martes, 25 de febrero de 2020

El "affaire" Ábalos


“Le bugie hanno le gambe corte e il naso lungo”*, dicen en Italia. En español tenemos un refrán que viene a expresar lo mismo, aunque suena más áspero y carece de la poética surrealista del primero: “se coge antes a un mentiroso que a un cojo”. Las citas vienen a cuento del episodio grotesco que ha protagonizado José Luis Ábalos con Delcy Rodríguez, vicepresidenta de Venezuela. No atendió el señor ministro a lo que avisa la sabiduría popular, y, por culpa de ese descuido, se ve envuelto ahora en un embrollo de orden mayor.
El señor Ábalos sabía que Delcy Rodriguez tiene prohibida su entrada en territorio de la UE. Sin embargo, fue a recibirla al aeropuerto Adolfo Suarez en cuanto supo que su avión tocaba tierra en suelo español. Luego, intentó mantener el encuentro en secreto, más que nada por tener la fiesta en paz con la parroquia de por aquí, que es muy quisquillosa con los temas legales. La cosa se fue de madre cuando la entrevista fue desvelada y el señor Ábalos, preguntado por la prensa sobre el particular, intentó colar una engañifa para salir del aprieto en lugar de poner la verdad por delante. Los periodistas tardaron poco en descubrir la mentira y en volver a la carga, requiriéndole más detalles sobre su affaire con Delcy Rodríguez. La impertinencia de los reporteros es proverbial, ya se sabe. Ante la insistencia, el señor Ábalos perdió las formas y se les puso farruco, en plan chulo de Arniches. El ministro –no se le oculta a nadie– es uno de esos sujetos esquinados que parece siempre dispuesto a soltar un “¡a que te hostio!” a poco que lo pinchen. Viste traje caro y corbata porque lo exige el cargo, pero bajo el look de hombre de estado late un Makinavaja al que le sobra mala ralea para mentarle el padre a cualquiera que lo mire torcido.
Sin embargo, esta vez no le valdrán al ministro esas mañas para salir del paso, ni jugar al despiste hilando mentira sobre mentira. La prensa le ha tomado el olorcillo a falso y no le dará tregua hasta conocer la razón de por qué aceptó tener un aparte con Delcy Rodríguez en el aeropuerto. A mí, me pega que la recibió de buena gana, como a gente amiga; quizás porque estaba al tanto de que venía a dejarle algún recado de parte del mandamás venezolano. Es solo una teoría, aunque la veo posible. Habrá quien critique que peco de suspicaz, y no digo yo que no, pero es que este gobierno nuestro ha recurrido a la ley del silencio para hacer frente a la inquisitoria mediática, y nadie –el señor Ábalos menos que nadie– parece dispuesto a salirse del guion para aclararnos la parte mollar de la intriga. O sea, que, así las cosas, me cabe la libertad, y el derecho, de pensar tan mal como me dicte el sentido común. A lo mejor acierto.

* "Las mentiras tienen las piernas cortas y la nariz larga"

domingo, 16 de febrero de 2020

Censura preventiva.

El jueves, me desayuné con la noticia de que CC.OO exigía la aplicación de una “censura preventiva” contra VOX para evitar que su líder, Santiago Abascal, pudiera ser entrevistado en la televisión pública. ¡Qué heavy! El comunicado con el que trataban de justificar esa exigencia no tiene desperdicio; lo podría haber firmado cualquier dictador el minuto antes de pasar a mayores.

Vaya por delante una precisión. A mí, VOX no me gusta. Me produce repelús esa copla chunga con la que se adornan los días de mitin. Tampoco me agrada el tono batallero de su líder máximo, ni la épica sucia de sus cabalgadas desde Covadonga a Granada. Lo diré más claro aún: la España que tanto les pone a los de VOX a mí me produce asquito: rancia, bronca, esencialista, vociferante, faltona. Una España/nación que sólo te reconoce entre los suyos si comulgas los domingos con un Modesto Lafuente bajo el brazo. De ese ricino, ya tuvimos bastante en tiempos pasados.

