en la atmósfera una especie de barrera sucia y densa que impidió la entrada de la radiación solar. Los científicos estiman que, a consecuencia de este fenómeno extraordinario, la temperatura del planeta descendió en torno a siete grados de media.

O sea, que, a las malas, el problema del calentamiento global podría encontrar una solución, siquiera temporal, trámite un Okmok a lo bestia. Lo malo de una megaerupción es que no se detiene a considerar detalles menores como la destrucción que causa a su alrededor en primera instancia o la cantidad de vidas que factura al otro mundo convenientemente perfumadas en azufre. Sin embargo, en el otro plato de la balanza, sólo una hecatombe como la expuesta podría conseguir un descenso drástico de la temperatura y que el planeta volviese a disfrutar por un rato de ese Holoceno de lujo -templadito y benigno- que nuestra especie ha puesto en peligro con su progreso distópico. En cualquier caso, lo que quiera que haya de ser nos pillará finalmente en gayumbos, como siempre. Eso tan seguro como que tenemos la canícula a la vuelta de la esquina.

sábado, 20 de junio de 2020

A vueltas con las estatuas de Colón



Cristóbal Colón no es un personaje que me inspire simpatía. Desde que aparece en la historia zascandileando por media Europa con unos planos enrollados bajo el brazo, parece tener un único objetivo: hacer fortuna abriendo una nueva ruta para el comercio de las especias a través del Atlántico. A tal fin, buscó patrocinio para su proyecto en diversas cortes europeas, las cuales descartaron involucrarse en la empresa alegando que su idea dibujaba una tierra minúscula cuyas dimensiones no se correspondían con las dimensiones reales del planeta. Pese a que sus cálculos eran un despropósito notorio, tuvo suerte y consiguió que los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se interesasen finalmente en su plan y accediesen a financiarlo, y a firmar con él unas capitulaciones ventajosísimas diseñadas a la medida de su enorme ambición.

El 2 de agosto de 1492 se hizo a la mar con tres carabelas. Ahora sabemos que, tal como le habían criticado los sabios del momento, sus cálculos sobre las dimensiones de la tierra eran un puro disparate. Las naves se habrían ido a pique en cualquier punto medio del proceloso océano de no haberle puesto la suerte por medio una masa continental que se extendía ininterrumpida desde las tierras del Ártico hasta las proximidades del continente antártico. Lejos de advertir ese extremo, Colón, tan ignorante de la geografía real como rayado con sus elucubraciones, pensó que había cumplido finalmente su propósito de alcanzar las Indias navegando hacia poniente. Apenas desembarcado, en virtud de los acuerdos firmados con los Reyes Católicos, tomó posesión de las tierras recién descubiertas en calidad de Virrey y Gobernador General, y, a partir de ahí, se empeñó por imponer su ley a las bravas –siempre en provecho de su codicia– dando rienda suelta al tirano sin escrúpulos que anidaba en su pecho. Los nativos de la isla de la Española entendieron pronto que les había llegado por mar un diablo blancuzco y fiero que no escatimaba violencias ni crueldades a la hora de afirmar su santa voluntad.

Visto desde una perspectiva ética actual, resulta difícil explicar cómo se le pudieron dedicar monumentos en la península a un personaje tan poco edificante que nadie querría, pongamos por caso, como marido para su hija. Sin embargo, la explicación se abre paso si contemplamos que tales monumentos fueron erigidos en las postrimerías del siglo XIX en un ambiente de exaltación patriótica dentro del cual se consideraba que el “descubrimiento de América”, con Cristóbal Colón a la cabeza, había permitido a la nación española, recién unificada por obra y gracia de los Reyes Católicos, encontrarse con su destino imperial. Según esa interpretación, la gesta de las tres carabelas, siquiera de forma inconsciente, fue una odisea que permitió escribir en los siglos siguientes el capítulo áureo de la conquista, colonización y evangelización del Nuevo Mundo. Por esa razón, nuestros tatarabuelos redimieron a Cristóbal Colón de sus pecados, le buscaron un puesto de honor en la nómina de los prohombres de la patria y le dedicaron estatuas en las principales plazas del país.

