La crisis del coronavirus nos ha
traído de refilón otro accidente imprevisto: el empeño de Pedro Sánchez por
convertirse en el figurón de la televisión pública. Desde la declaración del estado
de alarma, sus comparecencias se han repetido todos los fines de semana con una
insistencia machacona. Al principio, como todo hijo de vecino, me apliqué con
mucha atención a escucharlo porque lo consideraba casi un deber ciudadano,
pero, tras soportar malamente unas cuantas intervenciones, a cuál más cargante,
entiendo que ha llegado el momento de romper con los restos de mi conciencia
cívica y darme un respiro.
“Papá, ¿otra vez ese señor? ¡Qué
rollo!”, me decía mi hijo ayer mismo. Cuarentena y pico después, ya tenemos jartá de Pedro Sánchez como para
tirarnos de cabeza por la ventana. Pero nuestro presidente, tan repancho, sigue
a lo suyo, que es posar ante la cámara para lucir guapo y listo. El estallido
de la epidemia le ha prestado una ocasión de oro para manejar a voluntad la
parrilla de la televisión pública e imponer sus apariciones cuando le viene en
gana. Y por esa vía se nos cuela de rondón en el salón de casa mientras comemos
o cenamos, y nos pega la chapa de forma inmisericorde. He pensado mucho durante
mi clausura si el jefe del Gobierno no habrá aprovechado que el Pisuerga pasa
por Valladolid para hacerse omnipresente en los hogares de todos los españoles.
Tirando por ahí, he llegado a una conclusión disparatada sobre el origen del
coronavirus que me pone de parte de los conspiranoicos, a saber: que el
microbio es creación de Iván Redondo, el cual, según parece, es el “puto amo”
de esa especie de gabinete del doctor Caligari en el que Pedro Sánchez ha
convertido la bodeguilla de la Moncloa. No tengo pruebas de tal cosa, lo
confieso, pero algo en mi fuero interno me alienta a pensar que lo ha creado él,
en plan casero y cutre, con el “Cheminova” de los niños, a fin de que su jefe
pueda darse aires de galán en la televisión pública ante una parroquia
encerrada en casa a la fuerza y sin escapatoria. ¿Que la explicación no es convincente?
A la luz del enorme partido que le ha sacado Moncloa al episodio del confinamiento,
medido en horas de aparición del presidente, me cuadra casi cualquier mandanga.
En cualquier caso, lo que sí
parece evidente es que el míster ha seguido a rajatabla el plan de sus asesores,
los cuales le han susurrado a la oreja que lo suyo es echar horas de plató para
lucir palmito y explayarse haciendo aquello que se la da bien: hablar, hablar y
hablar sin decir nada de sustancia, y embarullando el discurso con datos,
falacias y medias verdades a fin de vaciarlo de sentido y llevarlo a punto
muerto. Lo mismo cuando llega el turno de preguntas de los periodistas –a los
que tutea como si estuviera con ellos de tragos–: responde lo que quiere, o no
responde, o sale por peteneras, o se remite y les pasa el marrón a los
subalternos, que para eso les ha puesto ministerio, o dirección general, o
cargo remunerado. En conclusión, que sus intervenciones, si les quitamos el adorno
y esa compostura tan compuesta que lleva lista desde casa, son un lío, un
barullo, un galimatías. A propósito de esto, me viene en mente una escena de la
película italiana “Scipione l’Africano” en la que su protagonista, el general
romano Escipión –interpretado por Marcello Mastroiani–, harto de los discursos
ininteligibles de un filósofo griego que vivía de gorra bajo su
mecenazgo, se encara con él y le espeta: “lo que no se entiende no se puede
decir porque no se debe decir; no es honesto”. La frase, restándole el tono
categórico, no deja de tener su buen poso de verdad: tratar de esconder la
realidad de las cosas recurriendo a mentiras y artificios retóricos denota,
como decía Mastroiani/Escipión, falta de honestidad.
Ahora, Pedro Sánchez quiere
prorrogar el estado de alarma durante un mes. Quince días se le quedan cortos
para la magna tarea de convencernos a todos de que no hay un tipo tan bien
plantado en todo el país. También Cuba tuvo un figurón con ínfulas el siglo
pasado. Se llamaba Eugenio Casimiro Rodríguez Carte, y era un tipo pintoresco –por
decirlo suave–, que se consideró a sí mismo “el más guapo de todos los
cubanos”. Al igual que Sánchez, también él se tenía en muy alta estima y por
esa razón dispuso que, a su muerte, lo enterrasen de pie en su horrendo
mausoleo del cementerio de Colón en La Habana: “un tipo que ha caído de pie en
la vida, tiene también que caer parado en el infierno”, justificaba su delirio
con dejillo sobrado. Pedro Sánchez, como el cubano, es un elemento que ha caído
sobre sus plantas en el mundo y está determinado a explotar su buena estrella
ayudándose de esa herramienta que favorece a los guapos: la televisión. Por ese
medio, ahora que el encierro tiene al gentío enganchado a la pantalla durante horas, pretende, con sus apariciones estelares, persuadirnos de que
no existe líder más hermoso ni más inteligente ni más capaz en todo el orbe.
Sin embargo, a lo mejor un mes de confinamiento no da para cumplir tanto
como se propone, así que, ya puestos, ¿por qué no alargar el plazo? Vamos a lo
grande. Yo propongo una prórroga de cuarenta años. Ese arco de tiempo sí que
llega de sobra para que, trabajando bien el tema a machamartillo, vaya calando
entre la población la idea de que la fortuna nos ha distinguido con el regalo
de un líder providencial, carismático, hermoso y republicano. Con menos, corre
el riesgo de fracasar en el intento y de pasar a la Historia como un mindundi
que tenía la cabeza llena de pájaros, pajaritos y pajarracos.
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