En el mundo de la vampirología, el conde Orlok, vale también decir Nosferatu, es un contradiós expresionista de aspecto desgarbado, feo de solemnidad, orejudo, calvo y barbilampiño, que posee dos incisivos, afilados como agujas, con los que pincha vena para sangrar a sus víctimas. Así lo imaginó Murnau, padre de la criatura, consagrando en el celuloide un arquetipo que Werner Herzog respetó, cincuenta años después, en una revisión del mito caracterizada por su ritmo pausado -ojo con el eufemismo- y una austeridad cisterciense. Robert Eggers nos ofrece ahora una nueva versión; la tercera en la línea sucesoria. Arriesgando mucho en la caracterización del personaje, apuesta por romper con su imagen icónica para proponernos un vampiro cuyo aspecto remeda al de un antiguo noble transilvano de la época de Vlad Tepes, o, mejor sería decir, a lo que queda de él tras pasarlo por el pudridero unos cuantos siglos.
El argumento del Nosferatu odierno sigue casi al pie de la letra, con ligeras variantes, al clásico de Murnau, el cual, a su vez, plagiaba sin rubor, pero con mucho arte, el contenido de la celebérrima novela “Drácula” de Bram Stoker, que pasa por ser una de las piedras angulares, tal vez la principal, del ciclo vampírico. De todas las versiones cinematográficas dedicadas a tan particular maligno, la de Eggers resulta, sin género de dudas, la más oscura. En sentido literal, quiero decir. Las escenas diurnas resultan marginales y, cuando tienen lugar, se desarrollan, para más inri, en entornos neblinosos y grises de un indudable sabor romántico. Todo lo demás, o sea, la mayor parte del metraje, evoluciona bajo el imperio de la noche. El argumento se presta a que las sombras tomen mando en plaza; incluso, podríamos convenir, lo demanda. Eggers, desde luego, participa de esa creencia y, en consecuencia, aprovecha la corriente a su favor para concederles a sus nocturnos un protagonismo incontestable. Marca de autor, sin duda, a tenor de lo visto en sus anteriores trabajos. Tanto en “La bruja” como en “El hombre del norte” -dejo fuera de comentario “El faro”, por rarita e insufrible-, el director norteamericano ya demostró que le gusta rodar a tientas y que se mueve a sus anchas sobre escenarios donde la luz se diluye en oscuridades untuosas de mal augurio. Pero le faltaba un Nosferatu, o similar, para elevar esa querencia hasta el paroxismo. Ahora, ha cumplido el objetivo.
Con creces, me atrevería a decir, porque Robert Eggers, con ese talento que la naturaleza le dio para recrear atmósferas tenebristas, lóbregas e inquietantes, nos ofrece con “Nosferatu” una fantasía gótica que resulta impecable en su factura y muy meritoria en los aspectos técnicos y estéticos. Tanto la fotografía, como la elección de localizaciones o la recreación historicista de ambientes decimonónicos llevan la película a su nota máxima: sobresaliente. Sin embargo, pese a sus evidentes virtudes, la cinta adolece de una dependencia excesiva, obvia en ocasiones, de las fórmulas ensayadas por sus modelos cinematográficos. Pecado venial, si se quiere, pero pecado al fin y al cabo, porque, a la postre, tal dependencia, que apela tanto al encofrado argumental de los Nosferatu previos como a la imaginería rabiosa y delirante del Drácula de Francis Ford Coppola, obliga al espectador a lidiar con una recurrente sensación de déjà vu que resulta incómoda y fastidiosa. Tal vez, por culpa de ese obstáculo, la película, a pesar de su impecable factura formal, no consigue verse libre de la sombra de sus mayores ni dejar poso a largo plazo. Una lástima, porque Nosferatu, mito y figura, merecía una aparición de impacto más duradero después de cincuenta años criando malvas.
El argumento del Nosferatu odierno sigue casi al pie de la letra, con ligeras variantes, al clásico de Murnau, el cual, a su vez, plagiaba sin rubor, pero con mucho arte, el contenido de la celebérrima novela “Drácula” de Bram Stoker, que pasa por ser una de las piedras angulares, tal vez la principal, del ciclo vampírico. De todas las versiones cinematográficas dedicadas a tan particular maligno, la de Eggers resulta, sin género de dudas, la más oscura. En sentido literal, quiero decir. Las escenas diurnas resultan marginales y, cuando tienen lugar, se desarrollan, para más inri, en entornos neblinosos y grises de un indudable sabor romántico. Todo lo demás, o sea, la mayor parte del metraje, evoluciona bajo el imperio de la noche. El argumento se presta a que las sombras tomen mando en plaza; incluso, podríamos convenir, lo demanda. Eggers, desde luego, participa de esa creencia y, en consecuencia, aprovecha la corriente a su favor para concederles a sus nocturnos un protagonismo incontestable. Marca de autor, sin duda, a tenor de lo visto en sus anteriores trabajos. Tanto en “La bruja” como en “El hombre del norte” -dejo fuera de comentario “El faro”, por rarita e insufrible-, el director norteamericano ya demostró que le gusta rodar a tientas y que se mueve a sus anchas sobre escenarios donde la luz se diluye en oscuridades untuosas de mal augurio. Pero le faltaba un Nosferatu, o similar, para elevar esa querencia hasta el paroxismo. Ahora, ha cumplido el objetivo.
Con creces, me atrevería a decir, porque Robert Eggers, con ese talento que la naturaleza le dio para recrear atmósferas tenebristas, lóbregas e inquietantes, nos ofrece con “Nosferatu” una fantasía gótica que resulta impecable en su factura y muy meritoria en los aspectos técnicos y estéticos. Tanto la fotografía, como la elección de localizaciones o la recreación historicista de ambientes decimonónicos llevan la película a su nota máxima: sobresaliente. Sin embargo, pese a sus evidentes virtudes, la cinta adolece de una dependencia excesiva, obvia en ocasiones, de las fórmulas ensayadas por sus modelos cinematográficos. Pecado venial, si se quiere, pero pecado al fin y al cabo, porque, a la postre, tal dependencia, que apela tanto al encofrado argumental de los Nosferatu previos como a la imaginería rabiosa y delirante del Drácula de Francis Ford Coppola, obliga al espectador a lidiar con una recurrente sensación de déjà vu que resulta incómoda y fastidiosa. Tal vez, por culpa de ese obstáculo, la película, a pesar de su impecable factura formal, no consigue verse libre de la sombra de sus mayores ni dejar poso a largo plazo. Una lástima, porque Nosferatu, mito y figura, merecía una aparición de impacto más duradero después de cincuenta años criando malvas.