sábado, 30 de mayo de 2020

Un réquiem por la arqueología española


El profesor Navarro era un tipo enjuto, espigado, de aspecto lúgubre y carácter irascible, que sufría mal que sus alumnos del instituto Cardenal Cisneros maltratasen las matemáticas cuando los convocaba al encerado. Tengo grabado en la memoria el día que se puso a explicar las ecuaciones de primer grado. Llegado el momento de despejar esa incógnita insidiosa que siempre quiere bailar sola, movió el coeficiente que la acompañaba al otro lado del signo de igualdad a la vez que preguntaba en voz alta: “¿por qué despejamos la x?”. Esperó unos segundos a que espesase ese silencio que imponía su porte inquisitorial, y cuando ya casi se le podía dar forma con las manos, estalló vociferante desde el estrado: “¡porque quiero…, y porque puedo!”.

Que nadie se me asuste. No vengo hoy aquí a tratar de matemáticas ni de mi indigno paso por esa asignatura. En realidad, tengo el propósito de escribir sobre la triste situación en la que se verá inmersa la arqueología española tras sufrir la crisis económica desatada por el coronavirus. Nada que ver con la ciencia de Arquímedes, Pitágoras, Tales y Euclides. Entonces, ¿a qué demonios venía la anécdota del principio? Como me temía que algún lector pudiera preguntarse porqué, estando la actualidad tan pródiga en asuntos de relevancia, había decidido tratar una minucia semejante, se me ocurrió que podría recurrir a ese recuerdo de la adolescencia para hacer mías las palabras del señor Navarro y responder: porque quiero…, y porque puedo. Una chulería, vaya, que espero que el lector se tome a broma.

Puesto a ser sincero, he de confesar que la elección del tema tiene una motivación más profunda que arraiga en las páginas de mi pasado escritas por la nostalgia. Todavía me late en el pecho el corazón del arqueólogo que fui antaño y, por eso mismo, desayunar con la noticia de que la crisis va a poner en el paro al 55% de los colegas que ejercen a día de hoy la profesión, me deja el sorbo del café con un regusto a derrota ya padecida antes.

Las crisis se portan mal con la arqueología. Siempre ha sido así. Cada envión se ha llevado por delante una generación de arqueólogos. Echando cuentas, tras los fastos del 92, el desplome subsiguiente de la economía dejó en la cuneta a muchos de los profesionales que ejercían en aquel momento; luego, la crisis del 2008 se saldó con una nueva escabechina que no hubiera mejorado ni siquiera Sam Peckinpah; ahora, la ruina desatada por el coronavirus está a punto de perpetrar una nueva masacre sobre la generación hodierna. A lo mejor, este rosario de desgracias cíclicas es fruto de una maldición que los arqueólogos nos hemos echado encima por andar hurgando en las tumbas y despertando para la ciencia cadáveres que habían soñado una eternidad bajo tierra sin imprevistos.

Justicia poética aparte, la verdad es que la arqueología siempre lo ha tenido crudo en un país como este, tirando a pobre. El profano tiene una imagen idealizada y romántica de esta ciencia, y se imagina a quienes la ejercen como a locos bohemios que viven del aire. La realidad es más prosaica: la arqueología profesional es una disciplina hambrona que requiere financiación y que se mueve sólo a golpe de talonario. Los cheques, cuando no los extiende la propia Administración, los firman, en su mayor parte, constructores y promotores a los que la ley obliga a costear prospecciones y excavaciones arqueológicas en caso de que pretendan realizar obras en un lugar donde se presuma la existencia de restos antiguos. O sea, que, si la actividad económica va viento en popa y los constructores se dedican a lo suyo, al arqueólogo se le presentan numerosas ocasiones de ganarse el jornal. Dicho de otro modo: cuanto más trajín de ladrillos y asfalto, más tajo también para los herederos de Heinrich Schliemann y Howard Carter.

