domingo, 15 de junio de 2025

Groucho, Enrique IV y el sanchismo líquido




Pedro Sánchez ha demostrado con creces que carece de escrúpulos. Es un tipo devorado por la soberbia que se aviene de buena gana a cualquier trama, componenda o viraje que lo mantenga por encima del común. Todo lo fía a un objetivo personalísimo: seguir siendo, en palabras de Óscar Puente, "el puto amo". Para ello, justifica el empleo de cualquier medio, recurriendo con soltura a medias verdades, falsedades y cambios de opinión. De estos últimos hemos tenido a porrillo. Una montonera. Tantos que, nuestro presidente, podría suscribir sin dificultad aquella célebre ironía atribuida a Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”.

Y, cuando no cambia de opinión, retuerce las reglas del juego a su antojo. Tomás Gómez, exsecretario general del PSOE de Madrid, declaraba hace poco: “He visto a Sánchez coger una urna y meterla detrás de un biombo para intentar cambiar el resultado de una votación. Alguien que hace eso delante de todos los dirigentes del PSOE fíjese usted el sentido que tiene de la democracia y de las instituciones". No parece que Gómez le tenga mucho aprecio. Por lo visto, lo considera un fullero de marca mayor que caece de los más elementales principios éticos. La acusación siembra dudas sobre un estilo de liderazgo que algunos consideran opaco y calculador. A cambio, hay que reconocerle a Sánchez una capacidad poco común de resistencia ante las vicisitudes del juego político, a la que ha sabido sacarle, además, partido editorial.

Escribió para la imprenta su ya famoso Manual de resistencia, pero podría haber escrito con mayor autoridad un Manual del perfecto arribista porque sabe un rato largo de alcanzar objetivos a cualquier precio. Al precio incluso de desmentirse, apelando sin el menor rubor a aquella vieja máxima popular que reza: donde dije digo, digo Diego. Resulta rara la afirmación que no ha sido negada a posteriori por otra en sentido contrario: desde el rechazo a incluir ministros de Podemos en su gobierno hasta la inconstitucionalidad del procés, por poner sólo dos ejemplos notorios. Todas estas mudanzas responden a su enorme ansia de poder, que es un motor potente que tira millas dejando atrás principios y valores. París bien vale una misa, que diría Enrique IV de Francia.

Lo siguiente es una obviedad: a Pedro Sánchez le gusta más presentar credenciales de presidente que vestir de fiesta. Tiene una alta opinión de su persona. Muy alta. Cree a pies juntillas que nadie sobre el suelo patrio merece más que él la poltrona presidencial. Y combina esa nitroglicerina del ego con un empeño obsesivo por dejar escritas de su puño y letra dos o tres páginas de la Historia. Màxim Huerta, ministro fugaz de su Gobierno, y testigo circunstancial de sus ínfulas, no me dejaría mentir sobre el particular. Vanitas vanitatum, omnia vanitas. Y es que el actual jefe del Ejecutivo se considera un líder providencial; un elegido de los dioses que, además, luce cañón en los salones del poder. Sin embargo, vista la degradación de las instituciones del país desde su llegada a la Moncloa, más parece que fuera, a ojos de muchos, un troyano enviado por el destino para reventar nuestro sistema político desde dentro.

No obstante, en los últimos días crece la sensación de que la legislatura agoniza. Los casos judiciales que salpican al entorno más próximo del presidente, el desgaste social, las tensiones territoriales y la parálisis legislativa dibujan un panorama sombrío, casi inevitablemente abocado a las urnas. Aun así, él se empeña en seguir al frente del pandemonio dos años más. A estas alturas, nadie sabe si le alcanzaran las fuerzas -ni los apoyos parlamentarios- para cumplir su propósito. Hay serias dudas al respecto, incluso entre los suyos. Mientras tanto, traga quina y resiste, intentando ganarle días a un final que se intuye próximo y fatal. Todo apunta a que, más pronto que tarde, se verá obligado a convocar elecciones anticipadas y a retirarse a regañadientes a los páramos de la irrelevancia. Su despedida, más que solemne, será turbia. No en olor de multitudes... sino de corrupción.


