jueves, 2 de abril de 2020

La especie en peligro

El coronavirus ha golpeado duro. Ni los más ancianos recuerdan un episodio del pasado que tuviera a la gente encerrada en casa haciendo recuento de víctimas minuto a minuto. Ni siquiera la guerra consiguió confinar a la población, pese a las bombas. Eso era algo impensable, ciencia-ficción en estado puro, un argumento para guionistas de series televisivas con el que acojonar al personal.

Lo que no es ciencia-ficción, sino una enseñanza de la naturaleza, es que todo lo que existe tiene escrito en las estrellas su fecha de caducidad. Algún día, el Homo Sapiens –o sea, nosotros– también desaparecerá de la faz de la tierra sin dejar quién lo llore. Tan cierto como que hay Dios. La cuestión que no aclara esa certidumbre es si nuestro final lo escribirá una pandemia, un reventón de la caldera que bulle en el corazón del planeta o el impacto de un meteorito procedente del espacio. A día de hoy, resulta imposible saber cómo y cuándo se desencadenará la liquidación a la que estamos abocados por ley natural. En cambio, lo que resulta obvio es que a todos nos interesa aplazar ese trance lo máximo posible.

Este coronavirus que nos tiene ahora en vilo no parece que vaya a ser el agente de nuestra destrucción. Según los expertos, le falta raza para desatar el apocalipsis, aunque haya organizado una tremendina del copón bendito. Llevamos la cuenta de diez mil muertos en España; una tragedia difícil de asumir que nos deja a todos con el corazón en un puño. A pesar de eso, las predicciones apuntan a que la tasa de letalidad será finalmente baja y no superará el uno y pico por ciento. Un triste consuelo que, además, deja tocada nuestra esperanza de vernos libres de plagas en el futuro. La posibilidad de que algún otro patógeno se cambie la muda y toque a degüello figura en el primer puesto del ranking de los peligros más inmediatos para la supervivencia de nuestra especie. ¿Y si, mañana, pongamos por caso, otro virus muta a formas agresivas, se lo monta de killer y comienza a repartir cruces a tutiplén? En ese caso, ¿cómo podríamos detenerlo? ¿Estamos preparados para algo así? Visto lo visto, la cosa pinta cruda. Si un microbio malparido y canijo nos deja un rosario de miles de muertos y una crisis económica en ciernes ¿qué no será cuando le tome el relevo un allegado con ganas de liarla gorda? 

La pandemia que padecemos tiene, al menos, un lado positivo. Nos ha revelado nuestras flaquezas, y eso debería permitirnos corregir en el futuro los errores que nos están costando ahora tan caros. Alguna cosa hemos aprendido. Por ejemplo, que, para hacer frente a las pestes venideras, los gobiernos del planeta tendrán que arrimar el hombro y buscar soluciones globales. El mundo ya no es la inmensidad de antaño llena de rincones ignotos donde esconderse del prójimo. La revolución tecnológica nos lo ha dejado chiquito y llano. Nunca fue tan fácil como ahora trillarlo de cabo a rabo ni tomar contacto con las antípodas. Los virus, que se abonan a lo fácil, aprovechan esa ventaja que les ofrecemos y viajan de gorra donde se les pone en busca de nuevos huéspedes. Para darles capricho, por desgracia, servimos la mayoría. Por eso, porque nadie está libre de contagio en un mundo global, nos toca conjurar el riesgo todos a una, sin mirarle el pasaporte al compañero ni reparar en el color de su piel. O aprovechamos la oportunidad para hacer del mundo una mancomunidad bien avenida y solidaria o, en cualquier aprieto futuro, nos vamos todos derechitos al hoyo. Todos, salvo el último, que no tendrá quién lo entierre.

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