El problema se presenta cuando la crisis económica deja a los constructores y promotores en el dique seco, o casi. El latigazo que le pega ese parón a la arqueología es de órdago, y obliga a muchos profesionales a renunciar a su vocación para buscarse el pan en otro sitio. La crisis actual, según todos los pronósticos, va camino de ser un tsunami devastador; lo cual quiere decir que un porcentaje importante de mis colegas se quedará en los huesos y tiritando. Hay que ponerse en lo peor; nada invita al optimismo.

De todas formas, tal como están las cosas, la suerte de la arqueología supone un mal menor en comparación, por ejemplo, con el drama inmenso de las “colas del hambre”. No pierdo la perspectiva. En cualquier caso, como “ex” de la profesión, déjenme que, postergando para otra vez problemas mayores, venga hoy aquí a lamentarme de lo mío. La crisis económica todavía en ciernes amenaza con llevarse por delante otra generación de arqueólogos. Es una noticia pésima, y ni siquiera sirve de consuelo la esperanza de que, en el futuro, la disciplina volverá a florecer sobre los huesos mondos de los que no aguantaron el arreón. Con todo, lo peor del caso es que, en esta ocasión, ni siquiera nos queda el consuelo de poder echarle la culpa al ministro del ramo; si acaso, a un maldito virus. Tiene bemoles la cosa.

sábado, 23 de mayo de 2020

Heavy metal de cacerolas

Este mes de mayo nos ha traído, junto al reventón de flores y alergias, un popurrí de manifestaciones contra el Gobierno que ha despertado en parte de la izquierda la conciencia de clase más rancia. Dentro de ese colectivo decimonónico, los más escorados hacia el extremo han reaccionado tomando al asalto la Bastilla de las redes sociales con un doble objetivo: realizar una defensa a ultranza de la gestión del Ejecutivo en la crisis de la Covid-19 y cargar contra quienes lo abroncan con mucho heavy metal de cacerolas y una exhibición casi obscena de rojigüaldas. Para lo último, nada mejor que identificar a esa peña levantisca como una caterva de extrema derecha sin conciencia cívica, que, por defender su stile of life de alto standing, se muestra capaz de ponernos a todos en peligro con maniobras irresponsables en las que se infringen las medidas higiénicas dictadas por la autoridad competente para prevenir el contagio del coronavirus.

El quebrantamiento de la distancia social en estos actos de protesta contra el Gobierno ha sido flagrante, cierto. Pero, por ser justos, no veo que muchos otros de los que se echan a la calle con cualquier motivo se comporten de modo más responsable: contramanifestantes, participantes en actos de homenaje a políticos fallecidos o simples paseantes caen en los mismos comportamientos nocivos de los que se acusa a los borjamaris y cayetanos sin que reciban una reprobación tan categórica. Tanto a unos como a otros, es decir, a todo hijo de vecino que asome la nariz a la calle estos días, cabe pedirle, con el mismo nivel de exigencia, que mantenga a rajatabla la distancia social prescrita para no echarle miasmas al prójimo. El trabajo de matar al virus lo tenemos todavía a medias y conviene extremar las medidas sanitarias no vaya a ser que le demos alas al bicho para volver a la carga.

En cuanto a la ideología de los que se suman a las caceroladas, confieso sin apuro que desconozco si todos ellos son miembros activos de la extrema derecha o se mezclan en la amalgama gentes de ideología distinta. Imagino que, si realizáramos un sondeo de intención de voto entre los manifestantes, más de uno se declararía votante de VOX. Sin embargo, meter en el mismo saco a cuantos se apuntan al barullo me parece excesivo, lo mismo que me resulta una demasía tacharlos a todos de pijos pudientes: entre la revoltosa figuran también obreros, amas de casa, parados, jubilados… Negar que existe hoy en día en España un amplio sector de la población enfadado con este gobierno supone cerrar los ojos a lo obvio. Bajo la punta del iceberg de las protestas subyace un mogollón discreto que entiende que la respuesta del Ejecutivo a la crisis del coronavirus ha sido tardía, errática, opaca, dubitativa y coercitiva. No todos ellos son fervientes partidarios de Abascal & Company, ni mucho menos, por más que una parte del conjunto se sume a montar un happening vespertino en la calle para mostrar que le hierve la sangre de puro encabronamiento, o se conforme con darle una buena tunda a la magefesa a las nueve de la tarde desde la ventana de casa.