Sin embargo, desde hace bastante tiempo, los historiadores, muy dados a olisquear en los archivos en busca de papelajos que los orienten sobre la realidad de las cosas pasadas, vienen ofreciendo una interpretación sobre el personaje más acorde con las evidencias que proporciona el análisis de la ingente documentación disponible. Aprovechando ese nuevo caudal de conocimiento, y con el viento a favor de las diatribas de algunos movimientos sociales reivindicativos, ha prosperado por nuestro país toda una tropa de justicieros que consideran que las estatuas dedicadas al marino genovés deben ser retiradas de los espacios públicos porque homenajean a un canalla cuya conducta no se ajustó, ni de lejos, a los parámetros éticos que rigen en la actualidad. Todos ellos forman algo así como una “Asociación de Amigos de la Damnatio Memoriae” cuyo máximo anhelo parece ser el establecimiento de una especie de checa cultural para juzgar en efigie y condenar al ostracismo a un tipo que lleva quinientos años criando malvas.

Yo no soy partidario de estas efervescencias iconoclastas, y me supone un trabajo cargante –que afronto de mala gana– el tratar de comprender las razones profundas que llevan a algunos coetáneos a extender el veneno de la destrucción contra expresiones monumentales y artísticas centenarias, por mucho que las mismas conmemoren a personajes cuyo comportamiento merecería en la actualidad la reprobación general más categórica.  Traer el pasado al presente para ajustarle las cuentas es como pretender hacerse un Terminator al revés; o sea, un lío cojonudo que no lo arregla ni Dios. Mejor dejemos las estatuas donde están, que adornan y sirven de percha a los pajaritos, y no andemos tocando los bemoles con pamplinas que no conducen a nada. El futuro no se construye derribando monumentos decimonónicos.

sábado, 13 de junio de 2020

El cocodrilo de Simancas y la ballena de Mucientes

El Pisuerga, a su paso por Valladolid, es un río manso y pachón a primera vista. Pero bajo su apariencia calma y sosegada oculta el secreto de un carácter turbio y tormentoso. Cada cierto tiempo, como si le pegase un chispún adolescente, sorprende con crecidas de importancia que lo llevan a desmadrarse. Pero, por mucho que se empeñe en dar la nota, no puede competir en nombradía con el Duero, que es el río grande y mítico de Castilla. Tal vez por eso, el Pisuerga pasa desapercibido para la mayoría, y nadie, salvo los ribereños o los excursionistas que van en busca de su nacedero en la montaña palentina, parecen tenerlo muy en cuenta.

Sin embargo, a veces, la fama lo busca a través de lo anecdótico, que es una forma transversal y castiza para concederle al humilde sus cinco minutos de gloria. Es justo lo que le ha ocurrido con el supuesto avistamiento de un cocodrilo en sus aguas, cerca de la población de Simancas; que lo ha vuelto a situar en el plano de la actualidad. Conocemos el suceso gracias a la referencia de algunos testigos que afirman haberse topado por casualidad con un reptil predador de metro y medio de eslora en la orilla del río. A partir de estas declaraciones, hay quien, elucubrando, se atreve a proponer que el saurio podría pertenecer a la especie crocodylus niloticus –vulgarmente: cocodrilo del Nilo–, lo que me tiene alucinado, porque nunca pensé que con una información tan escasa y escurridiza se pudiera afinar con la clasificación taxonómica. Yo, la verdad, ignoro si el lagarto puede ser un cocodrilo del Nilo o el caimán de Barranquilla, lo que es seguro es que llevamos desde el lunes a vueltas con la copla sin que el reptil de marras haya asomado el hocico.

En mi condición de casi natural de la zona, yo mantengo una postura entre cautelosa y escéptica sobre el asunto. Me explico. Mi madre nació en Mucientes, que es una población vecina a Valladolid, y, desde que tengo uso de razón, frecuento la provincia con cierta asiduidad. De mis recuerdos infantiles, me viene ahora en mente, removido por los sucesos de Simancas, el relato bufo de la ballena de Mucientes. Dice esta historia –y en este punto tiro de memoria, en mi caso mala malísima– que un buen día un natural del municipio, paseando junto al arroyo, vio que asomaba en un punto del cauce un bulto sospechoso. Nuestro anónimo protagonista, que no debía ser el lumbreras del pueblo, tomó el volumen emergente por el lomo de una ballena y le faltó tiempo para salir corriendo cuesta arriba a vocear la noticia en la plaza, en el casino y en el frontón, que son los puntos neurálgicos de cualquier población que se precie. Cuando los vecinos –encabezados por el cura, el médico y el alcalde– acudieron al arroyo para comprobar la alerta, descubrieron que el tal cetáceo varado que les había predicado su paisano no era otra cosa sino el bulto creado por el dorso de unas alforjas que alguien había tirado al regato.

