lunes, 10 de febrero de 2020

Banderas hasta en la sopa


Lo último en Madrid es la moda de poner banderas españolas dapertutto. Como si no hubiera un mañana. Y digo yo: ¿acaso no teníamos ya suficientes? ¿No bastaban para satisfacer las ansias de los más acérrimos esa enormidad que ondea en la plaza de Colón sin venir a cuento, o, pelín más abajo, el círculo de rojigualdas que rodea la Cibeles? La fiesta podría haber cesado ahí. Pero no. Al parecer, el exceso siempre pide más tralla. Me explico. Hace poco el consistorio ha izado una nueva bandera nacional, tela de grande, en la plaza de Chamberí y, otra más, recién planchada, en la plaza de Marqués de Vadillo. Y en eso estamos: banderas hasta en la sopa.

A la vista del panorama, me surge una pregunta: ¿qué piensan de todo esto los naturales de por aquí? La mayor parte tan contenta, diría yo. Van de subidón en subidón sin pasar por el camello, lo que tiene su punto. A cada trecho, una bandera – ¡Viva España! – les arrea un chute de serotonina para el cuerpo que los mete en órbita. Que esto no es Cataluña, aclara más de uno. Yo sé de algunos, incluso, a los que tal enardecimiento les pone zombis, y van por la calle que no se encuentran de puro gozo. A mí, en cambio, todo este folclore me desborda. Demasié for my body, que diría un castizo.

Probablemente, muchos de mis paisanos no entiendan mis remilgos. Me sucede a menudo. Por eso, y para prevenir que puedan acusarme de cualquier barbaridad, aviso que mi problema es de orden gástrico: los excesos me caen fatal. Punto. Una cosa biológica, supongo. Me pasa, por ejemplo, con los calamares en su tinta. A poquitos, vale, me entran; pero, si me paso de la raya... ¡Uf!, me viene el rechazo. Pues, con las banderas, ídem de ídem. Eso me recuerda un refrán que decía mi abuela: “lo poco agrada y lo mucho cansa”. Va a ser que tenía razón, la pobre.

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