domingo, 17 de mayo de 2020

Pedro Sánchez y la prórroga de cuarenta años


La crisis del coronavirus nos ha traído de refilón otro accidente imprevisto: el empeño de Pedro Sánchez por convertirse en el figurón de la televisión pública. Desde la declaración del estado de alarma, sus comparecencias se han repetido todos los fines de semana con una insistencia machacona. Al principio, como todo hijo de vecino, me apliqué con mucha atención a escucharlo porque lo consideraba casi un deber ciudadano, pero, tras soportar malamente unas cuantas intervenciones, a cuál más cargante, entiendo que ha llegado el momento de romper con los restos de mi conciencia cívica y darme un respiro.

“Papá, ¿otra vez ese señor? ¡Qué rollo!”, me decía mi hijo ayer mismo. Cuarentena y pico después, ya tenemos jartá de Pedro Sánchez como para tirarnos de cabeza por la ventana. Pero nuestro presidente, tan repancho, sigue a lo suyo, que es posar ante la cámara para lucir guapo y listo. El estallido de la epidemia le ha prestado una ocasión de oro para manejar a voluntad la parrilla de la televisión pública e imponer sus apariciones cuando le viene en gana. Y por esa vía se nos cuela de rondón en el salón de casa mientras comemos o cenamos, y nos pega la chapa de forma inmisericorde. He pensado mucho durante mi clausura si el jefe del Gobierno no habrá aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid para hacerse omnipresente en los hogares de todos los españoles. Tirando por ahí, he llegado a una conclusión disparatada sobre el origen del coronavirus que me pone de parte de los conspiranoicos, a saber: que el microbio es creación de Iván Redondo, el cual, según parece, es el “puto amo” de esa especie de gabinete del doctor Caligari en el que Pedro Sánchez ha convertido la bodeguilla de la Moncloa. No tengo pruebas de tal cosa, lo confieso, pero algo en mi fuero interno me alienta a pensar que lo ha creado él, en plan casero y cutre, con el “Cheminova” de los niños, a fin de que su jefe pueda darse aires de galán en la televisión pública ante una parroquia encerrada en casa a la fuerza y sin escapatoria. ¿Que la explicación no es convincente? A la luz del enorme partido que le ha sacado Moncloa al episodio del confinamiento, medido en horas de aparición del presidente, me cuadra casi cualquier mandanga.

En cualquier caso, lo que sí parece evidente es que el míster ha seguido a rajatabla el plan de sus asesores, los cuales le han susurrado a la oreja que lo suyo es echar horas de plató para lucir palmito y explayarse haciendo aquello que se la da bien: hablar, hablar y hablar sin decir nada de sustancia, y embarullando el discurso con datos, falacias y medias verdades a fin de vaciarlo de sentido y llevarlo a punto muerto. Lo mismo cuando llega el turno de preguntas de los periodistas –a los que tutea como si estuviera con ellos de tragos–: responde lo que quiere, o no responde, o sale por peteneras, o se remite y les pasa el marrón a los subalternos, que para eso les ha puesto ministerio, o dirección general, o cargo remunerado. En conclusión, que sus intervenciones, si les quitamos el adorno y esa compostura tan compuesta que lleva lista desde casa, son un lío, un barullo, un galimatías. A propósito de esto, me viene en mente una escena de la película italiana “Scipione l’Africano” en la que su protagonista, el general romano Escipión –interpretado por Marcello Mastroiani–, harto de los discursos ininteligibles de un filósofo griego que vivía de gorra bajo su mecenazgo, se encara con él y le espeta: “lo que no se entiende no se puede decir porque no se debe decir; no es honesto”. La frase, restándole el tono categórico, no deja de tener su buen poso de verdad: tratar de esconder la realidad de las cosas recurriendo a mentiras y artificios retóricos denota, como decía Mastroiani/Escipión, falta de honestidad.

