sábado, 25 de julio de 2020

Españoles por el mundo: Al Roj (Siria)










 


En el noreste de Siria hay un campamento de refugiados en el que malviven diecisiete niños españoles. El lugar es uno más de los poblados chabolistas que abundan en los confines de la guerra y en las zonas maldecidas por la ira de Dios. Tiene un nombre feo y rasposo, Al Roj, y está formado, lo mismo que todos los demás, por tiendas de lona y plástico que desconocen tanto la albañilería como la higiene. En esa tiendópolis de miseria, enfermedades y piojera, los diecisiete menores están pasando las de Caín porque llevan encima el estigma de ser hijos de aquellos españoles que engrosaron las filas del ISIS. Hay males que uno se gana a pulso y otros que le vienen por herencia, ya sea un trastorno o el sambenito de una filiación chunga. En el caso de los diecisiete de Al Roj, el hecho probado de que sus padres participaran en la construcción de ese horror sin paliativos que fue el Estado Islámico les ha puesto una tacha de vergüenza sobre el DNI que los identifica como parias.

Los diecisiete niños deberían haber regresado a España hace tiempo. Sus familias se quejan de esa demora y siguen aguardando, con el corazón en un puño, que alguien firme la orden de repatriación. Pero el Gobierno se malicia que, a lo peor, la decisión de favorecer su vuelta puede meternos en la cocina a futuros yihadistas. Los prejuicios que gusanean por debajo de esa paranoia caben en un sólo refrán: “de tal palo tal astilla”. Y, por ahí, se vuelca sobre los diecisiete inocentes la infamia de presuponer que, por ser hijos de quienes son, manifestarán el día de mañana, cuando sean mayores, una tendencia innata a inmolarse a lo bestia en un lugar público. Es un prejuicio profundamente injusto. Nadie puede leer el futuro en los ojos de un niño ni escribir el índice de su vida en la primera página de un libro en blanco. Eso es imposible. A lo mejor resulta que cualquiera de ellos –paradojas de la vida– alcanza más adelante la solución para salvarnos de la próxima pandemia. ¿Quién sabe? Podría ser. Sin embargo, sobran los futuribles a la hora de defender las razones por las cuales el Gobierno debería solicitar su repatriación. A tal efecto, basta alegar un sólo motivo: todos ellos son españoles y, en cuanto tales, les asiste el derecho a que el Estado se deje la piel por conseguir su vuelta, porque si no, si damos por sentado que ese mismo Estado puede convertirse en un juez caprichoso al que le cabe discriminar y abandonar –con razón o sin ella– a aquellos de los suyos que le resultan incómodos, entonces, ¿para qué sirve tanto rollo de Constitución y derechos fundamentales, o tanto llevar impresa nuestra fotografía sobre un título de identidad? En ese caso, mejor la selva. Hasta Mowgli fue acogido por una manada de lobos que fueron capaces de vencer su resquemor hacia la especie humana. Preciosa lección.

sábado, 11 de julio de 2020

Ortega Smith y el euskera


Ortega Smith es uno de esos tipos que se caracterizan por su falta de prudencia. Tiene el defecto de entrar a saco en cualquier asunto, y con una frecuencia que no deja día en blanco sobre el calendario. El último desbarro es de anteayer, como quien dice, y ha tenido que ver con el euskera. Ha dicho el señor Ortega Smith que el euskera batua, la lengua vasca unificada a partir de las distintas variantes tradicionales del euskera, es una lengua que recurre a palabras “inventadas”
y a otras procedentes de "dialectos de distintas aldeas que no se entendían entre ellas". Yo no sé qué tipo de saña tiene este señor con las lenguas españolas, fuera del castellano, que, a la que puede, se empeña en ningunearlas como si fueran monedas falsas.

El señor Ortega Smith no entiende que hay españoles que tienen una lengua materna distinta del castellano. No lo entiende porque tiene en la cabeza una España canija y pobre, una especie de Lilliput de cartón piedra plagada de rojigüaldas, que desprecia todo aquello que se aparta un pelo de la herencia de Berceo. Por eso, durante el mitin celebrado en Vitoria el domingo pasado, no encontró reparos en soltar una tarascada contra la lengua vernácula de la región. Que lo que habla el paisanaje de por allí recurre a palabras inventadas, dijo. Le faltó añadir, aunque se sobreentiende, que los vascos deberían dejarse de chorradas y aprender el único idioma fetén que merece consideración; o sea, el castellano. Por ahí van los tiros. Con todo, lo peor del exabrupto no es la discutible afirmación sobre los “inventos” incorporados a una lengua ancestral, sino el desprecio sin matices que destilan sus palabras. Aprovechar la celebración de un mitin en la capital alavesa para airear esa inquina supone una agresión gratuita y, lo que resulta peor, una muestra de mala educación. El papá del señor Ortega Smith debería haberle enseñado de chiquito que no se puede acudir a la casa de nadie a faltarle al respeto.