jueves, 1 de mayo de 2025

María Jesús Montero: polémica sobre la presunción de inocencia


María Jesús Montero no escatima en títulos de relumbrón: vicepresidenta segunda, ministra de Hacienda y candidata por su partido a la presidencia de la Junta de Andalucía. Ahí es nada. Una y trina, se sabe poderosa y se ve a sí misma divina de la muerte en los espejos versallescos de la gobernación, pero, contra la derecha, luce melena de gorgona y verborrea de mitinero incendiario. Habla mucho María Jesús Montero, ... mucho y ligero. Las palabras no se le hacen bola ni pasan por los filtros de la mesura, máxime cuando sabe que los suyos se conjuran para jalearla en los actos de partido. En tales ocasiones, deja aparte cualquier atisbo de prudencia y se lanza con la bayoneta calada de su verbo febril contra los monstruos que pueblan el infierno retro de la carcundia. Puesta a repartir estopa, no deja títere con cabeza, aunque, a veces, sus diatribas pierden el pie y acaban en metedura de pata. Algunos dirán que se equivoca a menudo, otros que jamás de los jamases: cuestión de perspectivas, supongo, o de saber llevar la cuenta. Sin embargo, cosa insólita en este tinglado de las dos Españas en el que vivimos, se ha logrado un acuerdo casi unánime a la hora de criticar uno de sus últimos desahogos. Hace pocos días, María Jesús Montero se pronunció enérgicamente contra la sentencia que absolvía a un futbolista del delito de agresión sexual por falta de pruebas. Recurriendo a una retórica gestual mussoliniana, clamó desde el estrado que era una vergüenza poner la presunción de inocencia por delante del testimonio de jóvenes valientes que se deciden a denunciar “a los poderosos, a los grandes, a los famosos”. Lo dijo tal cual, pero, al día siguiente, vista la reacción negativa de la mayoría del respetable, rectificó sus palabras con la boca chica, como quien se desdice a regañadientes de algo que tiene por cierto sólo para evitarse una recriminatoria pública mayor.

La vicepresidenta se ganó esa censura por radical, sobra decirlo. María Jesús Montero tiene el defecto de los caracteres extremosos: habla siempre ex cathedra, como guiada de un espíritu santo enfermo de ego, utiliza un tono airado y sentencioso, y jamás acepta, bajo ningún concepto, que una vuelta de lógica les quite adrenalina a sus desatinos. Tal vez por eso, sus palabras del otro día dejaron en muchos la impresión de que ella no cree en la presunción de inocencia; mejor dicho, dieron a entender que considera tal derecho de forma discriminatoria, o sea, según quién sea el sujeto acusado y el tenor del delito del que se le acusa. Si el tal es un varón -poderoso, grande, famoso-, señalado por una mujer como agresor sexual, lo tiene crudo: de cabeza a la trena sin pasar por el “presunto”. Poco importa que la Declaración de Derechos Humanos y el resto de la legislación vigente consagren el carácter universal del derecho a la presunción de inocencia. María Jesús Montero, siguiendo la doctrina de esa sororidad patológica que insiste a machamartillo con el dichoso “hermana, yo si te creo”, considera que, ante una acusación por delito sexual, no hay milongas que valgan. En tales supuestos, según ella, sólo existe un principio para tener en cuenta: la palabra de una mujer joven y valiente es palabra de Dios; razón que obliga a dictar sobre el acusado, sin necesidad de probar los hechos denunciados, una sentencia sumarísima de culpabilidad. Visto desde ese ángulo torcido y retorcido, la presunción de inocencia es un incordio legal, un remilgo de juristas y leguleyos, que sólo sirve para poner palos en las ruedas a la verdad verdadera. María Jesús Montero, una y trina, lo tiene claro. ¡Madre mía, qué nivel!

