Lo
bueno de manejar una pasta gansa es que da para muchos caprichos; un suponer: multiplicar
el fondo de armario con trajes de firma que sólo valen para una puesta. El ejemplo no viene a voleo; lo traigo adrede a la vista de la penúltima
ocurrencia del Barça. Todo el mundo sabe que el club de la ciudad condal tiene
mucho poderío, y que puede derrochar en equipaciones un potosí y pico si le
viene en gana. Tal vez por eso, ha decidido que, en el próximo clásico, que se
celebrará en breve en el Santiago Bernabéu –estadio que al barcelonismo le pone
la adrenalina a punto de nieve–, sus jugadores estrenarán una camiseta exclusiva
que combina el blaugrana tradicional con los colores de la senyera. Tras el partido, después de haberla sudado, no volverán a lucirla más sobre el
terreno de juego. Al parecer, la prenda se ha concebido como flor de un día. Una puesta, ya
digo.
La
iniciativa tiene su intención malévola o, por decirlo más claro, su punto o
puntazo de provocación. Hace ya tiempo que la directiva del Barça se echó al
monte para soñar republiquetas entre
las jaras y, desde entonces, no ha vuelto en razón. Al pie del Canigó, durante una
tarde de paseo, el artificio de la camiseta surgió, un poco al tun-tun, como
propuesta chinchosa para hacer arder como cerillos a todos aquellos que, cuando
ven una senyera, entran en combustión
espontánea sospechando que detrás
de la misma evoluciona, y se revoluciona –o se pone cachondo–, el demonio del
separatismo. Por decirlo con otras palabras, la cosa consistiría en dar en los
morros a la parte más carpetovetónica de esa hinchada rival que suma madridismo
y españolismo a partes iguales. Lo cual, a mí, ni frío ni calor, pero me
recuerda el chiste del gallego, muy viejito él, al que le pregunta el cura de
su parroquia dónde quiere ser enterrado el día que le llegue la hora. Si muero
en Porriño de Arriba, dijo el paisano, que me entierren en Porriño de Abajo.
Pero si muero en Porriño de Abajo, entonces que me entierren en Porriño de
Arriba. ¿Por qué así, hombre?, le preguntó el cura extrañado ante semejante desvarío. “Por joder, padre; por joder”.
O
sea, que la iniciativa del Barça tira de una tradición que los naturales de por aquí, de Quevedo
en adelante –antes también, seguro–, cumplimos con mucho empeño: sacar a paseo
la mala leche para tocarle al prójimo los bemoles. Equilicuá. Esa tradición es la misma que
nos lleva, por ejemplo, a matarles la vaquilla a los del pueblo vecino para
arruinarles la fiesta o a echar un pis en su limonada para dejarles en el
bebercio un rastro de nuestro código genético. Malafollá en vena. Sin embargo,
en el caso que nos ocupa, léase la camiseta de marras, la provocación adopta un
tono menor tirando a chico –una cosa para consumo interno, diría yo– que la
deja en bien poca cosa, así que, sopesando las variables del asunto, tengo para
mí que lo más juicioso sería que el madridismo racial se aguantase el pronto y pasase
por alto el envite sin darle pábulo. Punto. Bien mirado, los merengues
deberían agradecerle a su rival que les conceda el honor de tenerlos en tanto.
No imagino yo al Barça estrenando la camiseta en el campo de la Ponferradina,
pongamos por caso. Hay gestos que, sin ánimo de desmerecer a nadie, se reservan
sólo para los más grandes.
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