En Ventas de Huelma, población granadina
asentada entre el Barranco Hondo y el Arroyo de los Frailes, algunos vecinos
aseguran haber avistado una pantera. Al parecer, un ciclista logró
fotografiar a la fiera –de lejos, claro– mientras esta olisqueaba entre los olivos.
Otro paisano ha declarado que la sintió rugir a sus espaldas, aunque no alcanzó
a verla. El caso es que estos testimonios, y otros semejantes, tienen a los
comarcanos en alerta y medio confinados en sus casas por miedo a que el gato
pueda salirles al paso en una descubierta y presentarles sus credenciales. El
alcalde mismo los ha llamado a la prudencia. Las zonas rurales no están
sobradas de población como para que se echen a perder vecinos por una
valentonada. Y, mientras, el Seprona se dedica a buscar a la fiera por los
campos sin saber todavía a ciencia cierta si el animal es real o el producto de
un delirio colectivo.
El caso recuerda al suceso
reciente del cocodrilo de Simancas, aunque este de ahora –que me perdonen mis
paisanos vallisoletanos– me resulta más atractivo. Al fin y al cabo, un caimán no
es otra cosa que un lagarto aquejado de gigantismo; o sea, igual de feo, pero
mayúsculo. En cambio, la pantera es una hermosura que pasea su elegancia
indolente por la foresta como si el mundo se la trajese al pairo. No hay color.
Llegados a este punto, debo reconocer que mi predilección por la segunda le
debe mucho al celuloide. Tengo un fondo cinéfilo que es un trastero de imágenes
apiladas sin criterio en el que cabe, por ejemplo, el vago recuerdo de una
película como “Cat people” –titulada
en español “El beso de la pantera”– que es la culpable en gran medida de mi
fascinación por los felinos. La cinta es un remake
de un clásico homónimo del maestro Jacques Tourneur, y cuenta la historia de
una mujer, Irena, que se transforma en pantera cuando la calentura la arrastra
al fornicio. La película es perfectamente prescindible salvo por un detalle:
el papel de la protagonista lo interpreta Nastassja Kinski, bellísima actriz de
origen alemán que despliega sobre la pantalla una sensualidad voluptuosa capaz de poner palote al lucero del alba. Me recordaba un amigo hace tiempo que todos los adolescentes de nuestra generación estábamos enamorados de la Kinski. Esta película demuestra que teníamos
razones sobradas para beber los vientos por ella.
Y volviendo a Ventas de Huelma, que fue por donde comencé estas líneas, confieso que me ha venido en mente la ocurrencia onírica de que la pantera que busca el Seprona en el término municipal pudiera ser otra Irena, como la del largometraje, a la que una noche de placer le ha jugado la faena del transformismo. ¿No me digan que la idea no tiene su puntito de morbo? Sin embargo, ese desvarío tiene un recorrido muy corto, mal que le pese al tercio lunar de mi imaginación. Por desgracia, los sueños son relatos efímeros que no sobreviven más allá de unas horas, y, este mío de la metamorfosis, tiene un plazo que está a punto de expirar a diecinueve de septiembre. La realidad llegará en breve para darle la puntilla de la mano del Seprona. Que no era pantera sino gato, explicará a los medios su portavoz añadiendo todo tipo de pruebas para demostrarlo. A continuación, las autoridades darán el asunto por zanjado y los vecinos de Ventas de Huelma volverán con alivio a sus vidas corrientes. Y sanseacabó, que la verdad encuentra siempre el camino más prosaico entre dos puntos.