Yo no voy a entrar en discusiones sobre el vascuence o euskera porque voy muy justito en materia filológica, y, para colmo, el espíritu santo se niega a concederme una lengua de fuego con la que avanzar en los intríngulis del asunto. Pero no me resisto, en cambio, a señalar la empatía como la condición necesaria para meter baza en cualquier debate sin correr el riesgo de finalizarlo a hostias. El Diccionario de lengua española define la empatía como la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. El señor Ortega Smith desconoce la existencia misma del término porque el Diccionario, lo mismo que la Gramática o la Historia, sólo son para él mamotretos de canto duro con los que arrearle un ladrillazo a todo aquel que no comparte su fanatismo. Sin embargo, a pesar de esa ignorancia suya, bastaría con que se permitiese participar afectivamente del cariño que muchos vascos le tienen a su lengua materna para que probase los efectos benéficos de la empatía y comenzase a ver las cosas de colorines; o sea, de una forma distinta y más rica al claroscuro habitual. Pero él no contempla esa posibilidad porque las neuronas que circunnavegan desnortadas por su cerebro –estoy tentado de pensar que no pasan de dos– le reclaman una España furibundamente monolingüe, y, en ese plan, no hay fuerza ni maña que pueda con el cerrojo.

sábado, 4 de julio de 2020

La búsqueda de los huesos mondos de Calderón de la Barca




Calderón de la Barca falleció el 25 de mayo de 1681. En el momento de rendir su alma al Altísimo, no podía imaginar nuestro ilustre dramaturgo que a sus castigados huesos se les habría de negar la posibilidad de que disfrutasen en paz de los primeros compases de la eternidad. Diversas vicisitudes, a lo largo de los siglos, impidieron que tuviesen una sepultura definitiva y los condenaron a sufrir sucesivos traslados que nunca acertaban con el sitio. En cada movimiento, los perros del vecindario correspondiente buscaban cómo hurtar del saco alguna costilla o, si tenían suerte, alguna pieza mayor tipo fémur. La imagen de un chucho royendo con ahínco una canilla del genial dramaturgo en un callejón del antiguo Madrid, tiene algo de poética naif que me fascina. Al cabo de seis traslados, el remanente del esqueleto del pobre Calderón no daba siquiera para ilustrar una clase de anatomía en condiciones, así que, recién inaugurado el siglo XX, lo poco que quedaba de su arquitectura ósea original se metió en una arqueta de mármol que se exhibió durante años en la parroquia madrileña de Nuestra Señora de los Dolores. Luego vino la Guerra Civil, la destrucción parcial de dicha iglesia y la pérdida u ocultación de los restos.

Ahora, nueve expertos, entre profesores universitarios, arqueólogos y especialistas en georradar, han decidido aunar esfuerzos a fin de localizar la dichosa arqueta, confiándose a la hipótesis de que la misma fue emparedada al objeto de preservar los restos del literato de un posible saqueo. Para llevar a buen puerto la empresa, esos nueve expertos se ayudarán en sus pesquisas de un menaje de alto nivel que ahorrará destrozos en el templo, aunque sospecho que, tal vez, teniendo en cuenta lo que pretenden, una sesión de guija ajustaría los resultados de la búsqueda con más criterio.

Confieso que, más allá del morbo, no veo qué interés puede tener nadie en montar una operación rescate de semejante envergadura para encontrar unos simples huesos, por muy de Calderón que sean. A lo mejor es que el pack viene con sorpresa. Lo mismo, los restos óseos del egregio dramaturgo son de kriptonita –que se paga a precio de oro en los mercados del mal–, o contienen alguna sustancia que puede servir de cura contra el Covid-19, o, cuando menos, como afrodisíaco para los donjuanes que se ven en la necesidad de seguir en el tomate después de gastar las primeras salvas. Pero me da que los tiros no van por ahí. De primeras, el asunto tiene toda la pinta de ser una tontuna del quince que responde, antes que nada, al deseo de los responsables del proyecto por garantizarse portadas en los principales medios de comunicación gracias al relumbrón de un hallazgo mediático. Visto así, y descartando que la localización de los despojos de nuestro ilustre escritor vaya a redundar en un mayor conocimiento sobre su figura –descártenlo de plano–, no queda sino concluir que la operación de marras se suma por propia voluntad a una corriente que podríamos denominar “arqueología del famoseo”, la cual no tiene otro propósito salvo tirar a la luz los huesos, la camisa, el rosario o el prepucio de una gloria antañona para presentarlos, a todo bombo, ante un público ávido de reliquias. Por eso, a lo más que llegará la cosa de Calderón, si es que cuaja en algo, será a reponer la famosa arqueta de mármol con sus restos en un lugar visible a fin de que cualquiera pueda hacerse un selfie delante del monumento para dárselas después de cultureta con los amigos. Sanseacabó.