sábado, 8 de marzo de 2025

Nosferatu: sin novedad en la cripta





En el mundo de la vampirología, el conde Orlok, vale también decir Nosferatu, es un contradiós expresionista de aspecto desgarbado, feo de solemnidad, orejudo, calvo y barbilampiño, que posee dos incisivos, afilados como agujas, con los que pincha vena para sangrar a sus víctimas. Así lo imaginó Murnau, padre de la criatura, consagrando en el celuloide un arquetipo que Werner Herzog respetó, cincuenta años después, en una revisión del mito caracterizada por su ritmo pausado -ojo con el eufemismo- y una austeridad cisterciense. Robert Eggers nos ofrece ahora una nueva versión; la tercera en la línea sucesoria. Arriesgando mucho en la caracterización del personaje, apuesta por romper con su imagen icónica para proponernos un vampiro cuyo aspecto remeda al de un antiguo noble transilvano de la época de Vlad Tepes, o, mejor sería decir, a lo que queda de él tras pasarlo por el pudridero unos cuantos siglos.

El argumento del Nosferatu odierno sigue casi al pie de la letra, con ligeras variantes, al clásico de Murnau, el cual, a su vez, plagiaba sin rubor, pero con mucho arte, el contenido de la celebérrima novela “Drácula” de Bram Stoker, que pasa por ser una de las piedras angulares, tal vez la principal, del ciclo vampírico. De todas las versiones cinematográficas dedicadas a tan particular maligno, la de Eggers resulta, sin género de dudas, la más oscura. En sentido literal, quiero decir. Las escenas diurnas resultan marginales y, cuando tienen lugar, se desarrollan, para más inri, en entornos neblinosos y grises de un indudable sabor romántico. Todo lo demás, o sea, la mayor parte del metraje, evoluciona bajo el imperio de la noche. El argumento se presta a que las sombras tomen mando en plaza; incluso, podríamos convenir, lo demanda. Eggers, desde luego, participa de esa creencia y, en consecuencia, aprovecha la corriente a su favor para concederles a sus nocturnos un protagonismo incontestable. Marca de autor, sin duda, a tenor de lo visto en sus anteriores trabajos. Tanto en “La bruja” como en “El hombre del norte” -dejo fuera de comentario “El faro”, por rarita e insufrible-, el director norteamericano ya demostró que le gusta rodar a tientas y que se mueve a sus anchas sobre escenarios donde la luz se diluye en oscuridades untuosas de mal augurio. Pero le faltaba un Nosferatu, o similar, para elevar esa querencia hasta el paroxismo. Ahora, ha cumplido el objetivo.

Con creces, me atrevería a decir, porque Robert Eggers, con ese talento que la naturaleza le dio para recrear atmósferas tenebristas, lóbregas e inquietantes, nos ofrece con “Nosferatu” una fantasía gótica que resulta impecable en su factura y muy meritoria en los aspectos técnicos y estéticos. Tanto la fotografía, como la elección de localizaciones o la recreación historicista de ambientes decimonónicos llevan la película a su nota máxima: sobresaliente. Sin embargo, pese a sus evidentes virtudes, la cinta adolece de una dependencia excesiva, obvia en ocasiones, de las fórmulas ensayadas por sus modelos cinematográficos. Pecado venial, si se quiere, pero pecado al fin y al cabo, porque, a la postre, tal dependencia, que apela tanto al encofrado argumental de los Nosferatu previos como a la imaginería rabiosa y delirante del Drácula de Francis Ford Coppola, obliga al espectador a lidiar con una recurrente sensación de déjà vu que resulta incómoda y fastidiosa. Tal vez, por culpa de ese obstáculo, la película, a pesar de su impecable factura formal, no consigue verse libre de la sombra de sus mayores ni dejar poso a largo plazo. Una lástima, porque Nosferatu, mito y figura, merecía una aparición de impacto más duradero después de cincuenta años criando malvas.