Ahora, Pedro Sánchez quiere prorrogar el estado de alarma durante un mes. Quince días se le quedan cortos para la magna tarea de convencernos a todos de que no hay un tipo tan bien plantado en todo el país. También Cuba tuvo un figurón con ínfulas el siglo pasado. Se llamaba Eugenio Casimiro Rodríguez Carte, y era un tipo pintoresco –por decirlo suave–, que se consideró a sí mismo “el más guapo de todos los cubanos”. Al igual que Sánchez, también él se tenía en muy alta estima y por esa razón dispuso que, a su muerte, lo enterrasen de pie en su horrendo mausoleo del cementerio de Colón en La Habana: “un tipo que ha caído de pie en la vida, tiene también que caer parado en el infierno”, justificaba su delirio con dejillo sobrado. Pedro Sánchez, como el cubano, es un elemento que ha caído sobre sus plantas en el mundo y está determinado a explotar su buena estrella ayudándose de esa herramienta que favorece a los guapos: la televisión. Por ese medio, ahora que el encierro tiene al gentío enganchado a la pantalla durante horas, pretende, con sus apariciones estelares, persuadirnos de que no existe líder más hermoso ni más inteligente ni más capaz en todo el orbe. Sin embargo, a lo mejor un mes de confinamiento no da para cumplir tanto como se propone, así que, ya puestos, ¿por qué no alargar el plazo? Vamos a lo grande. Yo propongo una prórroga de cuarenta años. Ese arco de tiempo sí que llega de sobra para que, trabajando bien el tema a machamartillo, vaya calando entre la población la idea de que la fortuna nos ha distinguido con el regalo de un líder providencial, carismático, hermoso y republicano. Con menos, corre el riesgo de fracasar en el intento y de pasar a la Historia como un mindundi que tenía la cabeza llena de pájaros, pajaritos y pajarracos.

sábado, 9 de mayo de 2020

"Antipatriota": los extremos se tocan


Hace tiempo, antes de iniciarse la pandemia, cuando teníamos aliento para discusiones bizantinas que la realidad del coronavirus ha postergado, yo debatía con algunos simpatizantes de VOX –¿quién me manda?– sobre lo impropio e injusto de tildar a Pablo Iglesias de antiespañol. Intentaba defender en aquella ocasión, con escaso éxito, que no hay motivos, más allá de las ganas de faltar, para sostener que el líder de la formación morada odia a su país ni que, tal como pretendían ellos, mira por su destrucción movido por esa inquina. A Pablo Iglesias, les dije, lo tengo catalogado en mi bestiario particular entre los ejemplares nocivos de la especie, pero esa clasificación, tan subjetivísima, no me lleva a dudar de su afecto por España. Lo que se mueve en el corazón de cada cual sólo Dios lo sabe.

No fui capaz de convencerlos ni de moderarlos, lo que no me extraña en absoluto porque mi capacidad de persuasión parece haber caído a mínimos últimamente. Lo único que conseguí con mis buenos propósitos fue que me acusaran de mostrarme excesivamente complaciente con el personaje, lo que, según el argot del postfranquismo, me situaba en el ranking patriótico casi a la par de los antiespañoles. Todo por cometer el pecado –venial, espero– de “defenderlo” en una causa perdida de antemano: la de demostrar que existen formas diversas de sentirse español, y que ninguna de ellas puede prevalecer como legítima ni imponerse a las demás.

