domingo, 1 de noviembre de 2020

Canción triste para Lucía

 


Mi madre guarda en un cajoncito una ficha sobre la que mi difunto tío Matías le anotó con caligrafía de escolar aventajado los nombres y las fechas de nacimiento de padres y hermanos. Hace poco me la enseñó y, mientras repasaba los datos que figuraban sobre el papel, caí en la cuenta de que faltaba el nombre de la hermana mayor: Lucía. Me dio por pensar entonces en el porqué de una omisión tan extraña hasta que llegué a la conclusión de que, bien mirado, la cosa no resultaba tan chocante teniendo en cuenta que, dentro de la familia, apenas se hablaba nunca de ella ni se la recordaba casi. 

Lucía no tuvo suerte en la vida. Desde chica manifestó un desequilibrio mental que obligó a mis abuelos a recluirla, siendo ya jovencita, en el Manicomio Provincial de Valladolid. De ese modo, pasó a poblar un inframundo de enajenados y dementes en el que cabía cualquier rareza. Ella fue a partir de entonces una sombra más de las que pululaban en los corredores, patios y salas de aquella institución horrenda que había tomado asiento sobre las dependencias de un antiguo monasterio jerónimo y que, durante medio siglo, sirvió para extrañar entre sus muros a todo aquel que no pasaba por cuerdo; entre otros, mi tía Lucía. Mi madre recuerda que, cuando bajaban a verla desde Mucientes, su hermana se mostraba huraña y esquiva como un animal acosado. Sólo se acercaba a los suyos al inicio del encuentro para solicitarles con mucha desesperación que le diesen agua. Al parecer, sus cuidadoras se la escatimaban, probablemente, digo yo, para que después de beber no se orinase encima. Luego, Lucía rehuía todo contacto con mohines y buscaba refugio en los ángulos oscuros de la alcoba donde las luces del sol no alcanzaban a estorbar su locura.

A Lucía, los años de manicomio le fueron consumiendo las fuerzas hasta que un día la muerte se presentó a las puertas de aquel infierno para llevársela de la mano. Todavía era joven, pero su desvarío y el trato inhóspito que recibió durante su encierro pudieron con ella. La historia finaliza malamente con su cuerpo bajo tierra en el cementerio y una cruz de latón clavada a la cabecera de su tumba. Tras darle sagrada sepultura, los miembros de mi familia volvieron a casa y se entregaron de nuevo a la tarea diaria del humilde, que no es otra sino deslomarse para poner un plato de comida sobre la mesa. La corriente de la vida siguió su curso sin Lucía y, poco a poco, las vicisitudes diarias fueron orillando su recuerdo hasta dejarlo encallado en las proximidades del olvido. Por esa razón, al cabo de una eternidad, mi tío Matías omitió sin querer su nombre al escribir la ficha que guarda mi madre. Lucía no era para entonces sino un fantasma del pasado. Tan sólo los años que su muerte prematura dejó pendientes lloraban aún su pérdida y la llamaban desde el revés del tiempo para que volviera a cumplirlos.

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