Elecciones catalanas a la vista,
y vuelve a primera línea la cantinela del golpe de estado de octubre. Nunca he
compartido el criterio de llamar de esa forma a lo que en realidad fue un
intento de secesión en toda regla. Un golpe de estado, por definición, es la
toma del poder en un país mediante el uso de la fuerza. Para hacer la cosa más
evidente, pensemos en un Tejero, que lucía mostacho bajo el tricornio y quiso apretar a todos los españoles, manu militari,
bajo un gobierno de compinches. Tejero fue nuestro último golpista y nos dejó
para la posteridad un “¡se sienten, coño!” rubricado con ráfagas de metralleta.
Lo de Cataluña es harina de otro costal. Los indepes no pretendían imponerle al conjunto del país un gobierno de
los suyos sino tirar una raya para deslindar un territorio donde regirse por
libre. Por ahí, descartado aquel follón como golpe de estado. Probemos ahora a
mirarlo bajo el prisma de la “secesión”. Echo mano del diccionario del Oxford Languages que dice sobre esa voz:
“separación de una parte del pueblo o del territorio de un país para formar un
estado independiente o unirse a otro estado”. Claro, ¿no? O sea, que llevaba yo
razón en lo del inicio: aquello del referéndum en Cataluña no fue un golpe de
estado sino un intento de secesión. Lo cual, no le quita un ápice de gravedad
al asunto, pero lo pone en su sitio.
Eso me lleva a que hay una parte de
catalanes que no quieren ser españoles. Algunos de ellos, por dejar clara la
desafección, hacen público y notorio su desprecio hacia los naturales del resto
peninsular. El otro día, por ejemplo, leí un artículo –más bien un desahogo–,
titulado “Elogio del conflicto catalán”, en el cual un tipo llamado Jordi
Galves, de profesión haters, se
refería a los españoles como “Los cien mil vagos de San Luis”. Puesto que no
hacía salvedades, supongo que yo también debería contarme en la nómina de los
que, según él, se tocan el higo. Alucino: ¿cómo sabe este individuo si flojeo
en el trabajo de normal o, por el contrario, me lío a destajo con lo que me echen? No lo sabe, como es lógico; no me conoce. ¿Entonces? Pues lo obvio: faltar por faltar, que es de
lo que se trata. Para mí que a este Jordi Galves se le ha ido la olla por culpa
de una fiebre o de un mal aire. Una pena. Lo siento por él, y espero, de corazón,
que lo suyo tenga remedio, aunque soy pesimista sobre esa posibilidad porque el
contexto no favorece la mejoría.
Por desgracia pintan bastos. Los indepes, tipo el susodicho o análogos, están
crecidos y van a seguir con su inquina a machamartillo porque ese sentimiento
fatal alimenta aquello que Jon Juaristi llamó el “bucle melancólico”, que es
una suerte de droga dura que lo pone a uno muy tonto. Por esa razón, el nuevo
ministro de Política Territorial, Miquel Iceta, no puede esperar de ellos una
tregua ni una desescalada de la tensión, aunque me da a mí que, viniendo de
donde viene, los conoce de sobra y ya tiene hecho el cuajo a fuerza de
tratarlos. Iceta sabe muy bien de qué va el rollo, y no parece dispuesto a que
los arquitectos y currelas del procés le corrijan a capricho el mapa del país violando las leyes. La prueba es que, a la primera que Gabriel Rufián,
en sede parlamentaria, le ha venido con la copla de los presos y del referéndum
de octubre, él, adornándose con un puntito de empatía, le ha marcado las líneas
rojas con una respuesta que deja cierto aroma a retórica antañona. Pongo el
literal: “Sí, mire, saltarse la ley es probablemente el peor error político que
uno pueda cometer. No digo que detrás de esa decisión no puedan existir
valores, causas, que se consideren legítimas. Pero permítame que yo defienda
aquí, y siempre, el estricto cumplimiento de la ley, el respeto a la separación
de poderes, el acatamiento de las sentencias y resoluciones judiciales”. Por
ahí, vamos camino de la cordura. Y falta nos hace.