La
pandemia del coronavirus en nuestro país ha obligado a los políticos a tomar en
consideración fórmulas impensables con anterioridad. El presidente del gobierno,
por ejemplo, ha ofrecido un pacto a las fuerzas políticas para
relanzar y reconstruir una economía que, a día de hoy, presenta las constantes
vitales muy dañadas tras haberle inducido un coma. Lo impensable hace un mes
escaso.
Sin
embargo, el principal partido de la oposición, por boca de su presidente, ya ha
manifestado su negativa a formar parte de la junta que debería propiciar ese
gran acuerdo nacional. Alega, resumiendo a tope, que no se fía de Sánchez. Algún
asesor, de esos que ganan su peso en oro, le ha soplado al oído que, de cara a
la parte más racial de su electorado, le conviene ponerse digno con el
presidente y soltarle un par de catilinarias antes de cerrar el paso a
cualquier iniciativa de pactos. Luego, elecciones a medio plazo. Y
las urnas llenas de votos a favor.
Dice el
Eclesiastés: “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se
hace bajo el cielo”. El sentido común dicta que corre el tiempo de reunirse con
el resto de fuerzas políticas para buscar un arreglo con el que afrontar el crack que se nos viene encima. Inés
Arrimadas –que tampoco se fía de Sánchez–, ha entendido la importancia de la
cita, y se ha mostrado dispuesta a salir a los tercios a recibir a porta gayola
lo que le suelten por chiqueros. Los riesgos de sufrir un tocomocho, teniendo a
Pedro Sánchez a la cabeza de la cosa, son más que evidentes, pero, con todo, la
lideresa de Ciudadanos ha antepuesto el beneficio de la duda –un “por si
acaso”– al presumible fiasco. Pablo Casado, en cambio, ha optado por la
estrategia elusiva del chico listo que no se quiere ver envuelto en líos. Dice
que no se presta al juego porque la oferta del gobierno no es sino un señuelo mediante
el cual Sánchez, con intención malévola, pretende atraer a la oposición a un
pacto que supondría “un cambio de régimen” para el país. O sea, que se ha
buscado una excusa molona; una evasiva en toda regla que deja traslucir un
fondo inquietante: el flash de que
pesa más en el ánimo del líder opositor la estrategia de hacerse el duro ante
su parroquia –y ante la parroquia asilvestrada del vecino de al lado–, que la
contra de acudir a la partida, haciendo de tripas corazón, a buscar un consenso
trabajoso –y, probablemente, imposible– con el resto de fuerzas políticas.
La ciudadanía ha cumplido
el papel que le tocaba de forma ejemplar. A Pablo Casado, y al resto de los
políticos –empezando por el presidente del gobierno–, les toca ahora estar a la
altura de las circunstancias y del listón que les han marcado sus representados.
El líder de los populares tiene todavía tiempo para rectificar una posición a
todas luces incomprensible. Tiene la obligación de acudir a dónde lo convoquen,
y de comerse el marrón de que los suyos no lo entiendan, aunque la cosa
–probablemente con razón– le huela a timo. Lo exige el estado de emergencia en
el que nos encontramos. Al que falle en esta empresa, al que falte a la cita o
al que acuda a la misma con astucias, se lo va a llevar un vendaval a la vuelta
de dos días. Y, si no, al tiempo.
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