Ortega Smith es uno de esos tipos que se caracterizan por su falta de prudencia. Tiene el defecto de entrar a saco en cualquier asunto, y con una frecuencia que no deja día en blanco sobre el calendario. El último desbarro es de anteayer, como quien dice, y ha tenido que ver con el euskera. Ha dicho el señor Ortega Smith que el euskera batua, la lengua vasca unificada a partir de las distintas variantes tradicionales del euskera, es una lengua que recurre a palabras “inventadas” y a otras procedentes de "dialectos de distintas aldeas que no se entendían entre ellas". Yo no sé qué tipo de saña tiene este señor con las lenguas españolas, fuera del castellano, que, a la que puede, se empeña en ningunearlas como si fueran monedas falsas.
El señor Ortega Smith no entiende
que hay españoles que tienen una lengua materna distinta del castellano. No lo
entiende porque tiene en la cabeza una España canija y pobre, una especie de
Lilliput de cartón piedra plagada de rojigüaldas, que desprecia todo aquello
que se aparta un pelo de la herencia de Berceo. Por eso, durante el mitin celebrado en Vitoria el
domingo pasado, no encontró reparos en soltar una tarascada contra la lengua
vernácula de la región. Que lo que habla el paisanaje de por allí recurre a
palabras inventadas, dijo. Le faltó añadir, aunque se sobreentiende, que los
vascos deberían dejarse de chorradas y aprender el único idioma fetén que
merece consideración; o sea, el castellano. Por ahí van los tiros. Con todo, lo
peor del exabrupto no es la discutible afirmación sobre los “inventos”
incorporados a una lengua ancestral, sino el desprecio sin matices que destilan
sus palabras. Aprovechar la celebración de un mitin en la capital alavesa para
airear esa inquina supone una agresión gratuita y, lo que resulta peor, una
muestra de mala educación. El papá del señor Ortega Smith debería haberle
enseñado de chiquito que no se puede acudir a la casa de nadie a faltarle al
respeto.
Yo no voy a entrar en discusiones
sobre el vascuence o euskera porque voy muy justito en materia filológica, y,
para colmo, el espíritu santo se niega a concederme una lengua de fuego con la
que avanzar en los intríngulis del asunto. Pero no me resisto, en cambio, a señalar
la empatía como la condición necesaria para meter baza en cualquier debate sin
correr el riesgo de finalizarlo a hostias. El Diccionario de lengua española define la empatía como
la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. El
señor Ortega Smith desconoce la existencia misma del término porque el Diccionario, lo mismo que la Gramática o la Historia, sólo son para él
mamotretos de canto duro con los que arrearle un ladrillazo a todo aquel que no
comparte su fanatismo. Sin embargo, a pesar de esa ignorancia suya, bastaría con que se permitiese participar
afectivamente del cariño que muchos vascos le tienen a su lengua materna para
que probase los efectos benéficos de la empatía y comenzase a ver las cosas de colorines;
o sea, de una forma distinta y más rica al claroscuro habitual. Pero él
no contempla esa posibilidad porque las neuronas que circunnavegan desnortadas
por su cerebro –estoy tentado de pensar que no pasan de dos– le reclaman una
España furibundamente monolingüe, y, en ese plan, no hay fuerza ni maña que
pueda con el cerrojo.
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