sábado, 5 de septiembre de 2020

Blas de Lezo versus Black Widow



El siglo XIX inventó nuestra historia nacional –igual que inventó la nación misma–, y desde entonces todos hemos pasado revista a los siglos según el guion que dejaron escritos nuestros tatarabuelos. En esa Historia viejuna y rancia, los héroes jugaban un papel crucial como modelos de virtud cívica y ejemplos de entrega por la patria. Quienquiera que se hubiera liado a mandobles o cañonazos con el inglés, el francés, el moro o cualquier otro enemigo, era un firme candidato a ostentar la condición de héroe, aunque sólo los más esforzados entre ellos –o los más sacrificados– fueron tratados finalmente de tales. Blas de Lezo, es el último numerario que ha tomado plaza en ese cuerpo glorioso, y ha ingresado en el mismo, un poco a destiempo y a la fuerza, por gracia de un sector de la cultura y de la opinión pública española empeñado en convertir el panteón de los héroes patrios en el camarote de los hermanos Marx.

A propósito de Blas de Lezo, he leído que fue un marino fuera de serie. No seré yo quien lo discuta. Al fin y al cabo, poco puede opinar sobre cuestiones náuticas un talento de mi valía que no sabe si la popa de un navío es el extremo romo por donde colea el timón o la parte afilada que taja las olas. Lo que sí me atrevería a decirles a sus fervorosos admiradores es aquello de “menos lobos, Caperucita” porque, a poco que uno lea variado y con ojos limpios, advierte enseguida que el personaje real se compadece mal con la versión idealizada del mismo que nos proponen sus apologetas. En este sentido, Blas de Lezo es un buen ejemplo de cómo se construye un mito a partir de un personaje de carne y hueso. El objetivo se consigue a fuerza de hacer mucho hincapié en aquellos adornos –inventados o reales– que sirven para ensalzar la figura escogida, soslayando, por contra, las inconveniencias que pudieran afearla; dicho con otras palabras, utilizando la elipsis y el panegírico como recursos complementarios para perfilar una biografía sin tacha.

En cualquier caso, si toca hablar de héroes, debo reconocer que, personalmente, me molan más los superhéroes de la Marvel. Enfundados en traje de látex, o en unitardos de cuero y nanofribas que transparentan unas anatomías pluscuamperfectas, realizan proezas imposibles para salvar al mundo y a la humanidad de la destrucción. Un pasote. Por eso, puesto a escoger, mejor una belleza como Black Widow –¡vaya mujer!–, que un tipo cojo, manco y tuerto al que le sobraba arrogancia como para dar corriente durante años a dos líneas genealógicas de la nobleza más altiva. Además, los héroes de la Marvel tienen otra ventaja que añadir en su favor: sabemos a ciencia cierta que son el producto de la imaginación febril –dejémoslo ahí– de sus creadores; o sea, que son pura ficción. Nadie discute su naturaleza fantástica, contrariamente a lo que sucede en el caso de los héroes nacionales, a los que se pretende hacer pasar sin discusión por verídicos, aunque sus biografías no sean otra cosa que un rollo macabeo –muy interesante desde el punto de vista historiográfico– que abunda en trampas, tergiversaciones, faltas de exactitud y medias verdades. Por esa razón, yo prefiero con los ojos cerrados a Black Widow sobre cualquiera de nuestros héroes carpetovetónicos. Ella sí que tiene su puntazo sin necesidad de que nos tomemos en serio su existencia. 



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