El señor Abascal quiere un rotulador gordo, como el de Trump, para firmar decretos de expulsión de inmigrantes. Ha hecho la cuenta de la vieja y le salen a expulsar ocho millones de almas. Tela. Un número redondo, sin decimales, como una verdad revelada que no admite cábalas. Y, detrás de la cifra, la consigna: hay que limpiar la patria de morralla; sobre todo de la musulmana. Porque la parte mollar de la inmigración que le subleva a VOX es, precisamente, la que reza mirando a la Meca. Los simpatizantes de esta formación política siempre tropiezan con la piedra de la orientación, lo mismo que encallan con el reto de una España multicultural. En su opinión, nuestra nación es católica, apostólica y romana desde tiempos inmemoriales, lo que la faculta para reservarse el derecho de admisión sobre todo aquel que amenace esa herencia sacrosanta. Sin embargo, la Constitución del 78, con sus blandenguerías y sus tontunas, ha dado pábulo a la idea de que aquí cabe todo Cristo; error de bulto que pagamos caro, porque, al socaire de ese relajamiento, ha vuelto la morisma -dicen- para repoblar al-Andalus.
Abascal y los suyos tienen una obsesión enfermiza con la inmigración musulmana. En realidad, le tienen ojeriza al conjunto entero de los musulmanes, de forma indiscriminada, sin matices. Por esa razón, no muestran reparo alguno en dirigir sus inquinas de romancero viejo contra todo hijo de Alá, ya sea este foráneo o español de nacimiento con DNI de curso legal. A su parecer, sobra la umma en un país que se ha mirado en el espejo de los valores cristianos desde los tiempos de Recaredo. Resulta lógico que, vista la cosa desde la vertiente del nacionalcatolicismo, los musulmanes, oriundos o foráneos, lo tengan crudo allá donde VOX pueda hacer valer su influencia. Jamás un votante de la formación ultra reconocerá a ninguno de ellos como compatriota, aunque se apellide Rodríguez y haya nacido en Tordesillas, o en Villacastín, de padres bautizados. A la hora de repartir cédulas de españolidad, nuestra derecha reaccionaria no parece dispuesta a valorar variantes en el patrón de pureza patriótica. El español de pura cepa -aquel con derecho de propiedad sobre la tierra que pisa- debe hacer bandera de su triple condición de hetero, católico y nacionalista furibundo si quiere pasar la prueba del algodón.
Sostienen los más cafeteros en VOX que todos los españoles fetén estaríamos hechos a molde con esa mezcla desde los tiempos de Maricastaña, y se empeñan en demostrarlo trayendo a colación los amaños de una Historia escrita al dictado de voluntades poco escrupulosas con la verdad. En ese relato onírico del pasado, generaciones enteras habrían elevado sus brindis por la salvaguarda de unas esencias nacionales que, hoy en día, dejan fuera del tablero de juego a una parte importante de la sociedad. Contemplado el problema identitario desde su ángulo más obtuso, no resulta extraño que la derecha radical defienda como objetivo político y social la fórmula Jumilla, o sea, la erradicación del Islam de nuestro país. Más aún, considera ese empeño como una tarea histórica, una especie de cruzada bendecida por todos los santos en la que no se deben ahorrar esfuerzos. Cualquier medio que consiga avances en lucha tan señalada resulta lícito, hasta el más expeditivo llegado el caso. A las malas, muchos preferirían incluso desencadenar un pogromo de tintes medievales que pecar de flojos. Así las cosas, la comunidad musulmana en España, bajo la presión de VOX, está condenada a servir como chivo expiatorio en cualquier crisis. También, por desgracia, a convertirse en objetivo prioritario de esa criminalidad patriótica que, bajo el acicate de las redes sociales, sale en Torre Pacheco, o donde sea, a repartir palos a mansalva para liberar España del influjo de la media luna.
Abascal y los suyos tienen una obsesión enfermiza con la inmigración musulmana. En realidad, le tienen ojeriza al conjunto entero de los musulmanes, de forma indiscriminada, sin matices. Por esa razón, no muestran reparo alguno en dirigir sus inquinas de romancero viejo contra todo hijo de Alá, ya sea este foráneo o español de nacimiento con DNI de curso legal. A su parecer, sobra la umma en un país que se ha mirado en el espejo de los valores cristianos desde los tiempos de Recaredo. Resulta lógico que, vista la cosa desde la vertiente del nacionalcatolicismo, los musulmanes, oriundos o foráneos, lo tengan crudo allá donde VOX pueda hacer valer su influencia. Jamás un votante de la formación ultra reconocerá a ninguno de ellos como compatriota, aunque se apellide Rodríguez y haya nacido en Tordesillas, o en Villacastín, de padres bautizados. A la hora de repartir cédulas de españolidad, nuestra derecha reaccionaria no parece dispuesta a valorar variantes en el patrón de pureza patriótica. El español de pura cepa -aquel con derecho de propiedad sobre la tierra que pisa- debe hacer bandera de su triple condición de hetero, católico y nacionalista furibundo si quiere pasar la prueba del algodón.
Sostienen los más cafeteros en VOX que todos los españoles fetén estaríamos hechos a molde con esa mezcla desde los tiempos de Maricastaña, y se empeñan en demostrarlo trayendo a colación los amaños de una Historia escrita al dictado de voluntades poco escrupulosas con la verdad. En ese relato onírico del pasado, generaciones enteras habrían elevado sus brindis por la salvaguarda de unas esencias nacionales que, hoy en día, dejan fuera del tablero de juego a una parte importante de la sociedad. Contemplado el problema identitario desde su ángulo más obtuso, no resulta extraño que la derecha radical defienda como objetivo político y social la fórmula Jumilla, o sea, la erradicación del Islam de nuestro país. Más aún, considera ese empeño como una tarea histórica, una especie de cruzada bendecida por todos los santos en la que no se deben ahorrar esfuerzos. Cualquier medio que consiga avances en lucha tan señalada resulta lícito, hasta el más expeditivo llegado el caso. A las malas, muchos preferirían incluso desencadenar un pogromo de tintes medievales que pecar de flojos. Así las cosas, la comunidad musulmana en España, bajo la presión de VOX, está condenada a servir como chivo expiatorio en cualquier crisis. También, por desgracia, a convertirse en objetivo prioritario de esa criminalidad patriótica que, bajo el acicate de las redes sociales, sale en Torre Pacheco, o donde sea, a repartir palos a mansalva para liberar España del influjo de la media luna.