La historia resulta del todo inverosímil, máxime si tenemos en consideración que el arroyo del que hablamos lleva cuatro dedos de agua en época de lluvias abundantes, lo que me inclina a pensar que la patraña fue urdida en alguno de los pueblos aledaños con la intención de burlarse de los mucienteños. Ya se sabe que las rivalidades y rencillas entre pueblos colindantes se han saldado desde siempre con ajustes de cuentas en el baile de las fiestas, partidos de futbol a tibia rota en el prado o con chismes inventados para faltarse el respeto los unos a los otros. En cualquier caso, el recuerdo de esa tontuna sobre la ballena de Mucientes me ha servido esta semana para ponerme en guardia frente a la historia del cocodrilo de Simancas. Ambas tienen todos los visos de estar construidas con los mismos materiales absurdos y quiméricos.

Verdad o mentira, que nadie se apure. Si el cocodrilo existe y ha tomado plaza en las riberas del Pisuerga, cosa que dudo, tiene los días contados. Los nueve meses de invierno meseteños suponen una prueba durísima de supervivencia para la fauna alóctona; más todavía si el ejemplar pertenece a una especie procedente de una tierra en la que el sol no da tregua y achicharra todo lo que alcanza con sus rayos. Pobre saurio; no sabe dónde lo han soltado. Cuando lleguen las cencelladas de enero y febrero, se le van a congelar los huevos, o lo que quiera que tenga el bicho que haga las veces de tales.

domingo, 7 de junio de 2020

El coronavirus y la guerra de los simios

Hace unos días, Arnaldo Caruso, presidente de la Sociedad Italiana de Virología, declaraba, refiriéndose al Sars-Cov-2, que el “virus está perdiendo fuerzas”. A esa impresión había llegado yo también por mi cuenta, aunque lo mío es una elucubración de poco fiar que sólo se atiene a un argumento: si la enfermedad no ha repuntado en las últimas semanas después de las facilidades que le hemos dado para seguir en el candelero es porque el bicho está frito y refrito.

Decía el replicante Roy Batty en un monólogo memorable al final de la película Blade Runner: “yo he visto cosas que vosotros no creeríais…”. Algo por el estilo podríamos decir los que seguimos las medidas sanitarias que dicta la autoridad cuando contemplamos atónitos como una parte importante del paisanaje transgrede esas mismas normas con un desparpajo festivo que no cabe en una cabeza medio decente. Carpe diem total, que la calorina de mayo se presta mucho a juergas y despelotes.

Viendo el espectáculo nacional, uno está tentado de pensar que tales comportamientos son propios de esa vena sandunguera que distingue nuestro carácter carpetovetónico; pero no es verdad. Basta mirar fuera de nuestras fronteras para darse cuenta de que, donde quiera que uno ponga la vista, el gentío se ha echado a la calle en plan despiporre en cuanto le han suavizado el confinamiento. O sea, ídem de ídem.

La universalidad de esa actitud descabellada indica que la especie humana, después de millones de años de evolución en pos de la inteligencia, está entrando en una fase regresiva. El hombre ha olvidado su condición de sapiens y va por la vida sin conocimiento, a calzón quitado, dejándose llevar por las pasiones y los caprichos, que son esos caminos rectos que atajan en busca de la perdición. Hasta los primates, nuestros parientes más próximos en el mundo animal, se han dado cuenta del proceso degenerativo que nos consume y han decido aprovechar ese bajonazo para tomarnos el relevo.

La prensa publicaba hace una semana la noticia de que unos monos habían robado muestras de sangre de cuatro pacientes con Covid-19 que estaban en tratamiento. El suceso tuvo lugar en la India y supone, a mi modo de ver, un intento clarísimo por iniciar una guerra bacteriológica con armas prestadas. La apuesta, sin embargo, acabó en fiasco, y los monos, acorralados en la copa de un árbol y conscientes de su estrepitoso fracaso, decidieron inmolarse echándose al coleto el contenido íntegro de los tubos. 

Sin embargo, el resultado de esta primera escaramuza no debe llamarnos a engaño. Los simios nos han tomado la matrícula y ya no habrá quien los distraiga del objetivo. Tarde o temprano vendrán de nuevo contra nosotros para ajustarnos las cuentas. El final de esa contienda está escrito en el dorso de las estrellas: pagaremos nuestra estulticia con el infierno de la extinción, nuestra civilización milenaria será pasto del olvido y las historias que tejimos en torno al fuego de los ancianos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.