Lo anterior viene a propósito de lo siguiente: yo pensaba que había determinados insultos que eran patrimonio de los líderes y simpatizantes de VOX; exabruptos, digamos, marca de la casa; una especie de agravios patentados con sello de garantía. Me equivocaba. Lo que sucedió el jueves de la semana pasada en el Congreso de los Diputados en la sesión de control al Gobierno vino a sacarme de mi error. Tuvo su puntazo la cosa. Una diputada de VOX, de cuyo nombre no quiero acordarme, acusó al Ejecutivo de negligencia criminal o algo así. Pablo Iglesias, en calidad de vicepresidente segundo, subió al estrado a cubrir el turno de réplica. Desde lo alto, se encaró con los parlamentarios presentes de VOX, y, con tono desabrido y sañudo, les devolvió algunas de las lindezas con las que el clan cavernario lo distingue a él mismo por sistema. Los extremos se tocan, dicen, y en este país, donde abundan los pícaros y los manguis, hasta se roban los insultos. “Ustedes están en contra de las familias españolas y contra España”, les espetó. A continuación, por no pecar de blando, que es una debilidad vetada entre los radicales, remató la faena subiendo el tono y definiendo a VOX como “un partido antiespañol, antipatriota”. ¡Ole! Por lo visto ya no vale con tacharlo como derecha radical, o extrema derecha –que sobre esto habría un amplio consenso–; ahora hay que afianzar la idea de que se ha convertido en el archienemigo de la patria, una formación de traidores y desleales a la que se debe rendir para ganar la Laureada de San Fernando.

El señor Iglesias, al parecer, no acaba de comprender que, cuando viste de vicepresidente segundo, no puede cederle el plano al agitador bocazas que lleva dentro, ni al sectario que traza rayas en el suelo para determinar a quien deja dentro o fuera del juego. Su obligación, en cuanto alto cargo del Estado, estriba en representar a todos los españoles, incluidos aquellos que se sitúan en las antípodas de su pensamiento político; también a esos, sí, aunque las tripas le hagan asquitos por dentro. Sin embargo, en lugar de honrar la dignidad que detenta, el señor Iglesias ha decidido obrar a malas y emprender una cruzada particular para convertir a sus rivales del otro extremo –un ahí es nada de tres millones y medio de personas, tirando por lo bajo– en enemigos de la patria, del pueblo, o de ambas cosas a la vez.

El líder máximo y guía espiritual de Podemos se suma por propia voluntad, y en pleno uso de sus facultades mentales, a una rancia tradición española: la de declarar “antiespañol” o “antipatriota” a todo aquel con el que no se comparte tesis sobre el sentido y la forma del hogar común. Larga tradición que comienza a principios del siglo XIX con “los afrancesados”, nuestros primeros antipatriotas de manual, cuyo pecado auténtico, al margen de fake news, fue querer transformar España en una nación ilustrada y moderna. Desde entonces, la lista no ha hecho sino crecer por gracia de censores que han demostrado sumo celo a la hora de incorporar a la misma a todo aquel que no mostraba la debida observancia del credo político vigente o, simplemente, del credo propio. Pablo Iglesias es sólo el último en sumarse a esa corriente inquisitorial. Pisa sobre las huellas que le ha dejado VOX, su predecesor inmediato en la tarea, y parece empeñado, ahora que le ha cogido el gusto al tintero, en alargar la nómina de los antipatriotas hasta que sólo queden libres de inscripción los pintados de morado. Lo grave del caso es que no comete ese atropello a título particular, lo que ya estaría mal de por sí, ni como miembro de una fuerza política precipitada hacia el polo más frío de la izquierda –fatal–, sino que lo hace en calidad de miembro del Gobierno de España, y eso, a mi parecer, resulta difícilmente aceptable. Pasa de castaño oscuro, que diría un castellano viejo.