Este mes de mayo nos ha traído,
junto al reventón de flores y alergias, un popurrí de manifestaciones contra el
Gobierno que ha despertado en parte de la izquierda la conciencia de clase más
rancia. Dentro de ese colectivo decimonónico, los más escorados hacia el
extremo han reaccionado tomando al asalto la Bastilla de las redes sociales con
un doble objetivo: realizar una defensa a ultranza de la gestión del Ejecutivo
en la crisis de la Covid-19 y cargar contra quienes lo abroncan con mucho heavy metal de cacerolas y una
exhibición casi obscena de rojigüaldas. Para lo último, nada mejor que
identificar a esa peña levantisca como una caterva de extrema derecha sin
conciencia cívica, que, por defender su stile
of life de alto standing, se
muestra capaz de ponernos a todos en peligro con maniobras irresponsables en
las que se infringen las medidas higiénicas dictadas por la autoridad
competente para prevenir el contagio del coronavirus.
El quebrantamiento de la distancia
social en estos actos de protesta contra el Gobierno ha sido flagrante, cierto.
Pero, por ser justos, no veo que muchos otros de los que se echan a la calle con
cualquier motivo se comporten de modo más responsable: contramanifestantes,
participantes en actos de homenaje a políticos fallecidos o simples paseantes
caen en los mismos comportamientos nocivos de los que se acusa a los borjamaris y cayetanos sin que reciban una reprobación tan categórica. Tanto a unos
como a otros, es decir, a todo hijo de vecino que asome la nariz a la calle
estos días, cabe pedirle, con el mismo nivel de exigencia, que mantenga a
rajatabla la distancia social prescrita para no echarle miasmas al prójimo. El
trabajo de matar al virus lo tenemos todavía a medias y conviene extremar las
medidas sanitarias no vaya a ser que le demos alas al bicho para volver a la
carga.
En cuanto a la ideología de
los que se suman a las caceroladas, confieso sin apuro que desconozco si todos
ellos son miembros activos de la extrema derecha o se mezclan en la amalgama
gentes de ideología distinta. Imagino que, si realizáramos un sondeo de
intención de voto entre los manifestantes, más de uno se declararía votante de
VOX. Sin embargo, meter en el mismo saco a cuantos se apuntan al barullo me
parece excesivo, lo mismo que me resulta una demasía tacharlos a todos de pijos
pudientes: entre la revoltosa figuran también obreros, amas de casa, parados,
jubilados… Negar que existe hoy en día en España un amplio sector de la
población enfadado con este gobierno supone cerrar los ojos a lo obvio. Bajo la
punta del iceberg de las protestas subyace un mogollón discreto que entiende
que la respuesta del Ejecutivo a la crisis del coronavirus ha sido tardía,
errática, opaca, dubitativa y coercitiva. No todos ellos son fervientes
partidarios de Abascal & Company,
ni mucho menos, por más que una parte del conjunto se sume a montar un happening vespertino en la calle para
mostrar que le hierve la sangre de puro encabronamiento, o se conforme con darle
una buena tunda a la magefesa a las
nueve de la tarde desde la ventana de casa.
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