Lo último en Madrid es la moda de
poner banderas españolas dapertutto. Como si no hubiera un mañana. Y digo yo:
¿acaso no teníamos ya suficientes? ¿No bastaban para satisfacer las ansias de
los más acérrimos esa enormidad que ondea en la plaza de Colón sin venir a
cuento, o, pelín más abajo, el círculo de rojigualdas que rodea la Cibeles? La
fiesta podría haber cesado ahí. Pero no. Al parecer, el exceso siempre pide más
tralla. Me explico. Hace poco el consistorio ha izado una nueva bandera
nacional, tela de grande, en la plaza de Chamberí y, otra más, recién
planchada, en la plaza de Marqués de Vadillo. Y en eso estamos: banderas hasta
en la sopa.
A la vista del panorama, me surge
una pregunta: ¿qué piensan de todo esto los naturales de por aquí? La mayor
parte tan contenta, diría yo. Van de subidón en subidón sin pasar por el
camello, lo que tiene su punto. A cada trecho, una bandera – ¡Viva España! –
les arrea un chute de serotonina para el cuerpo que los mete en órbita. Que
esto no es Cataluña, aclara más de uno. Yo sé de algunos, incluso, a los que
tal enardecimiento les pone zombis, y van por la calle que no se encuentran de
puro gozo. A mí, en cambio, todo este folclore me desborda. Demasié for my
body, que diría un castizo.
Probablemente, muchos de mis
paisanos no entiendan mis remilgos. Me sucede a menudo. Por eso, y para
prevenir que puedan acusarme de cualquier barbaridad, aviso que mi problema es
de orden gástrico: los excesos me caen fatal. Punto. Una cosa biológica,
supongo. Me pasa, por ejemplo, con los calamares en su tinta. A poquitos, vale,
me entran; pero, si me paso de la raya... ¡Uf!, me viene el rechazo. Pues, con
las banderas, ídem de ídem. Eso me recuerda un refrán que decía mi abuela: “lo
poco agrada y lo mucho cansa”. Va a ser que tenía razón, la pobre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario