domingo, 13 de diciembre de 2020

Gato por liebre en el convento


A finales de los ochenta, mientras trabajaba en las excavaciones arqueológicas del monasterio de Santa María, situado a tiro de piedra de una villa de rancio abolengo cuyo nombre me guardo en secreto por fastidiar a los más curiosos, se presentaron en el interior del mismo dos monjas clarisas procedentes del cercano convento de San Bernardino de Siena. Ambas habían roto la clausura, con permiso de la madre superiora, para venir a nuestro encuentro. El motivo de la visita, nos dijeron, era que había llegado a oídos de la comunidad el rumor de que estábamos exhumando un sinfín de restos humanos algunos de los cuales podrían corresponder, entendían las hermanas, con los de una de sus antecesoras enterrada en aquel lugar doscientos años atrás.

Por lo visto, al poco de iniciarse la Guerra de la Independencia, las tropas francesas tomaron la villa a cuyas afueras se levantaba el convento y decidieron instalar en el mismo su cuartel general. Las religiosas que profesaban entonces entre sus muros fueron obligadas a abandonar el cenobio para dejar el sitio libre, razón por la cual, viéndose al raso de repente, tuvieron que pedir asilo en la hospedería del vecino monasterio de Santa María -el mismo en el que trabajábamos nosotros- en donde encontraron refugio y sopa boba durante los tres largos años que tardó Napoleón en llamar de vuelta a sus tropas. En el ínterin, quiso el Altísimo que una de las hermanas muriera de lo que quiera que se muriese en aquella época -que solía ser de cualquier cosa menos de muerte natural- siendo así que la enterraron, según se usaba antaño, en el suelo de la propia iglesia, mirando hacia el altar. Cuando los franceses, cumpliendo las órdenes del Emperador, desalojaron el convento y abandonaron la villa con destino al corazón de Europa, las monjas regresaron felices a su casa sin caer en la cuenta de que se dejaban atrás a la difunta bajo dos palmos de tierra. 

Del cronicón a lo mollar, por atajar y dejarnos de chismes, lo que nuestras visitantes querían saber, tal como se insinuaba justo antes del inciso histórico, era si cabía la posibilidad de que pudiéramos localizar entre los cuerpos que integraban la junta del muerterío el de aquella hermana suya fallecida durante la exclaustración. Según nos confesaron, la comunidad en pleno había manifestado el deseo de trasladar sus restos al convento de origen -si conseguíamos, Dios mediante, dar con ellos- para ofrecerles santa sepultura en el sitio que les hubiera correspondido de no haber torcido la francesada el rumbo natural de los acontecimientos. 

Cuando las monjas nos dejaron solos, los integrantes del equipo arqueológico nos reunimos en petit comité bajo las bóvedas góticas de la sala capitular y convinimos, todos a una, que sería un puntazo por nuestra parte conseguirles lo que pedían. La solución resultaba sencilla si dejábamos a un lado ciertos escrúpulos que no convenían al caso; era sólo cuestión de darles gato por liebre. Teníamos almacenados en una capilla oscura decenas de esqueletos –un total de jartá y pico, si atendemos a un recuento preciso- cualquiera de los cuales, bien mirado, podía hacer las veces de monja con mucho desempeño. A fin de cuentas, convinimos de nuevo, tanto daban unos huesos que otros habida cuenta de que hasta el cadáver más retieso, una vez pasa por la descarnadora, queda reducido a una cantidad fija e invariable de palitronchos de calcio semejantes en todo a los de sus colegas de ultratumba. 

Un poco o mucho al azar, echamos mano de la primera osamenta que tropezamos en la capilla, una del montón, y la dejamos aparte en reposo para que ganase crédito con la espera. Ya teníamos monja para el apaño, nos felicitamos. Al cabo de una semana -un tiempo que nos pareció prudencial a efectos de no levantar sospechas-, llevamos en persona al convento de San Bernardino un saco de plástico transparente que contenía un revoltijo de huesos grandes, tipo fémur, mezclados a barullo con otros menudos como falanges, falanginas y falangetas. A quien pudo pertenecer todo aquello en vida es un misterio que más vale dejar quieto porque su resolución, a estas alturas, ya no le interesa a nadie. Lo relevante del episodio, y lo que me sigue maravillando, es que las monjas nos creyeron a pies juntillas cuando les dijimos que el convoluto pertenecía, sin ningún género de dudas, a quien ellas esperaban. Ni que decir tiene que recibieron el regalo con una inmensa alegría y que, para celebrar la ocasión como merecía, organizaron un entierro del copón bendito en el que la tristeza no tuvo vela. 

Hace poco recordaba la anécdota con una amiga pensando compartir con ella un secreto con cierta fragancia poética. Pero la chica me salió rana. Resultó ser el vivo ejemplo de los tiempos broncos y malhumorados que nos toca vivir. No entendió el fondo de la historia y lo único que se le ocurrió fue largarme un speech lleno de recriminaciones. Que habíamos abusado, me dijo, de la confianza que unas pobres monjas habían depositado en nosotros; que las habíamos engañado miserablemente entregándoles unos restos que podían haber pertenecido a cualquier; que si tal y que si cual. Hasta que llegó la guinda: que todo en aquel camelo, concluyó avinagrada, resultaba absolutamente repugnante e imperdonable. Punto pelota. Vista la cosa por su arista más viva, no le faltaba su parte de razón. Sin embargo, yo prefiero enfocar el problema por su vertiente cachonda y bienintencionada, o sea, la de una mentira piadosa a la que no le falta su puntito gamberro. Además, si vamos a ponernos en plan tiquismiquis, las leyes de la probabilidad me otorgan una posibilidad entre miles que vale su peso en oro. Tirando por ahí: ¿quién puede asegurar que no acertamos con los huesos correctos? Cabe al menos una posibilidad de que la elección nos pillara inspirados. Digo más: a lo mejor, no fuimos sino el instrumento del destino, o de la divina providencia, para devolverle a la difunta el lugar que le correspondía en el seno de su congregación. Ni tan mal. 

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