Pero una cosa es que no me guste VOX, y otra, muy distinta, que sea partidario de aplicarles una “censura preventiva”. La censura, por mucho que se le ponga adjetivos para vestirla bonito, no dejará jamás de consistir en cerrarle la boca al discrepante con métodos que van de la tachadura a la hoguera. O sea, un contradiós democrático. Por cierto, señores de CC.OO, la patrona de los censores se llama santa Anastasia. No olviden ponerle un altarcito, con flores y lampadario, en su sede.

Antipatías aparte, lo cierto es que nuestra democracia le garantiza a todo el mundo el derecho a expresar sus ideas con libertad dentro del marco que fijan las leyes. Abascal y compañía, que yo sepa, no son unos forajidos que tengan puesto precio a sus cabezas con un wanted. Están dentro del sistema, un poco o mucho a su manera, en plan Sinatra, lo que quiere decir que, puesto que tienen todos sus papeles en regla, les asiste el derecho a manifestarse como les plazca e, incluso, a contarnos sus milongas a través del canal público de televisión en horario de máxima audiencia. Al resto, nos tocará aguantarles la murga y, llegado el punto de debate, oponerles la fuerza de nuestras razones.

Yo no sé quiénes habrán sido las lumbreras que han propiciado en CC.OO el comunicado de marras, pero harían bien en recular y desdecirse de la ocurrencia. El texto, visto del derecho o del revés, resulta un alegato fangoso propio de liberticidas de la peor calaña. No resulta de recibo que quienes se dicen demócratas –lo fácil es siempre tirarse el pliego– proclamen la censura como método para silenciar a los rivales políticos. Eso no tiene un pase. Feo, muy feo. Feísimo.

lunes, 10 de febrero de 2020

Banderas hasta en la sopa


Lo último en Madrid es la moda de poner banderas españolas dapertutto. Como si no hubiera un mañana. Y digo yo: ¿acaso no teníamos ya suficientes? ¿No bastaban para satisfacer las ansias de los más acérrimos esa enormidad que ondea en la plaza de Colón sin venir a cuento, o, pelín más abajo, el círculo de rojigualdas que rodea la Cibeles? La fiesta podría haber cesado ahí. Pero no. Al parecer, el exceso siempre pide más tralla. Me explico. Hace poco el consistorio ha izado una nueva bandera nacional, tela de grande, en la plaza de Chamberí y, otra más, recién planchada, en la plaza de Marqués de Vadillo. Y en eso estamos: banderas hasta en la sopa.

A la vista del panorama, me surge una pregunta: ¿qué piensan de todo esto los naturales de por aquí? La mayor parte tan contenta, diría yo. Van de subidón en subidón sin pasar por el camello, lo que tiene su punto. A cada trecho, una bandera – ¡Viva España! – les arrea un chute de serotonina para el cuerpo que los mete en órbita. Que esto no es Cataluña, aclara más de uno. Yo sé de algunos, incluso, a los que tal enardecimiento les pone zombis, y van por la calle que no se encuentran de puro gozo. A mí, en cambio, todo este folclore me desborda. Demasié for my body, que diría un castizo.

Probablemente, muchos de mis paisanos no entiendan mis remilgos. Me sucede a menudo. Por eso, y para prevenir que puedan acusarme de cualquier barbaridad, aviso que mi problema es de orden gástrico: los excesos me caen fatal. Punto. Una cosa biológica, supongo. Me pasa, por ejemplo, con los calamares en su tinta. A poquitos, vale, me entran; pero, si me paso de la raya... ¡Uf!, me viene el rechazo. Pues, con las banderas, ídem de ídem. Eso me recuerda un refrán que decía mi abuela: “lo poco agrada y lo mucho cansa”. Va a ser que tenía razón, la pobre.

En el umbral.

A punto de traspasar el umbral para iniciar una nueva aventura en las redes, me viene un cosquilleo en el estómago como de nervios. Crear un espacio de opinión personal nunca es fácil. Siempre existe el temor de que algún lector -incluso algún amigo- pueda tomarse a mal cualquier comentario, o no encaje del todo bien alguna de las críticas que, sin duda, irán apareciendo a lo largo del tiempo que dure esta peripecia. Y, luego, está la vergüenza; ese pudor incrustado en las entrañas que es la mordaza más prieta que uno se pueda imaginar. Pero ya nada pueden todos esos remilgos. La primera entrada de este blog es la rúbrica que sella mi decisión de seguir adelante. No hay marcha atrás. Alea jacta est.