jueves, 28 de marzo de 2024

El noviazgo de Ayuso: nitroglicerina política




A la política hay que procurar llevarse novios íntegros, porque, de lo contrario, a la mínima ocasión, el diablo los carga con nitroglicerina para que le estallen a uno en las narices. Para evitarse líos y disgustos, mejor echarse un ligue, tipo pibón o similar, que anidar en relaciones formales, porque la biografía de los novios, digo, resulta a menudo un compuesto inestable de esos que deflagran al primer encontronazo con unos adversarios a los que les sobra inquina para marchitar amores en flor. Los novios no traen cuenta; no rentan, que dirían los jóvenes de ahora. Puestos en la tesitura de honrar la decencia, a menudo salen rana por culpa de unos currículos que no cumplen con las reglas de ejemplaridad que exige la etiqueta pública de sus parejas. Y es que no siempre la baza a la que se entrega el corazón de un político se atiene al espíritu de aquella vieja máxima juliana que reza: “la mujer del César, además de ser honesta, debe parecerlo”. No hay más que echar un vistazo a la actualidad para darse cuenta de su vigencia. Isabel Díaz Ayuso, sin ir más lejos, ha probado en sus propias carnes, en los últimos días, los disgustos que ocasiona secundarse en lo privado de un partenaire cuya honestidad ha sido sometida a la prueba del algodón a raíz de una denuncia que lo acusa de haber cometido fraude fiscal.

El asunto está en los tribunales, y ya veremos cómo acaba la historia. De momento, hay que añadirle a cualquier conjetura sobre la comisión del delito el adjetivo de “presunta”. Pero con independencia del resultado procesal de este embrollo -pleitos tengas y los ganes, ironiza un refrán popular-, lo que me deja perplejo a la hora de buscarle tangentes al caso es el desahogo con el que algún miembro del Gobierno, la vicepresidenta primera para ser más exacto, ha decido -con el beneplácito de su jefe, se entiende- denunciar la conducta impropia de Alberto González Amador, novio de Isabel Díaz Ayuso, utilizando para ello medios de dudosa legalidad, como la filtración de informaciones relativas a su situación tributaria. Todo vale, al parecer, a la hora cumplir con el objetivo final de la denuncia, que no es otro sino atacar por el flanco a la lideresa top de la derecha; una lideresa correosa, imbatible hasta la fecha en las urnas, a la que la izquierda -y muy especialmente Pedro Sánchez- le tiene unas ganas a rabiar. Por esa razón, y siguiendo la tufarada de esa inquina, me da en la nariz que, de no haber sido Alberto González Amador el novio de la presidenta madrileña, los españolitos no sabríamos nada sobre los intríngulis del enredo y seguiríamos en la inopia, que es el lugar donde dormimos de ordinario cuando a nuestros políticos no les conviene aventar sus vergüenzas. O sea, que, visto el asunto sin enhebrarle la pasión de las siglas, la cosa del novio de marras, en su explosión mediática, tiene más de jauría humana, organizada con fines espurios desde las altas esferas del poder, que de otra cosa.

Lo cual, teniendo presente las dosis de mala leche que inundan el solar patrio, me lleva de nuevo a lo del principio: a la política es preferible llevarse novios íntegros de currículo aseado. O mejor, no llevárselos, que es la manera segura de evitar que los contrarios se afilen los colmillos con algún “presunto” rastrojado en el histórico de aquellos. Quien evita la ocasión evita el peligro, dice otro refrán popular que encapsula en siete palabras un tratado sobr
e la prudencia, pero todos sabemos que, cuando el corazón se enreda en pasiones, acaba tiñendo la realidad con los colores del deseo y, así, no hay forma de ponerse en lo peor para prevenir daños futuros. Luego, pasa lo que pasa, y no digo más.

viernes, 16 de febrero de 2024

Milagro con virguerías




Hace algún tiempo arriesgué el comentario de que Carles Puigdemont, pasando de president a fugado, se había convertido en un cadáver político. Está claro que no podría ganarme la vida como adivino. La realidad, a hechos probados, ha desmentido mis torpes augurios. Normal. El vaticinio olvidó tomar en cuenta que al frente de este vodevil que llamamos España estaría un tal Pedro Sánchez al que ningún accidente le arruina un buen enredo.

Hay que reconocer que Pedro Sánchez tiene un don; un ramalazo divino que ha conseguido devolverle la vida a Puigdemont y quitarle el tufo a cadaverina que se gastaba por las calles de Waterloo. De la noche a la mañana, no sólo lo puso a caminar, como hizo Cristo con Lázaro, si no que además, para adornar su milagro con virguerías, lo convirtió en el prota indiscutible del salseo político nacional. Pero no lo hizo por amor al prójimo, ni por tirarse el pliego de mesías ante el mundo mundial. En realidad, Sánchez necesitaba a Puigdemont vivito y coleando para que le concediese los siete votos que necesitaba a fin de garantizarse una presidencia del gobierno que la aritmética parlamentaria le había puesto al filo de lo imposible.

Pero, como hay gentes de muy mal conformar, el reviniente, apenas recobró el pulso civil y la palabra, le salió a Sánchez altanero y pedigüeño: no sólo exigió su rehabilitación plena y que lo pusieran bajo palio, sino que pretendió entonces, y sigue pretendiendo ahora, alcanzar los maximalismos que la realidad le negó antes de su deceso político. Ni que decir tiene que esas pretensiones no atienden a pudores legislativos ni judiciales, lo cual pone a nuestro presidente del gobierno en una tesitura difícil, porque para seguir en el poder, desarrollando su particularísimo proyecto político, está obligado a cavilar cómo forzar los límites de la Constitución al objeto de encajar en la misma algunas intransigencias, como la dichosa amnistía, que hasta hace dos días no entraban ni a la de tres en nuestro ordenamiento jurídico.

Por cosas de esta índole, el acuerdo de legislatura que suscribieron ambos, haciendo de la necesidad virtud, ha derivado, a la corta, en una relación tóxica que sigue el espíritu y la letra de la copla: ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio... O sea, que, tanto el uno como el otro, se ven obligados a sobrellevar de mala gana la carga de su mutua dependencia. Y es que en el pecado les sube la penitencia. Pedro Sánchez, tendrá que seguir comulgando con ruedas de molino si quiere mantenerse en el poder a expensas de los siete votos que le ofrece Puigdemont como pago a sus demandas, mientras este, por su parte, sufrirá de vértigos cada vez que quiera darle la vuelta a un imposible por temor a que su resucitador, harto de exigencias y mohines, decida romper relaciones y privarlo del aliento que lo mantiene en el candelero.

De momento, nuestro independentista de cabecera va ganando la partida a juzgar por las ocasiones en las que Pedro Sánchez ha renegado de sus propias negativas anteriores –donde dije digo, digo Diego- con el propósito de facilitar una entente. Es probable, incluso, que, después de las elecciones gallegas, consiga la tan ansiada amnistía. Pero no puede arriesgarse a dar un paso en falso. Peligro. Al fin y al cabo, Puigdemont ya ha probado en Waterloo qué solos se quedan los muertos, y sabe, que, si cambian las tornas, podría volver a vestir la mortaja de sus peores días.