Ha
comenzado el nuevo año, como siempre, con el concierto de Viena. Riccardo Muti,
batuta en mano, ha interpretado valses, polcas y mazurcas de los Strauss y
compañía con una vena fastuosa en la que se conjugan los cuatro estilos
pompeyanos y el barroco de su Nápoles natal. Muti sabe que todos los
napolitanos son supervivientes del Vesubio y, por eso, da napoletano, imprime a su arte un fuego que es un reclamo de
vida; una vida siempre prestada que vale su peso en oro.
Abrimos
un año y cerramos otro que nació con el alma negra. El calendario le puso un
nombre de cifras duplicadas –2020– que dibujaban algo así como la secuencia
genómica de un apocalipsis en grado de intentona. Las campanadas de la
nochevieja antepasada intentaron avisarnos del San Quintín que se nos venía
encima con doce golpes de bronce que eran sendos aldabonazos en las puertas del
infierno. Pero ninguno atendimos a la señal y nos metimos en la boca del lobo
al compás del chin-chin de las copas de champagne. Solo uno de los indigentes
que pueblan el centro madrileño tuvo una premonición aquella noche mientras se apañaba
un catre de cartón en un recoveco que olía a orines. Tocan a muerto, dijo, y,
luego, tras echarse un último trago largo –muy largo– de tinto barato, perdió
el habla y el conocimiento.
El
2020 dejó muestra enseguida de su mala sangre dispersando a las primeras de
cambio un virus que ha puesto contra las cuerdas, incluso, a ese tercio privilegiado
del planeta que tenía por seguro que las pandemias eran desahogos a los que se
entregaba la Pachamama en geografías de mal vivir. Echó a rodar el virus en el
Oriente más extremo para que la infección, siguiendo el curso solar, pusiera
rumbo a Poniente –de Wuhan a Pasadena– arrastrando hacia el ocaso las almas de
cuantos sucumbían al morbo. Por
ese motivo nos hemos pasado el año abriendo fosas y enterrando a cientos de
miles de semejantes hasta llenar la tierra con sus huesos. Con todo, el 2020 se
ha despedido dejando el trabajo a medias o, por decir las cosas como son en
realidad, dejando más vivos que muertos, aunque no conviene pensar que ya
estamos a salvo ni cantar victoria antes de tiempo porque el muy traidor, a fin
de mantener viva su memoria, nos lega en herencia el virus que trajo consigo
para que continúe rastrillando en su nombre a todo el que pille por medio.
O
sea, que, recién comenzado el año, tenemos poco que festejar o, al menos, eso
es lo que nos dice por lo bajini el alter ego negativo y mustio que todos
llevamos dentro. Pero no hay que darle bola, porque, puestos a ver el vaso
medio lleno, podemos ganarle la mano sólo con pensar que la vida misma, sorprendente
y turbadora, nos corre todavía por las venas regalándonos un día tras otro. No
es poco. Riccardo Muti, a punto de cumplir los ochenta, tiene plena conciencia
de esa verdad que el paso de los años va poniendo de relieve. Por eso, y porque
lo distingue un enorme talento macerado con décadas de estudio y práctica, no
había director más a propósito para dirigir esta vez a la filarmónica vienesa.
De su mano, la vida, vestida de largo
con sutilezas y matices musicales, recobró aliento y entusiasmo entre los
dorados y las flores de un Musikverein dolorosamente vacío para enseñarnos que, mientras suene la 'Marcha Radetzky' el día de Año Nuevo, hay margen para la
esperanza.
Nos tiene embelesados el blog...¡Bravísimo!
ResponderEliminarGracias Alba. Espero no tardar mucho en publicar la siguiente entrada.
Eliminar