domingo, 11 de octubre de 2020

Ni cogobernanza ni hostias

 

La soberbia de Pedro Sánchez es inversamente proporcional a su estatura política. Tiene un ego con metástasis que no soporta una réplica y, menos aún, un revés judicial. Por eso, cuando el pasado jueves el Tribunal Superior de Justicia de Madrid le tumbó esa chapuza de orden ministerial con ínfulas de ley grande que él había impulsado para rendir a Díaz Ayuso, en lugar de contentarse con la adversidad, se enfurruñó como un niño malcriado y tonto al que le niegan un capricho. Mal rollo. En esa misma situación, cualquier político fino hubiera entendido el mensaje de los jueces –por ahí no, Pedro– y, luciendo cintura para fintar en corto, habría ofrecido a su rival político una solución de consenso que le permitiese desatascar el embrollo recuperando de paso la iniciativa. Pedro Sánchez, sin embargo, le concede al orgullo esa preponderancia que le niega a la mesura. Vanitas vanitatum et omnia vanitas. Eso explica que, lejos de recular, haya vuelto a la carga doblando la apuesta para demostrarnos quién manda. En ese plan, ha impuesto su decisión personalísima de escarmentar a la Comunidad de Madrid –que es un triángulo incómodo en el centro de la masa peninsular–­ aprobando un estado de alarma que se propone dejar claro en la Puerta del Sol cómo Moncloa no consiente otra cosa salvo el sí bwana. Ni cogobernanza ni hostias.

Y por esa vía, los madrileños de a pie hemos acabado sumando a nuestra condición de gatos la de represaliados políticos sui generis que no pueden siquiera denunciar su caso ante las organizaciones internacionales con garantías de que lo tomen en serio. Habrá quienes toleren de buen grado la nueva situación. Nada que objetar; para gustos, los colores. A los demás, sólo nos queda plantar cara organizando en las calles un dos de mayo o montando en las redes una revoltosa bullanguera y cachonda que la emprenda a coñas con quien nos gobierna al dictado. Tacho la primera opción, que un alboroto gordo sólo puede acabar en disturbios o contagio, y no estamos para eso, un poquito de por favor. En cambio, me apunto a la segunda en vista de que me permite lucir un punto libertario y borroca sin riesgos aparentes ni daños a terceros. Al parecer, no soy el único que aprueba la moción. Acabo de abrir el móvil. Tres whatsapp le arrean de lo lindo a Pedro Sánchez. Con permiso del respetable, me sumo a la fiesta.


sábado, 3 de octubre de 2020

República post-Covid

 


Desde el pasado marzo, el país está en vilo por culpa de una enfermedad vírica que se está llevando por delante miles de vidas. Sin embargo, pese a la mortandad causada por el virus, algunos miembros de nuestro Gobierno –con el vicepresidente segundo a la cabeza– parecen más preocupados por montarnos una República post-Covid que por luchar a pie firme contra la pandemia. Oyéndolos, cualquiera diría que el anhelo máximo de esta tropa, por encima de victorias sanitarias, consiste en destronar a ese monarca borbón al que le profesan tanta tirria. Ahí tenemos, por ejemplo, a Alberto Garzón y Manuel Castells, ministros ambos, los cuales, en cuanto les ponen un micrófono delante, prodigan refunfuños y tarascadas contra el actual jefe del Estado como si les fuera en ello el jornal. ¡Leña al mono! Todo por la República. Punto y aparte merece la ministra de Igualdad, Irene Montero, la cual, aunque pertenece al núcleo duro de la cuadrilla, parece haber apostado por adoptar una vena frívola para blanquear el negocio que se traen todos entre manos. La misma que le puso un aspersor al virus el 8-M, luce ahora palmito en el último número de la revista Vanity Fair –¡jo tía, qué mona!– y se nos presenta como una suerte de Marianne pija de posado facilón. Con la que está cayendo.

Las cifras de fallecidos por coronavirus asustan: 32.000 según los datos oficiales –estimación muy a la baja–, aunque su número aumenta de día en día sin que logremos ver la luz al final del túnel. O sea, una hecatombe sanitaria como no se ha conocido otra desde la gripe española de 1918. Pero al sector más a trasmano del Gobierno estas penalidades parecen importarle un carajo. Total, el marrón del muerterío se lo come el ministro de pompas fúnebres, Salvador Illa, que no pertenece a la cuerda. Mientras, ellos a lo suyo, que no es otra cosa sino ejercer de ingenieros sociales para diseñar sobre plano un futuro tricolor. Y en eso estamos. Pero, ojito, que una maquinación de ese tenor en tiempos de pandemia puede llevar cosida al forro una maldición gitana. Lo mismo, como se descuiden, a la vuelta de dos meses, por culpa del virus, no queda ni el Tato para llevar adelante el proyecto que tanto anhelan. Luego, que no digan que nadie les avisó.