El profesor Navarro era un tipo
enjuto, espigado, de aspecto lúgubre y carácter irascible, que sufría mal que
sus alumnos del instituto Cardenal Cisneros maltratasen las matemáticas cuando
los convocaba al encerado. Tengo grabado en la memoria el día que se puso a
explicar las ecuaciones de primer grado. Llegado el momento de despejar esa
incógnita insidiosa que siempre quiere bailar sola, movió el coeficiente que la
acompañaba al otro lado del signo de igualdad a la vez que preguntaba en voz
alta: “¿por qué despejamos la x?”. Esperó unos segundos a que espesase ese silencio
que imponía su porte inquisitorial, y cuando ya casi se le podía dar forma con
las manos, estalló vociferante desde el estrado: “¡porque quiero…, y porque
puedo!”.
Que nadie se me asuste. No vengo
hoy aquí a tratar de matemáticas ni de mi indigno paso por esa asignatura. En
realidad, tengo el propósito de escribir sobre la triste situación en la que se verá inmersa la arqueología española tras sufrir la crisis
económica desatada por el coronavirus. Nada
que ver con la ciencia de Arquímedes, Pitágoras, Tales y Euclides. Entonces, ¿a
qué demonios venía la anécdota del principio? Como me temía que algún lector pudiera
preguntarse porqué, estando la actualidad tan pródiga en asuntos de relevancia, había decidido tratar una minucia semejante, se me ocurrió que podría
recurrir a ese recuerdo de la adolescencia para hacer mías las palabras del
señor Navarro y responder: porque quiero…, y porque puedo. Una chulería, vaya,
que espero que el lector se tome a broma.
Puesto a ser sincero, he de
confesar que la elección del tema tiene una motivación más profunda que arraiga
en las páginas de mi pasado escritas por la nostalgia. Todavía me late en el
pecho el corazón del arqueólogo que fui antaño y, por eso mismo, desayunar con
la noticia de que la crisis va a poner en el paro al 55% de los colegas que
ejercen a día de hoy la profesión, me deja el sorbo del café con un regusto a
derrota ya padecida antes.
Las crisis se portan mal con la
arqueología. Siempre ha sido así. Cada envión se ha llevado por delante una
generación de arqueólogos. Echando cuentas, tras los fastos del 92, el desplome
subsiguiente de la economía dejó en la cuneta a muchos de los profesionales que
ejercían en aquel momento; luego, la crisis del 2008 se saldó con una nueva
escabechina que no hubiera mejorado ni siquiera Sam Peckinpah; ahora, la ruina
desatada por el coronavirus está a punto de perpetrar una nueva masacre sobre la generación
hodierna. A lo mejor, este rosario de desgracias cíclicas es fruto de una maldición
que los arqueólogos nos hemos echado encima por andar hurgando en las tumbas y
despertando para la ciencia cadáveres que habían soñado una eternidad bajo
tierra sin imprevistos.
Justicia poética aparte, la
verdad es que la arqueología siempre lo ha tenido crudo en un país como este,
tirando a pobre. El profano tiene una imagen idealizada y romántica de esta
ciencia, y se imagina a quienes la ejercen como a locos bohemios que viven del
aire. La realidad es más prosaica: la arqueología profesional es una disciplina
hambrona que requiere financiación y que se mueve sólo a golpe de talonario. Los
cheques, cuando no los extiende la propia Administración, los firman, en su
mayor parte, constructores y promotores a los que la ley obliga a costear
prospecciones y excavaciones arqueológicas en caso de que pretendan realizar
obras en un lugar donde se presuma la existencia de restos antiguos. O sea, que,
si la actividad económica va viento en popa y los constructores se dedican a lo
suyo, al arqueólogo se le presentan numerosas ocasiones de ganarse el jornal. Dicho
de otro modo: cuanto más trajín de ladrillos y asfalto, más tajo también para
los herederos de Heinrich Schliemann y Howard Carter.
El problema se presenta cuando la
crisis económica deja a los constructores y promotores en el dique seco, o
casi. El latigazo que le pega ese parón a la arqueología es de órdago, y obliga
a muchos profesionales a renunciar a su vocación para buscarse el pan en otro
sitio. La crisis actual, según todos los pronósticos, va camino de ser un
tsunami devastador; lo cual quiere decir que un porcentaje importante de mis
colegas se quedará en los huesos y tiritando. Hay que ponerse en lo peor; nada
invita al optimismo.
De todas formas, tal como están las
cosas, la suerte de la arqueología supone un mal menor en comparación, por
ejemplo, con el drama inmenso de las “colas del hambre”. No pierdo la
perspectiva. En cualquier caso, como “ex” de la profesión, déjenme que, postergando
para otra vez problemas mayores, venga hoy aquí a lamentarme de lo mío. La
crisis económica todavía en ciernes amenaza con llevarse por delante otra
generación de arqueólogos. Es una noticia pésima, y ni siquiera sirve de
consuelo la esperanza de que, en el futuro, la disciplina volverá a florecer
sobre los huesos mondos de los que no aguantaron el arreón. Con todo, lo peor
del caso es que, en esta ocasión, ni siquiera nos queda el consuelo de poder
echarle la culpa al ministro del ramo; si acaso, a un maldito virus. Tiene
bemoles la cosa.